Éste es un cuento antiguo, una leyenda de días
que fueron.
En el lujoso comedor de los banquetes, en
medio de sus hermanos e intrépidos hijos, se encontraba el príncipe Vladimiro,
que levantó su copa de oro y exclamó con voz atronadora: "Bebo en honor de
Ludmila, la hermosa, y de su noble marido Ruslán."
Ludmila, la hija del príncipe Vladimiro, lo
escuchaba desde su asiento, con la mirada baja, como debe hacerlo una doncella
en el día de su boda, mientras su marido la contemplaba con ojos llenos de
amor. Los invitados levantaron también sus copas de plata y bebieron largos
tragos de humeante hidromiel, mientras los escan-ciadores pasaban ante ellos
inclinándose hasta el suelo para ofrecer las copas. Los bermejos vinos brillaban
hasta el borde de los vasos. Las voces de los invitados dejábanse oír como el
zum, bido de las abejas en el colmenar. Un momento cesó el tumulto y el bardo
del príncipe Vladimiro arrancó de las cuerdas de su lira dulces melodías
cantando las alabanzas de Ludmila, la más hermosa de las hijas de los hombres,
y las del valiente caballero Ruslán. A las doce de la noche se acabó la fiesta
y los nobles del reino, hartos de viandas y de vino, saludaron a su Señor y se
marcharon.
Ruslán y Dudmila cayeron a los pies del
príncipe Vladimiro. Éste los bendijo, diciendo: "La paz sea con vosotros y
con toda vuestra raza, para que prosperéis y os multipliquéis."
Ruslán, cuando el príncipe hubo salido, abrazó
a su mujer.
En ese mismo instante se notó que la tierra
temblaba; un relámpago alteró el silencio de la noche; los llameantes
candelabros fueron apagados y un vapor negro llenó la estancia. Tres veces se
oyó un grito dado por una voz extraña, y, en la sombra, se sintió la presencia
de alguien que se lanzaba desde lo más alto de la estancia. Ruslán alargó su
brazo para poder cobijar en él a su amada, pero su mano sólo encontró el vacío;
la llamó, pronunciando su nombre con voz fuerte. pero sólo el silencio contestó
a su llamado. Algún poder oculto se la había raptado.
Ruslán salió de la estancia, saltó sobre su
corcel y partió del palacio en busca de su esposa. Una noche y un día viajó de
esta suerte, interrogando a todo aquel que encontraba en su camino. Pero
ninguno podía darles noticias de la joven. Decayó entonces su espíritu y
exclamó: "Nunca más alezrará tu belleza mi corazón." Sus manos
soltaron las riendas y su corcel vagó a su antoio nor las solitarias estepas.
Al fin, llezó Ruslán cerca de la boca de una caverna, donde brillaba una tenue
luz. Bajóse del caballo y entró. Vió brillar un cirio ante un icono y a Finn,
el sabio, fijar atentamente sus ojos sobre un antiguo tomo abierto ante él. Sus
ojos eran claros como los lazos de las montañas, y en su frente podía leerse la
paz de su alma. Sonrió al ver a Ruslán y le dijo: "Bienvenido seas, hiio
mío. Hace más de veinte años que vivo en esta triste caverna aguardando tu
llegada, que me fué anunciada previamente. No olvides mis palabras. Ludmila ha
sido raptada de tu lado. Por eso tu valeroso espíritu está ensombrecido por la
pena. Esto no está bien en tí, Ruslán. Las horas de amargura pasarán y la
esperanza será mejor guía para ti que la desesperación. Torna alientos. Acoraza
tu corazón con el valor y sigue el camino de las desiertas colinas de
Medianoche. El que te infirió la ofensa que deploras es Chernomor, Señor de la
Noche, que se lanza como un monstruoso pájaro de presa sobre las doncellas
dormidas y las lleva a su palacio, construído sobre la colina. No hay en el
mundo hombre que pueda dominarlo o hacerle daño alguno, sino tú, Ruslán, si
quieres cumplir tu destino".
Ruslán se arrodilló ante el Sabio, besó su
mano con alegría y agradecimiento, y sintiéndose libre del peso que antes le
oprimiera el corazón, exclamó: "Haré todo lo que tú me pides. Dame tu
bendición, padre, antes de salir". El anciano le bendijo, en efecto,
diciéndole: "Que la buena fortuna ilumine tu camino". Ruslán saltó
sobre la silla de su corcel y corrió, atravesando espesos bosques y tristes
estepas, para llegar a las tierras oscuras de Medianoche.
Mas ¿qué le aconteció a Ludmila desde que su
mala estrella la hizo caer en poder de Chernomor? Llevada por un negro
torbellino, la infortunada joven se desmayó de miedo, sin darse cuenta del
rápido viaje. Quedóse como aniquilada toda la noche en un profundo sueño,
mientras extrañas pesadillas la turbaban. Se despertó al amanecer y sintió
pavor en su corazón. Gritó en alta voz: "¿Dónde estás, Ruslán, marido
mío?" Y mirando en derredor suyo, se víó acostada entre ricos almohadones,
bajo un baldaquín de seda trabajado en oro y piedras preciosas, que relucían
como vivas llamas de cirios. De los incensarios se desprendía la fragancia de
aromáticas flores. Mas en medio de estas riquezas, Ludmila rompió a llorar,
diciendo: "¡Ay de mí! ¿Qué falta me hacen baldaquines de seda, ni piedras
preciosas, si me han privado (le mi hogar y de mi amor?" En el mismo
instante, en los umbrales de la puerta de su enarto, aparecieron tres doncellas
vestidas con trajes de alegres colores, que saludaron a Ludmila. Una de ellas,
con hábiles manos, peinó su brillante cabellera, ciñendo su frente con un hilo
de perlas. La segunda la envolvió en un "sarafán" más azul que un
cielo mañanero y calzó sus pies con zapatos de plata. La tercera la adornó con
joyas. De escondido lugar llegaban a los oídos de Ludmila suaves melodías
tocadas para su deleite y agrado.
Mas ni las perlas, ni el "sarafán",
ni las dulces melodías podían reconfortar a Ludmila. Seguía con los ojos fijos
en el suelo sin decir palabra a las doncellas, que tan bien la servían. Cuando
hubieron cum-plido éstas su misión, la saludaron y la dejaron sola.
Ludmila, llena de angustia, paseaba de un lado
a otro de la estancia, y acabó por pararse delante de una ventana con barrotes
de hierro. Miró por ella el paisaje que se ofrecía a sus atristados ojos. Vió
vastas llanuras cubiertas de nieve y, en la lejanía, altos montes coronados
también de nieve. No vió en ellos ni tejados hospitalarios, ni viajeros.
Tampoco en las colinas se oían los cuernos de los cazadores. Sólo el viento gemía
sobre la vasta extensión de tierras y sacudía las ramas de los árboles sin
hojas, que se destacaban sobre el plomizo cielo del horizonte. Ludmila exclamó:
"¡Ay de mí! ¿Qué suerte más terrible será la que me aguarda aquí?" Y
bajando la cabeza se echó a llorar. Cuando ya no tuvo lágrimas que verter, miró
en derredor y ¡oh maravilla!, se abrió por sí sola una puerta de plata, cuyo
umbral traspasó Ludmila, saliendo a un jardín encantado, donde las hojas de las
palmeras y de los laureles eran balanceadas por la suave brisa. Manzanas de oro
se reflejaban en los claros riachuelos que corrían alegremente. Los montículos
y los valles próximos brillaban bajo el calor primaveral, y en la umbría de un
bosque un ruiseñor dejaba oír sus gorjeos.
Mas ni las esbeltas palmeras, ni las manzanas
de oro, ni los dulces cánticos del ruiseñor traían consuelo a Ludmila.
Se dirigió a un pequeño puente que pasaba por
encima de un torrente espumoso y, de súbito, pensó que podía encontrar remedio
a sus males en la profundidad de las aguas. Llena de miedo, las contempló un
momento, pero no tuvo valor para poner fin a su vida. Cruzó el puente y erró
bajó el sol. Cuando se cansó de andar, se sentó cerca de la orilla e
inmediatamente vió que una tienda de campaña se desplegaba sobre su cabeza para
protegerla con fresca sombra. Un rico festín le fué servido. Del bosque próximo
llegaban armoniosos sonidos como de instrumentos de madera que tocasen suaves
melodías. Muy perpleja y apenada exclamó Ludmíla: "¿Por qué he de vivir,
si ha de ser en tierra extraña y lejos de mi Ruslán? Tus tiendas de seda, vil
raptor, tus cantos y tus sabrosos festines nada son para mí. ¡Ni siquiera temo
tu poder infernal, pues Ludmila, la hija del príncipe Vladixniro, sabe bien
cómo ha de morir!"
Después de hablar así, se sentó a la mesa y
sació su apetito. Cuando hubo cesado la música, la tienda y las viandas
desapare-cieron.
Siguió caminando Ludmila hasta que la noche se
hizo sobre la tierra. La joven sintió deseos de descansar y en el mismo momento
poderosas alas la llevaron a través del aire hasta su lecho de seda. Volvieron
a aparecer las tres jóvenes doncellas, soltaron el cinturón de Ludmila, le
quitaron sus zapatos de plata, su "sarafán" azul, el hilo de perlas
que adornaba su brillante cabellera y, saludando, se marcharon.
Ludmila tembló entonces, porque le parecía
percibir la presencia de alguien en la oscuridad. Súbitamente, las luces fueron
encendidas. Se abrió la puerta y en el umbral vió aparecer un centenar de
negros que caminaban orgullosamente de dos en dos, con sus sables desnudos y
relucientes. Llevaban en sus brazos un almohadón de seda, sobre el que reposaba
una barba, tan larga, que no cabe en un sueño, sino en un cuento de hadas.
La barba era de un enano contrahecho, cuya
calva cabeza estaba recubierta por un lujoso turbante. Se acercó a Ludmila;
pero ésta saltó de su lecho, tiró el turbante de la cabeza del enano y
prorrumpió en gritos tan atronadores, que todos los negros quedaron suspensos.
Chernomor, que éste era el enano, palideció y quiso escapar, pero se enredó en
su barba y cayó al suelo. Apenas se levantó, cayó de nuevo, mientras sus
esclavos negros gritaban llenos de espanto y él luchaba por huir de la maraña
de sus barbas. Al fin consiguieron levantarlo y llevarlo fuera del dormitorio;
pero allí quedó, olvidado, el turbante.
Cuando el sol alumbró el cielo por Oriente, en
el palacio encan-tado todo era quietud y silencio.
Chernomor, sin turbante, echado sobre su
lecho, reflexionaba avergonzado, mientras cincuenta esclavos negros, con peines
de marfil, peinaban, con cuidado y temor, las ondas de sus barbas, ungiéndolas
con especias y aceites olorosos. Después de esta operación. Chernomor sintió
levantarse su ánimo, y encontrándose más gallardo en su bata de ricos brocados,
saltó del lecho y fué de nuevo en busca de su hermosa cautiva. Pero cuando
llegó a la alcoba ésta había desaparecido.
En su palacio había mil habitaciones; en todas
entró Chernomor llamando en vano a Ludmila. Fué más tarde al jardín encantado y
la buscó en cl bosque de laureles, a lo largo del muro, a la orilla de los
lagos, debajo del puente y en el lugar en que el sol parecía jugar con la
cascada del río. Ni siquiera encontró rastros suyos.
Queriendo, al fin, tomar venganza en alguien
de las vejaciones sufridas, exclamó, en voz alta, de manera que hasta las hojas
de los árboles temblaron al oírle: "¡Vengan aquí mis esclavos! Sobre
vuestras cabezas echaré la culpa de lo que ocurre. Buscadla donde queráis; pero
encontradla, o por vida mía, esta barba arrancará el último suspiro de vuestras
negras gargantas."
"¿Adónde había huído Dudmila? Toda la
noche lloró, condolién-dose de su mala suerte. Mas pronto siguió la risa al
llanto al recordar a Chernomor enredado en sus barbas. Al amanecer levantóse de
su lecho y se miró con gran desconsuelo al espejo, que le devolvió su triste
imagen; levantó los mechones de oro que caían sobre sus blancos lioiiil)ros,
los trenzó, se vistió con el "sarafan" azul y lloró de nuevo. Se fijó
entonces en el turbante que el brujo perdiera al huir de su lado, y se lo
colocó sobre su caheza, pues a una muchacha cl ornato de su belleza le hace
olvidar hasta las mayores penas. Cogió el turbante y se lo puso de varios
modos, hasta que, ¡oh maravilla de las maravillas!, al querer contemplarse en
el espejo, vió que había desaparecido. De nuevo dió una vuelta al turbante y
reapareció su imagen. Lo volvió a colocar en la última posición y entonces
desapareció. Lo quitó otra vez y pudo contemplarse ante el espejo. Al fin,
echóse a reír a carcajadas y exclamó: "¡Gloria a Chernomor y a su
turbante! ¡Terror, aléjate de mí! ¡Alegría, vuelve a mi corazón! ¡Ludmila se ha
salvado de todo mal!" Y diciendo esto, volvió a colocarse el turbante del
modo conveniente para no ser vista.
Mas dejemos ahora un momento barbas y turbante
y volvamos a Ruslán, abandonado a su triste suerte. Atravesó Ruslán desiertas
tierras, sano y salvo, y llegó a un llano, donde sintió que su sangre le corría
precipitadamente por las venas, al advertir que aquello era un antiguo campo de
batalla, sembrado de blancos huesos y de arma-duras rotas. En un agujero había
mochilas próximas a convertirse en polvo aquí, una espada estaba aún
aprisionada por los dedos de un cadáver; allí, a través de un casco, sobre el
que la hierba crecía, una cabeza hundida. Más lejos, yacía un héroe, aplastado
por el esqueleto de su caballo, y, sobre lanzas y hachas de batalla, la hiedra
enredaba sus empolvadas hojas.
Ruslán fijó sus turbados ojos sobre el campo
de batalla, y dijo: "¡Campo! ¡Oh, campo de batalla! ¿Quién ha sembrado tu
suelo de huesos blanqueados? ¿Qué corcel es éste que pisó tu suelo durante el
fragor del último combate? ¿Qué héroe encontró la gloria en tu seno? ¿Qué
oraciones se han elevado desde este sitio a los impasibles cielos? Eres
silencioso, campo de batalla, y, sin embargo, aquí se siente la sangre hervir
con más fuerza en las venas. ¡Ojalá descanse Ruslán de la misma manera, antes
eIv que llegue la noche, en alguna colina olvidada, donde nunca el canto de los
trovadores pueda llegar basta él!"
Entonces se dió cuenta el caballero de que le
faltnba su espada, y espoleó su caballo para recorrer la llanura, sobre la que
empezaba a oscurecer. Allí buscó un arma sólida y de buen filo para matar a su
enemigo. Caía la noche, y le pareció a Ruslán ver ante él una colina en
movimiento. Sintió en el pecho irás valor que nunca, y se acercó para desafiar
el peligro que se avecinaba. Pero su fiel caballo, sobrecogido de terror, se
ancabritaba con las crines erizadas, negándose a avanzar. Una luna de oro se
alzó entonces en el cielo, y permitió a Ruslán ver, en la suave vertiente de la
colina, la cabeza de un monst ruo que, adornada con un casco de plumas, dormía
con sueño profundo. Las plumas proyectaban sus sombras en el suelo, y
tem-blaban movidas por el aliento poderoso del monstruo. Ruslán consiguió hacer
llegar hasta él el caballo; dió una vuelta alrededor del monstruo y le pinchó
una de las narices con la lanza. Las enormes mandíbulas se abrieron, y un
estrepitoso estornudo recorrió todo el llano, originando algo así como un
huracán, que barrió el rampo de batalla y levantó hasta el cielo oscuras nubes
de polvo. De las prominentes cejas y la rizosa barba del gigante salió una
bandada de buhos, que desaparecieron chillando lúgubremente. La inmensa
garganta dejó oír una voz que retumbaba como el trueno: "Ruin visitante
-dijo, que has sido enviado para vejarme! ¡Márchate! La noche cae os. cura
sobre las colinas y los llanos y quiero dormir ¡Adiós!"
Ruslán, desdeñoso, replicó: "¿Quién eres
tú que así mandas a Ruslán?" "¡Vete, atrevido caballero, si no
quieres que te devore de un solo bocado!.' "¡Tranquilízate, fanfarrón!
Pero has de saber que no te tengo miedo y que te desafío!"
Al oír estas palabras el monstruo se
estremeció de rabia. Lan-zando fuego por los ojos y espuma por los labios,
sopló tan furiosa-mente, que el tembloroso corcel de Ruslán retrocedió y al
jinete le costó trabajo dominarlo.
El monstruo movía la cabeza de un lado a otro,
y al ver el apuro del joven, se burlaba de él: "¡Vaya un príncipe! ¡Oh,
caballero sin par! ¿Por qué te alejas? Ten cuidado, no vayas a romperte el
cráneo. ¿O será que sientes el miedo, valiente héroe? Vuelve, te lo ruego, para
que yo vea la fuerza de tu brazo antes de que te estrelle tu caballo".
Ruslán no contestó; pero arrojó su lanza a la maldiciente lengua, con tal
acierto, que la atravesó y la dejó de ese modo clavada a la tierra. Una oleada
de sangre manó de la herida, y el gigante, lleno de angustia y de terror,
sintiéndose preso de tan extraña manera, perdió toda su insolencia. Ruslán,
entonces, acercándose, le dió un golpe tan terrible que resonó en todo el
contorno. La cabeza vaciló y rodó por la colina. En el mismo instante vió
surgir Ruslán una brillante espada, fuerte, de buen filo, que parecía estar
hecha a su medida. La cogió y amenazó con ella a su enemigo. Una voz lastimera
llegó a sus oídos, y su brazo vengador cayó de nuevo, sin herir esta vez.
Sintió el caballero que toda su cólera se derretía como el hielo bajo el
caliente sol de la mañana. Desclavó entonces la lanza y libertó la lengua del
gigante. Éste exclamó: "¡Me has sometido, príncipe! Soy tu esclavo desde
este momento; pero te pido que seas tan magnánimo como valiente. Mi suerte es
muy triste. Hace muchos años corría yo el mundo y era un caballero como tú.
Ninguno podía comparárseme en valor o habilidad. Mi destino hubiera sido feliz
si no fuera por mi hermano más joven, Chernomor, autor de todos mis males y
vergüenza de nuestra raza. Es un enano bastardo, que nació con una barba
monstruosa y que en odiaba mi estatura y mi fuerza. Me odiaba con todo el furor
de su alma maligna. Yo era muy sencillo, aunque de mucha estatura, y él, en
cambio, un raquítico enano. Pero posee toda la sabiduría y la astucia del
demonio, y por su barba tiene el poder de escapar a todo mal. Un día me habló
amistosamente, y me dijo: "Tengo que hacerte una proposición hermano.
Estudiando con empeño mis libros de magia he podido saber que allí, a lo lejos,
más allá t[e las colinas del Este, al lado de un mar apacible, hay una espada escondida
en una cripta secreta. Está escrito que por esa espada hemos de perecer los
dos. Tú, mi valiente hermano, perderás la cabeza, y yo mi barba mágica.
Pensemos en la manera de encontrar la espada y burlar el destino." Yo le
contesté de este modo: "Tu idea no merece ser meditada mucho tiempo.
Saldremos a buscar la espada aunque esté escondida en el fin del mundo."
Arranqué un pino para que me sirviera de bastón, coloqué al enano sobre mis
espaldas y emprendí el viaje hacia las lejanas tierras que están más allá de
las colinas del Este. Todo aconteció como lo había dicho Chernomor. Di un golpe
con mi bastón sobre la cripta secreta, y he aquí que vimos la espada de nuestro
destino brillar ante nosotros. Había concluído nuestra pesquisa; pero allí
empezó nuestra lucha. Ninguno se contentaba con que el otro fuese dueño de la
espada. Nos la disputamos tres días y tres noches y, al fin, el astuto enano
depuso su ira y me habló con dulzura y bondad: "Dejemos nuestras
diferencias, hermano -me dijo-, pues es conveniente que tú y yo vivamos en paz.
En cuanto a la espada, que el destino resuelva esta cuestión. Pega tu oído al
suelo como yo voy a hacerlo, y el primero que oiga la voz de la tierra poseerá
la espada hasta su muerte." Chernomor se tumbó en el suelo, con el rostro
pegado a la tierra, y yo hice lo mismo. En cuanto me vió indefenso, se levantó
y me cortó la cabeza con la espada mágica. Mi cuerpo desapareció entre el polvo
de aquel lejano reino; pero mi cabeza vive, y no podía morir hasta que llegase
el día de mi venganza. Fué traída aquí para defender la espada, que ahora es
tuya. Ve, pues, hijo del destino, y si encuentras a Chernomor en tu camino, sé
tú el ejecutor de mi deseo. Así podré cerrar mis cansados ojos en paz."
La cabeza calló. Ruslán, rendido por sus correrías,
se quedó dormido. Por la mañana se despertó con nuevo vigor y, lanzándose con
la rapidez de una flecha sobre la silla de su corcel, siguió viajando. Así
pasaron los días; las hojas caían de los árboles; el viento tempestuoso silbaba
en los bosques, hasta apagar el canto de los pájaros. Llegó el invierno, pero
el viajero seguía, sin embargo, espoleando su corcel hacia el Norte. Ora un
espíritu maligno le saludaba al pasar, ora una linda bruja, ora un gigante. Las
ninfas, al sentirlo, dejaban el lecho del río, iluminado por la luna, se
balan-ceaban en las ramas de los árboles y le miraban fijamente, para seducirlo
con su belleza. Ruslán, empero, continuaba indiferente su camino. Le parecía
que el aire que silbaba entre los árboles murmu-raba a sus oídos el nombre de
Ludmila.
En el jardín del malvado Chernomor, Ludmila
erraba invisible, sin que la molestase nadie. Veía como en sueños los muros de
Kiev, su noble padre y al hermoso joven Ruslán. Todo el día y toda la noche los
esclavos de Chernomor buscaban a Ludmila por todas partes. Ella se burlaba de
sus perseguidores y entre los árboles de un soto, se quitaba el turbante,
gritando: "¡Aquí! Venid aquí los que buscáis a Ludmila." Pero cuando
ellos corrían, guiados por sus gritos, Ludmila había desaparecido de nuevo. A
veces, encontraban la huella de sus pies en el rocío; en otras ocasiones, el
temblor de una rama, bien despojada de sus frutas, les indicaba que acababa de
pasar por allí la doncella, y más tarde, una alfombra de gotas de agua en la
orilla del río les decía que allí se había arrodillado Ludmila para beber.
Cuando caía la noche, la muchacha se escondía entre las hospitalarias ramas de
un abedul o de un cedro, y dormía hasta la aurora. Al alba se bañaba en un
claro riachuelo.
Chernomor, indignado, pensó en valerse de su
astucia para hacer caer a Ludmila en una trampa. Cuando una mañana buscaba la
joven la fresca sombra de un árbol, oyó que una voz murmuraba:
"¡Ludmila!" Volvióse y vió a su caballero Ruslán, con los labios
pálidos, los ojos hundidos por el dolor y una pierna ensangretada. Gritó
Ludinila: "¡Ruslán! ¡Mi esposo! ¿Qué te ha sucedido?" Y más rápida
que una flecha voló a su lado, llorando y abrazándolo. Pero no había tal
Ruslán. Chernomor lo había suplantado valiéndose de su mágico poder. El
turbante cayó de la cabeza de Ludmila, que apareció ante los ojos del enano.
Este se acercó, diciéndole: "¡Ahora eres mía, Ludmila!" Y el maléfico
Chernomor, al tocarla, la hizo caer en un sueño de encantamiento. Súbitamente,
un cuerno de caza hizo oír su llamada fuerte y clara. Chernomor volvió a
colocar el turbante sobre la cabeza inmóvil de Ludmila, para hacerla invisible,
y salió al encuentro de su enemigo. ¿Quién era el que retaba a Chernomor,
llenando su alma de pánico? ¿Quién, sino el bravo Ruslán, que sediento de
venganza, a las puertas del palacio, hacía sonar su cuerno de caza con
atronadoras notas, mientras su corcel piafaba sobre la nieve? Cuando Ruslán
escuchaba atentamente, para oír la respuesta de Chernomor, le pareció que
recibía un golpe desde el cielo. Levantó los ojos y vió al hechicero volando
alrededor suyo, enarbolando un bastón para pegarle. Ruslán se resguardó tras el
escudo, y se lanzó contra su enemigo. Pero éste voló más alto, y después quiso
bajar tan rápidamente, que no pudo sostenerse en el aire y cayó en la nieve, a
los pies de Ruslán. Éste saltó de su caballo y sujetó por la barba al brujo,
que pedía socorro inútilmente. Al fin, Chernomor golpeó la tierra y voló muy
lejos. Pero Ruslán, cogido de sus barbas, no soltaba la presa, aunque pasaran
sobre bosques vírgenes, elevadas montañas y mares azules. Después de mucho
tiempo, el brujo, ya rendido, exclamó: "¡Oídme, caballero! Vuestro valor
me place, y quiero perdonaros. Sin embargo, tenéis que jurarme..." "¡Calla,
Chernomor! Yo no pacto con el enemigo de Ludmila. Y aunque me lleves hasta la
más alta estrella del cielo, al fin esta espada te quitará la barba y estarás
perdido." El miedo se apoderaba del corazón de Chernomor, que pretendía
desesperada-mente libertar su barba de las manos de Ruslán. Pero éste, vigoroso
caballero, no soltaba su presa. De vez en cuando arrancaba un pelo de plata de
su enemigo, que gruñía de dolor. Durante dos días batallaron en el espacio. Al
tercero, gritó Chernomor: "¡Basta, Ruslán! Mi fuerza me ha abandonado y no
puedo volar más. Me rindo y quedo prisionero tuyo para hacer en todo tu
voluntad como si fuera la mía." Ruslán contestó: "Llévame, entonces,
cerca de Ludmila." Chernomor obedeció. Apenas habían tocado el suelo,
cuando Ruslán, desenvainando la espada mágica, dió tal golpe a la barba del
brujo, que la cortó como un yerbajo. Después le insultó: "¡Traidor,
ladrón! ¿Dónde están ahora tu gloria y tu orgullo?" Entonces ató la
deshonrada barba a su casco, como prueba del propio valor y de la cobardía de
Chernomor. Llamó el caballero a su corcel, que acudió presto, y Ruslán encondió
al enano en una de las alforjas. Subió corriendo hasta las puertas del palacio.
Esclavos y centinelas se inclinaban ante la barba que flotaba como una bandera,
del casco del vencedor. Ruslán recorrió los cuartos del palacio a pasos de
gigante. Llegó, al fin, al jardín encantao, y buscó a Ludmila en el bosque de
laureles, a lo largo de los muros, a la orilla de los lagos, bajo el puente, y
también allí donde las cascadas del río parecían jugar con el sol. Pero no
encontró el menor rastro de la muchacha. El miedo a no hallarla redoblaba su
fuerza separaba enormes rocas con las manos, arrancaba árboles y deshizo el
puente, hasta dejar convertido aquel lugar sonriente en campo de devastación.
Dió entonces con su espada, por casualidad en el turbante colocado sobre la
cabeza de Ludmila, y apareció ésta en el más profundo de los sueños- Ruslán se
arrodilló a su lado y llamó a su mujer muchas veces. Pero Ludmila seguía sumida
en su sueño encantado. Hasta los oídos del joven llegó entonces la voz de Finn
el Sabio: "Ten ánimo, Ruslán. Monta sobre tu caballo y regresa al hogar
con tu esposa. En Kiev se romperá el hechizo que la tiene encantada y todas tus
penas se convertirán en alegrías."
Ruslán tomó en brazos a Ludmila y empezó el
camino, con el enano en la alforja. Así .viajaron, atravesando colinas y valles
bajo los dorados rayos del sol y el pálido resplandor de la luna. Sobre el
pecho de su esposo seguía Ludmila durmiendo. Cuando llegó al campo donde la
cortada cabeza del gigante le aguardaba, hizo parar Ruslán su caballo, y
exclamó: "¡Queda en paz! ¡Tus agravios han sido vengados! ¡Aquí, en mi
alforja, está el traidor despojado de su poder y de su barba mágica!" Ruslán
cogió al enano y lo mostró a los atónitos ojos de su hermano. El gigante,
tembloroso y pálido, quiso lanzar el veneno de su ira sobre la cabeza del
brujo, pero, sin fuerzas ya, dejó escapar de su boca una llama mortecina y
cerró los ojos definivamente.
Ruslán cabalgó dos noches y dos días. A la
tercera, el corcel tro-pezaba de cansancio. Tuvieron que detenerse durante
cierto tiempo. Bajo la luz de la luna, Ruslán velaba el sueño de Ludmila. Así
pasó toda la noche. Pero al amanecer, la fatiga le rindió y se quedó dormido.
Sucedió entonces que el atrevido caballero
Farlaf cabalgaba por el bosque, cuando vió con atónita mirada que Ruslán
dormía, indefenso, a los pies de Ludmila. Aconsejado por su mal corazón, cayó
sobre Ruslán y lo atravesó con la espada una y otra vez, después tomó en brazos
a Ludmiua y huyó con ella. De las heridas de Ruslán manaba la sangre de tal
modo que el caballero quedó allí como muerto. Hasta un cuervo se posó sobre su
armadura. Farlaf volvía de prisa a Kiev con su carga, y, cuando vislumbró las
murallas de la ciudad, empezó a gritar triunfalmente: "Farlaf, el campeón,
ha redimido a la princesa, librándola de todo mal." Así cruzó las calles
hasta palacio. El príncipe Vladimiro se hallaba en su trono, rodeado de sus
valerosos hijos pero con el semblante cargado de tristeza. En ese momento
llegaron a sus oídos los clamores del pueblo. Entró Farlaf en la sala del
Consejo con Ludmila en brazos. La tristeza huyó entonces del corazón y del
rostro de Vladiniriro. El príncipe bajó del trono para dar la bienvenida a su
hija, que le era de vuelta. Suavemente, puso sus manos sobre la cabeza de
Ludmila. Pero ésta seguía encerrada entre los herméticos muros del sueño.
Farlaf tomó la palabra, y dijo: "En el
bosque de Murom he encon-trado a esta doncella fascinada por la magia del rey
de la floresta. Reté al rey y libramos un largo combate, tan largo, que por
tres veces el sol y la luna se levantaron sobre nuestras relucientes espadas.
Al fin cayó mi enemigo. Aun permanecía Ludmila inanimada bajo el poder del mago.
La traje así y aún no sé quién podrá despertarla de su sueño. Pero yo la
reclamo para mí, ¿oh, príncipe!, puesto que la he redimido del atroz
cautiverio."
El príncipe hizo depositar a su hija sobre un
lecho de la más suave pluma y llamó a todos los bardos y trovadores de la
Corte, ordenán-doles que arrancaran de las cuerdas de sus laúdes los más
armoniosos acentos. Sonaron tambores y trompetas, y el palacio real quedó
convertido en ensordecedor tumulto, cuyo eco se dejaba oír hasta en las calles
más lejanas de Kiev. Pero Ludmila seguía durmiendo.
Mientras, en los muros de la ciudad se
encendió una hoguera a modo de faro. Desde su torre, el centinela percibió las
tiendas de campaña de los enemigos de Kiev. Veíanse filas y más filas de
espadas y escudos relucientes, y caballeros armados galopaban de acá para allá.
De Este a Oeste cundió la alarma, porque el antiguo enemigo de Kiev estaba a
las puertas de la ciudad.
Más allá de las montañas distantes, allí donde
las estepas de Rusia parecen descansar y calentarse al sol, en un lugar donde
ni siquiera las más poderosas brujas se atreven a llegar, dos claros riachuelos
corren por un valle encantado. El uno lleva las aguas de la vida y el otro las
de la muerte. Los céfiros no juegan entre las ramas del bosque vecino. No hay
pájaro que llame a su pareja, ni ciervo que curve su brillante pescuezo para
beber. Dos sombras nada más vigilan las sagradas aguas.
A ese lugar llegóse Finn el Sabio, con un
frasco en cada mano. Las sombres huyeron ante la aparición del que tenía poder
sobre ellas. Llenó un frasco con el agua de la vida y el otro con el agua de la
muerte, y desapareció, para trasladarse en seguida al' lado de Ruslán. Lavó las
heridas del caballero con el agua de la muerte, y todo su cuerpo se animó y
quedó intacto. Luego lo frotó con el agua de la vida, y saltó Ruslán sobre sus
pies, sintiendo que su sangre corría más rápida en sus venas y que todo lo
sucedido parecía una pesadilla.
Miró en derredor suyo, y, al no ver a Ludmila,
quiso salir en su busca por el desierto. Pero el buen Finn le sujetó y no le
dejó marchar. "Hijo mío -le dijo, tu destino está cumplido. De aquí en
adelante la alegría coronará todos tus instantes. En Kiev, cuando hayas vencido
al enemigo que sitia sus muros, sólo has de tocar la frente de Ludinila con
este anillo, y así se verá libre del encanto del brujo. Adiós, y que la paz sea
contigo, pues Finn no volverá a verte." Y el sabio desapareció entre una
nube de humo. Ruslán, sobre su paciente corcel, se puso a galopar hacia su
casa. Una tristeza profunda reinaba sobre la hermosa ciudad de Kiev. La misma
que produciría el vuelo de un halcón sobre el nido de una golondrina. La
ciudad, hambrienta, lamentaba su mala suerte. Y el príncipe Vladimiro, sordo a
esta inquietud, permanecía sentado al lado del féretro de su hija, sin ocuparse
de la desgracia de sus súbditos. Al despuntar el día las hostiles hordas
enemigas surgieron en las cimas de las colinas, invadieron los valles y
atacaron las murallas. Los clarines llamaban a los combatientes, que salían en
busca del enemigo. Pronto se entabló una lucha a muerte, donde se confundían
los gritos de los hombres y los de las bestias. Aquí una lanza atravesaba el
pecho de un soldado, más allá una flecha se cluvaba en el corazón de un hijo de
Kiev, y por otro lado, un caballo pisoteaba al jinete que conducía momentos
antes. El combate estaba en el punto culminante. La victoria no se decidía, sin
embargo. Cuando llegó la noche se suspendió la lucha para que descansasen las
tropas. Con la aurora volvieron a sonar los clarines y en seguida se reanudó la
lucha, espada contra espada, lanza contra lanza, llenándose el aire de los
lamentos de hombres y bestias. Mas, ¡oh maravilla!, apareció en el horizonte un
caballero montado sobre un hermoso caballo y vestido con brillante armadura.
Profirió el grito de guerra, desenvainó su espada y realizó un verdadero
destrozo entre los enemigos de Kiev, que caían ante él como espigas de trigo
ante la hoz. Semejante a una lengua de fuego, atravesó el campo de batalla.
Cuando la barba flotante tropezaba con una cimera, veinte cabezas
ensangren-tadas caían a sus pies, y cuando su brillante espada se acercaba a un
regimiento, éste perecía por completo. Los caballeros de Kiev se reunieron
alrededor suyo, con el espíritu levantado y con nuevas fuerzas para el combate.
Causaron tantas bajas al enemigo, que éste huyó a la desbandada hacia las
colinas, abandonando su gloria en el campo de batalla. Ruslán, entonces, fué
llevado en triunfo por las calles de Kiev y aclamado por el populacho, que
besaba la poderosa espada libertadora. Entró como un trueno por las puertas del
palacio, pero nadie contestaba a sus llamadas. Encontró a Ludmila metida en su
féretro y al príncipe Vladimiro a sus pies, llorando a la infortunada doncella.
Ruslán se acercó a la joven, tocó su frente con el anillo de Finn el Sabio y
Ludmila abrió los ojos, contemplando enternecida a su amor. Chernomor y todas
las penas pasadas le parecieron como una nube que corre sobre la cumbre de un
monte lejano y desaparece pronto. Ruslán apretó a Ludmila contra su pecho, y el
príncipe Vladimiro, llorando de alegría, besó a sus hijos y bendijo su unión.
Farlaf fué a echarse a los pies de Ruslán para
implorar su clemencia, y tan feliz se sentía éste que le perdonó el pecado de
traición.
Se preparó una gran fiesta en el lujoso
comedor de los banquetes. Chernomor, ya redimido, se sentó a la izquierda de
Ruslán y bebió el bermejo vino servido en una copa de plata.
Éste es un viejo cuento, una leyenda de los
días que fueron.
Excelente historia.
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