Dhzan-Fu
era el único leñador que vivía de su oficio. Mientras los otros
hombres del lugar poseían ganados y tierras, Dhzan-Fu se ganaba la
vida cortando leña y vendiéndola después a buen precio. Su madre
vestía túnicas de seda y usaba pulseras de jade. Pero, con el
tiempo, los árboles de la aldea fueron haciéndose más escasos y
los ingresos de Dhzan-Fu menos numerosos.
Un
día decidió marcharse hacia el norte. Se lo comunicó a su madre y
la mujer se echó a llorar.
-Sólo
estaré fuera tres días -la tranquilizó el joven leñador. Las
montañas no están muy lejos y en ellas crecen árboles milenarios.
La
mujer miró en la dirección de las altas cumbres y, en efecto, no le
parecieron tan lejanas. Dhzan-Fu partió con su hacha y las ricas
viandas que su madre le había preparado.
Durante
dos días cortó árboles enormes que un rayo difícilmente hubiese
podido derribar. Pero el árbol más grande lo echó por tierra al
amanecer del tercer día; un coloso de más de mil kilos, que él
transformó en seguida en astillas. Su esfuerzo fue tan grande que,
en cuanto terminó, se dejó caer al lado de la madera.
Entonces
descubrió la presencia de un tigre. Era un animal descomunal, con la
piel completamente blanca. Estaba tan cerca que Dhzan-Fu no pudo
echar mano de su hacha para defenderse.
-Espíritu
de mi padre -suplicó, aterrorizado, el joven, líbrame de esta
fiera.
El
tigre no se movió del sitio. Continuó mirándole con ojos tristes.
Entonces Dhzan-Fu comprendió que no quería atacarle.
-¿Qué
te pasa? ¿Te ocurre algo? -preguntó, más animado.
El
tigre movió la cabeza afirmativamente y extendió su pata
izquierda.
-¿Estás
herido en esa pata? -volvió a preguntar Dhzan-Fu, recuperado ya del
todo.
La
bestia repitió su movimiento de cabeza.
-Está
bien. Acércate. Déjame mirarte esa herida.
Como
había supuesto, el tigre llevaba clavada una espina. Dhzan-Fu se la
arrancó con enorme cuidado. El tigre lanzó un alarido y comenzó a
lamerse una pata. El dolor había desaparecido de sus ojos.
Cuando
Dhzan-Fu contó a su madre lo ocurrido se puso muy contenta, porque
atribuyó todo a la protección de su esposo muerto.
-¡El
tigre no quería atacarme! -volvió a explicar Dhzan-Fu, pero no
insistió por no desilusionar a la vieja.
Poco
a poco se fueron olvidando ambos del incidente del tigre. Pero un día
por la mañana temprano, cuando Dhzan-Fu se disponía a salir a
cortar leña, encontró un ciervo muerto a la puerta de su casa.
-¡Qué
suerte que haya venido a agonizar a nuestra puerta! -exclamó,
alborozada, la madre. Tendremos carne por lo menos para una semana.
-Es
raro que este ciervo haya logrado llegar hasta aquí -dijo Dhzan-Fu,
al tiempo que examinaba unos profundos desgarrones en la piel del
animal. Normalmente los tigres no dejan escapar tan fácilmente a sus
presas.
-Te
lo acabo de decir -le sacó de dudas su madre: Todo es cuestión de
suerte. ¿Para qué devanarse los sesos inútilmente?
Pero
en los días siguientes volvieron a aparecer en su puerta muchos
animales muertos y ya no mentaron más a la suerte. Sabían que todo
era obra del tigre blanco.
-Es
increíble que un animal exprese así su agradecimiento -comentó la
madre.
-¿Acaso
no lo es que un tigre pida ayuda a un hombre? Y, sin embargo, eso es
lo que ocurrió en las montañas del norte. ¿Te acuerdas?
-De
todas formas -volvió a decir la madre, también nosotros estamos
obligados a ser agradecidos, hijo.
Dhzan-Fu
decidió, pues, encontrarse de nuevo con la bestia. Aquella noche no
durmió. Estuvo totalmente pendiente de la puerta. Pero, al romper la
aurora, le venció el sueño y no pudo darle las gracias al tigre
blanco. Apesadumbrado, abrió la puerta y, ¡oh, sorpresa!, en vez de
la caza de todos los días, encontró una doncella desmayada. Era
bellísima, y en su ropa se veían claramente marcadas las huellas de
una zarpa.
-Es
natural que haya perdido el sentido -dijo, comprensiva, la madre. A
cualquiera le ocurriría lo mismo de encontrarse con una fiera.
-¿Te
has fijado? -preguntó Dhzan-Fu. ¡Sus vestidos son tan finos que
sólo pueden pertenecer a una princesa! -su madre asintió. Princesa
o no princesa -continuó diciendo, un buen vaso de vino de arroz la
reanimará. Estoy seguro.
Fuera
se oyó una gran algarabía y Dhzan-Fu miró por la ventana.
Incomprensiblemente, un grupo de soldados había rodeado la casa.
-iRendíos
al punto! -gritó una voz ronca. ¡Sabemos que tenéis ahí encerrada
a la hija del rey! ¡Si le hacéis el menor daño, lo pagaréis con
vuestras vidas!
Los
soldados se quedaron extrañados cuando vieron aparecer a Dhzan-Fu.
-¿En
dónde tienes guardado al tigre? -preguntaron, después de cargarle
de cadenas.
-¿Al
tigre? -el joven leñador no salía de su asombro.
-Sí.
Esa bestia blanca que raptó a la princesa de su palacio y la ha
traído en sus fauces hasta aquí.
Los
soldados registraron la casa, pero no encontraron el menor rastro de
él.
-No
cabe la menor duda -concluyó el aguerrido capitán que los conducía.
Sólo tú puedes ser esa bestia blanca. Por eso tu piel carece de las
rayas negras que tienen todos los tigres.
Dhzan-Fu
lo negó rotundamente. pero nadie le creyó. En la capital del reino
las gentes hacían cola para verle. Le habían encerrado en una jaula
de plata, que después colocaron en el centro del mercado más
importante.
-No
parece tan fiero -decían algunos, pero, desde luego es mejor no
acercarse a él. Con estas fieras nunca se sabe.
Otros
le tiraban irrespetuosamente de los bigotes y después comentaban:
-¡Qué
magia más poderosa poseen estas bestias! Sus bigotes son tan suaves
como los de un hombre cualquiera -y volvían a repetir la operación.
Dhzan-Fu
contó una y mil veces lo que le había ocurrido, pero no fue
suficiente para determinar su inocencia. El juez le condenó a la
horca.
-...
Por tu temeridad al entrar en el palacio del rey y llevarte por la
fuerza a su hija -leyó el alguacil ante la jaula de plata.
A
toda la ciudad le pareció justa semejante decisión. Sólo la
princesa se entristeció, porque se había enamorado de Dhzan-Fu. No
le importaba que fuera un tigre o que poseyera toda la magia del
mundo. Además, ella creía firmemente en su inocencia.
-¿Cómo
podéis pensar una cosa así después del daño que os ha hecho ese
monstruo? -le reprochaban los eunucos. Deberíais alegraros de que,
por fin, se haya hecho justicia.
-Yo
sé que es verdad cuanto dice -replicaba la princesa.
¿No
habéis visto sus ojos? Son claros como el lago Re-Üe. En ellos no
hay lugar para la mentira.
-Si
es así -le respondían con burla, no tenéis por qué preocuparos.
El tigre del que habla volverá a salvarle.
Pero
la princesa no creía en ese milagro y se pasaba los días llorando
desconsoladamente.
-¡Qué
triste es ser princesa! -se quejaba a los sauces de su jardín.
¡Vivir en la misma casa del rey y no poder perdonarle la vida a
aquel a quien se ama!
El
día del ajusticiamiento apareció gris. Un enorme gentío se
congregó en la plaza donde habían levantado la horca. No querían
perderse el espectáculo, porque habían oído decir que cuando un
hombre tigre muere su corazón expulsa un gran diamante.
A
las doce del mediodía el rey se asomó a la ventana de su palacio y
gritó:
-¡Proseguid!
¡Que el cielo sea testigo de nuestra justicia!
Entonces
se oyó un rugido terrible. De todas partes comenzaron a aparecer
tigres. Los capitaneaba un animal sin rayas, completamente blanco; el
mismo que había raptado a la princesa. Las fieras confluyeron en la
plaza y dominaron a los soldados.
-¡Ese
hombre decía la verdad! -proclamó el rey, asombrado. ¿Cómo hemos
podido estar tan ciegos? ¡Que le pongan en libertad inmediatamente!
Agradecido,
Dhzan-Fu abrazó al tigre blanco y toda la ciudad lloró emocionada.
-Si
un hombre demuestra tal ternura por una fiera, ¿qué no hará por
sus semejantes? -se preguntó el rey, y le ofreció ser su sucesor,
casándole con su hija.
La
princesa se opuso a que el tigre blanco abandonara la ciudad. dad. La
bestia aceptó y ése fue su regalo de bodas.
-¿Por
qué le has pedido eso? -le preguntó Dhzan-Fu. ¿No sabes que a los
tigres les gusta la libertad y los espacios amplios?
La
princesa sonrió y sus dientes brillaron como reflejos de sol sobre
el agua.
-¿Tan
pronto lo has olvidado? Le debemos nuestra felicidad. Fue él quien
nos presentó.
Y
a partir de entonces acudían al tigre blanco cuantos querían
casarse. El animal daba su conformidad o expresaba su rechazo con
movimientos de cabeza.
-¿Por
qué no íbamos a fiarnos de él? -preguntaban muchos novios. ¿No
es, acaso, ciego el amor?
0.005.1 anonimo (china) - 049
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