El
señor Wang era muy viejo. Sin embargo, se pasaba todo el día
trabajando, porque era muy pobre. Con enorme esfuerzo plantó
plátanos a lo largo de la orilla del río. Los árboles crecieron
pronto, pero una riada se los llevó a todos. El viejo Wang lloró su
mala suerte.
-Eso
es lo que te pasa por ponerte a cultivar a orillas de un río -se
burlaron de él sus amigos. ¿A quién se le ocurre hacer una cosa
así? Ahora tendrás que esperar hasta la próxima cosecha.
Sin
embargo, a las tres semanas retoñó uno de sus plataneros. El viejo
Wang lo mimó cuanto pudo. Dormía a su lado y espantaba a cuantas
moscas querían posarse en él. De esta forma, el platanero creció
frondoso.
«¡Ojalá
dé mucho fruto! -se decía, esperanzado. Si no, tendré que ponerme
a mendigar.»
Pero
el árbol sólo dio un plátano. Eso sí: Era tan gordo que ni un
hombre podría abarcarlo con sus brazos. Un día, cuando ya estaba
maduro, llegó volando un pavo real. Era hermosísimo y se posó al
lado del plátano. Lo picó tres veces y se abrió como si fuera una
flor.
-¡Cielo
santo! -exclamó el viejo. ¿Estoy soñando o es verdad lo que veo?
Del
plátano salió un niño. Su piel era muy blanca y vestía de
amarillo. Al ver al viejo Wang, le abrazó con ternura y dijo:
-¡Papá,
papá! ¡Tenía tantas ganas de salir a verte! Después, fijándose
en su chepa, le preguntó llorando:
-¿Qué
es lo que tienes en la espalda? ¿Por qué no caminas recto como todo
el mundo?
El
viejo Wang se echó a reír y contestó:
-Mi
pequeño plátano, a los hombres el trabajo se nos acumula en la
espalda. Arrancamos frutos a la tierra, pero cada uno de ellos nos
roba un poco de nuestros cuerpos.
-No
me gusta verte así -replicó el pequeño plátano. Yo trabajaré
para ti y tu espalda volverá a ser recta.
Sin
embargo, el tiempo pasó y la chepa del viejo Wang no se enderezó.
«Tiene
que haber algún remedio -se dijo el pequeño plátano. Saldré a
buscar una medicina para su mal y no regresaré hasta que no la haya
encontrado.»
Así
llegó a un bosque impenetrable. En su centro había un lago
hermosísimo. En él se estaba lavando la cabeza un hada muy bella.
-¿Qué
es lo que quieres? -preguntó, al verle. Si tus intenciones no
hubieran sido buenas, jamás hubieras podido entrar en este bosque.
-Mi
padre tiene una chepa horrible de tanto trabajar y quiero curarle
-respondió el pequeño plátano.
-Vete
al oriente. Allí hay una cueva que guarda un pequeño jarrito de
leche. Dáselo a beber a tu padre, porque puede curar todas las
enfermedades.
Así
lo hizo el pequeño plátano: llegó al oriente y encontró la cueva
con el jarrito de leche. Pero, al regresar a la aldea, se encontró
con un pastor tumbado en el suelo. Estaba llorando y se retorcía
como una culebra.
-¿Qué
te pasa? -le preguntó el pequeño plátano. ¿Por qué lloras de esa
forma?
-Estaba
cuidando las vacas -respondió el pastor, cuando dos de ellas
empezaron a pelearse. Se engancharon por los cuernos y, al ir a
separarlas, una de ellas me atacó y me partió una pierna.
-No
te preocupes -dijo, conmovido, el pequeño plátano. Toma esta leche
y te pondrás bien.
En
efecto, el pastor la bebió y se marchó saltando como un arroyo. El
pequeño plátano tuvo que regresar al bosque del hada. Estaba
sentada sobre una piedra secándose los cabellos.
-¿Ya
está bien tu padre? -preguntó, al verle. Una chepa es algo que afea
mucho.
-No
-respondió el pequeño plátano. Me encontré con un pastor que
tenía la pierna rota y le di a él la leche.
-No
importa -volvió a decir el hada. En una roca de ágata de las
montañas del occidente hay una seta roja. Dásela a comer a tu
padre. También ella tiene el poder de curar todas las enfermedades.
El
pequeño plátano fue a las montañas del occidente y, en efecto,
encontró una seta roja sobre una roca de ágata. Sin embargo, al
regresar junto a su padre, se topó con un leñador. Tenía las
costillas rotas y lloraba como si fuera un niño.
-¿Qué
te ocurre? -preguntó el pequeño plátano. ¿No eres ya muy mayor
para llorar de esa forma?
-Sí,
pero es que no puedo remediarlo -respondió el leñador. Mientras
cortaba leña, me cayó un árbol encima y apenas si puedo respirar.
-No
importa -dijo el pequeño plátano. Toma esta seta y trágatela
entera.
El
leñador se sintió tan bien que en seguida tomó el hacha y reanudó
su trabajo. De nuevo volvió el pequeño plátano al bosque del hada.
Esta vez estaba adornándose los cabellos con flores.
-Ya
sé lo que te ha sucedido -dijo, al verle. Te has encontrado con
alguien enfermo y le has dado la seta roja.
-Así
es -contestó el pequeño plátano. Un leñador se partió todas las
costillas y me dio lástima. Ahora mi padre no podrá enderezar su
chepa.
-No
te preocupes -le consoló el hada-. Aún hay esperanza. En los mares
australes hay una ostra que encierra una gran perla. Házsela tragar
a tu padre, porque también ella, como el jarrito de leche y la seta
roja, puede devolver la salud a cualquier enfermo.
El
pequeño plátano viajó hasta los mares australes y, tras no pocas
dificultades, se hizo con la perla. Pero, cerca ya de su aldea, halló
a una mujer tumbada en el suelo y a un niño llorando a su lado.
-Es
mi madre -dijo el niño.
Se ha quemado todo el cuerpo. Estaba cocinando, cuando de pronto se
le cayó encima un pote de agua hirviendo.
No
llores más -dijo el pequeño plátano. Con esto se curará.
Y,
en efecto, al tragar la perla, recobró el conocimiento y
desaparecieron todas sus quemaduras. Entonces la mujer metió la mano
en una bolsa que llevaba y sacó un hermoso pavo real.
-Acéptalo
como prueba de mi agradecimiento -le suplicó la mujer y se marchó
camino adelante.
El
pequeño plátano fue otra vez en busca del hada, pero no pudo
encontrarla. Llorando, se dirigió a la casa de su padre.
-No
estés triste -le consoló el viejo Wang. Una chepa no es tan
horrorosa como piensas. Lo que hace repulsivos a los hombres es la
maldad.
-Sí
-respondió el pequeño plátano, pero tres veces tuve en mis manos
el remedio y otras tantas lo regalé. Lo único que he conseguido, a
la postre, ha sido este pavo real.
-¿Y
no estás contento? -volvió a decir el viejo Wang. Los pavos reales
son hermosos animales. Especialmente cuando abren su cola.
Como
si hubiera entendido sus palabras, el pavo extendió la cola. Era
hermosísima. El pequeño plátano descubrió en ella la sonrisa del
hada.
-Has
sido un buen muchacho -dijo sin dejar de sonreír. Tienes un corazón
tan tierno que, en verdad. mereces que tu padre sea curado.
Entonces
el pavo real comenzó a picar la chepa del viejo Wang. Su dolor era
tan fuerte que se revolcó por el suelo, como los caballos. Sin
embargo, al cabo de nueve segundos su chepa había desaparecido.
-¡Es
asombroso! -repetía el viejo Wang. Esto se lo debo a tu cariño.
El
pequeño plátano dio las gracias al hada, tocando tres veces el
suelo con la frente. El pavo real se remontó entonces por encima de
las nubes y desapareció para siempre.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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