El
viento de otoño soplaba suavemente sobre las colinas y levantaba una leve
nubecilla de polvo en el camino por donde se había adentrado el bonzo Lu;
estaba cansado de tanto andar y deseaba guarecerse pronto en aquella posada,
que se divisaba a través de los árboles. Lu franqueó el umbral de la casa y dio
un suspiro de alivio cuando se sentó en una esterilla que había junto a la
puerta. Estaba terriblemente fatigado, le dolía todo el cuerpo. Tras él, casi
inmediatamente, entró un joven vestido al modo campesino. Debía ser algún
aldeano de aquellos lugares. Saludó reverentemente al bonzo y le pidió permiso
para sentarse a su lado en la esterilla. El anciano accedió amable-mente, se
apartó un poco y dejó sentar al recién llegado. Pronto el bonzo y el muchacho
entablaron una animada conversación. El aldeano viendo que aquel anciano le
escuchaba con tanta atención empezó a formular sus quejas. No cesaba de decir:
-¡Ahimé!
(ay de mí), triste es mi destino, soy un hombre honrado, pero la suerte no me
favorece nada. Siempre seré un simple cam-pesino.
-Pero
¿de qué te quejas tanto? -le dijo el anciano bonzo-; eres joven, tienes salud,
no eres mal parecido y tu pobreza no es tanta que te veas en la miseria. ¿Todo
esto no te basta para ser feliz?
-No,
honorable bonzo, no me.basta. Considero que un hombre no puede sentirse
satisfecho si no logra prosperar y alcanzar un alto puesto, bien sea en el
ejército o en la administración del imperio. Yo me he esforzado todo cuanto he
podido en estudiar muchas cosas.
Creía
que me iban a ser útiles pero ahora veo que todo ha sido inútil. Nunca seré
más que un pobre aldeano con escasos bienes.
El
muchacho cuando acabó de decir esto se quedó medio dormido. Había trabajado
durante toda la jornada y sus párpados se cerraban casi inconscientemente.
El
muchacho oyó de pronto que el bonzo le decía:
-Creo
que puedo remediar tus males y dar fiel cumplimiento a tus deseos. Veo que
tienes sueño, échate sobre la esterilla, apoya tu cabeza sobre esa almohada
que te ofrezco y alcanzarás lo que tanto deseas.
Lou, tal
era el nombre del aldeano, hizo lo que el bonzo le decía. Apoyó su cabeza sobre
la almohadilla y de pronto le pareció que penetraba dentro de ella. Al cabo de
unos instantes se encontró en su propia casa: tenía la impresión de que todo
acababa de suceder del modo más natural.
Lou se
encontraba en su casa. Le pareció que ya hacía algunos meses que había vuelto a
ella. Sus actividades se desarrollaban como de costumbre, pero un buen día
decidió tomar por esposa a una muchacha del país de Tang-ho. La joven era
hermosísima y Lou tuvo tan buena suerte con las cosechas que pronto empezó a
enrique-cerse. El campesino estaba contento. Vestía ya como un gran señor, su
mujer era hermosa y buena y su hacienda crecía de día en día; pero como siempre
había sido un muchacho estudioso deseaba hacerse un hombre, anhelaba llegar a
ser un dignatario importante de la corte. Estudió con ahínco y se presentó a
un concurso que se había convocado en la ciudad. Salió premiado y alcanzó aquel
puesto, y no contento con ello se presentó también a otro certamen que en
aquellos días tenía lugar en la corte imperial para otorgar el cargo de
subprefecto. Superó brillantemente los exámenes y alcanzó también aquella
colocación.
La
carrera de Lou era vertiginosa. Al cabo de poco tiempo fue nombrado censor, y
luego mayordomo del rey. Continuamente tenía que promulgar edictos. Después
fue nombrado prefecto y enviado a las provincias. Allí, una de sus primeras
preocupaciones fue la de abrir un largo canal. Los habitantes de aquel
territorio agradecidos le erigieron un monumento.
Poco
tiempo después las tribus rebeldes amenazaron el imperio por el oeste. El
emperador empezó a buscar un hombre inteligente, fuerte y valeroso que fuera
capaz de conseguir detener aquella inva-sión. Inmediatamente pensó en Lou y le
nombró gobernador militar de aquella zona. Éste, al frente de un poderoso
ejército, consiguió tras ímprobos esfuerzos rechazar a los rebeldes y anexionar
a su país parte del territorio de los insurrectos con lo que el imperio quedó
engrandecido.
El
emperador celebró los éxitos de Lou colmándole de honores. Le nombró ministro
de Gobernación y Hacienda; pero en ese momento la envidia hizo su aparición.
El primer ministro, temeroso de que el recién llegado llegara a quitarle sus
prerrogativas, no paró de intrigar hasta que consiguió que su rival fuera
desterrado y degradado. Lou fue a parar a una lejana región y sólo conservó
el título de prefecto.
Al cabo
de algunos años, el primer ministro cayó en desgracia y Lou fue llamado otra
vez a la corte. De nuevo fue uno de los hombres más importantes del imperio.
Tanta fama llegó a alcanzar que otra vez la insidiosa envidia de los
cortesanos urdió un complot contra él para aniquilarle. Fue acusado de rebeldía:
se le acusó de haber preparado una insurrección junto con el general en jefe
de una zona fronteriza. El emperador, enfurecido por lo que él creía un abuso
de confianza, ordenó que fuera encarcelado como un vulgar delincuente.
Lou fue
encerrado en una tenebrosa mazmorra. Allí tuvo tiempo sobrado de meditar y de
lamentarse de su trágico destino. «¡Cuánto mejor le habría sido quedarse en sus
tierras como un simple aldeano, alejado de todas las preocupaciones que ahora
le atormentaban!», pensaba el ex ministro.
Los años
fueron pasando, y con el tiempo se descubrieron las argucias de aquellos
cortesanos de alma ruin, y los culpables fueron severamente castigados. El
emperador mandó poner en libertad al ex ministro de Gobernación y Hacienda.
Inmediatamente reclamó de nuevo su presencia en la corte y le colmó otra vez de
honores.
A partir
de este momento la vida para Lou fue placentera y dulce. Nada empañaba su
felicidad, pero era viejo, muy viejo; ochenta veces habían florecido los
árboles en primavera desde que él estaba en el mundo. Lou se daba cuenta de que
su vida se iba apagando lentamente como una llama. Se sentía morir a pesar de
los amorosos cuidados de su esposa y de sus cinco hijos. Los más grandes
médicos del imperio le habían visitado, pero todos sus medicamentos se habían
revelado ineficaces para detener el curso de su fatídica enfermedad.
Había un
pensamiento que día y noche torturaba a Lou y no era precisamente el de su próxima
muerte, sino el pensar si su dilatada vida había sido lo suficiente útil al
emperador y al imperio. Decidió escribir una larga nota al soberano
preguntándoselo. En ella le decía que a la hora de la muerte le seguía
atormentando un pensamiento que a lo largo de toda su vida jamás había dejado
de turbarle.
El
emperador leyó con verdadera emoción aquel mensaje póstumo de su fiel ministro.
Rápidamente redactó una nota de contestación a aquel mensaje y la mandó por
mediación de un alto dignatario a la mansión de Lou. El emperador, con su
propio pincel, le decía a su fiel colaborador que sus desvelos por el Estado
habían sido sumamente útiles y le aseguraba que sus grandes virtudes jamás
serían olvidadas ni por él ni por su pueblo. Finalmente se lamentaba de que
la muerte rondara ya el lecho de su fiel ministro y hacía votos para que
lograra vencer la enfermedad y recuperar la salud. Ésta era la agradecida
respuesta del soberano.
Pero
pese a los buenos deseos del emperador celeste, Lou no pudo restablecerse.
Murió durante la noche de aquel mismo día...
Lou
despertó sobresaltado.
El bonzo
se lo quedó mirando fijamente sin decir nada.
-Maestro,
¿ha sido todo un sueño?
-Sí,
hijo mío. El sueño de la vida.
Ambos
permanecieron unos momentos callados. Luego, el aldeano levantándose hizo una
profunda reverencia al bonzo y dijo:
-Gracias,
honorable maestro. Ahora lo comprendo todo. El camino de la prosperidad está
erizado de dificultades y no pequeñas; la fortuna y la miseria a menudo andan
por el mismo camino. Recor-daré durante toda mi vida tu sublime iección... Te
estoy muy agra-decido.
Se
inclinó de nuevo profundamente repetidas veces, salió de la posada y se alejó
por el polvoriento sendero...
005. anonimo (china)
No hay comentarios:
Publicar un comentario