Wenn Jou-tch'ouen o Wenn, el joven, era un hijo de muy
buena familia, originario del Chèn-si. Tenía tal afición por la música, que
aprovechaba todos los momentos libres para dedicarse a ella y jamás abandonaba
su laúd, ni siquiera cuando había de emprender algún viaje.
En cierta ocasión tuvo que dirigirse a la provincia
vecina de Chan-si y, en el curso de su marcha, pasó a muy corta distancia de un
templo antiguo. Como la tarde estaba ya muy avanzada y no creyó poder llegar
antes de anochecer al pueblo inmediato, decidió detenerse allí para pasar la noche. Después que
hubo dejado su caballo en la parte exterior, entró en el edificio y, con gran
sorpresa por su parte, dióse cuenta de que, aquel lugar, estaba ya ocupado. En
efecto, vio a un taoísta, vestido con el traje propio de su secta, el cual
estaba sentado sobre sus talones, según la costumbre de su religión. A su lado,
y en el suelo, veíase una pequeña cítara con su percutor de bambú y, apoyado en
la pared, el estuche de un laúd, ricamente adornado.
Esos detalles interesaron grandemente a Wenn y,
llevado por su afición, no pudo abstenerse de preguntar al desconocido si
sabía tocar el laúd.
-Bastante mal -contestó el otro-. Por esta razón me
seria muy agradable aprender algo si quisierais hacerme la merced de tocar el
laúd.
Al tiempo que decía estas palabras, sacó el
instrumento del estuche y se lo ofreció.
Wenn lo examinó como conocedor que era de tales
instrumentos. Hizo vibrar las cuerdas y pudo observar que el acorde era admirable.
Feliz en extremo, empezó a tocar una cancioncita que el taoísta escuchó
sonriendo y como si quisiera dar a entender que no habría esperado tal cosa. Y
cuando Wenn hubo terminado, sonrió nuevamente, y dijo:
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Sin embargo, debo confesaros
que no me sería posible consideraros mi maestro.
Algo picado, Wenn le rogó entonces que, a su vez,
diese muestra de su arte. El taoísta tomó el instrumento, lo puso sobre sus
rodillas, y empezó un preludio. Inmediatamente sopló una brisa suave. Continuó
tocando y entonces se vio cómo los pájaros descendían del Cielo y cubrían los
arbustos del patio. Wenn, en el colmo de la sorpresa, quiso aprender de memoria
aquella música extraordinaria, y como no lo lograse la primera vez, rogó a su
compañero que la repitiese, cosa que él hizo de muy buena gana. Aun toco
aquella pieza por tercera vez y Wenn escuchaba con toda su alma, con la mayor
atención. Poco a poco pudo darse cuenta del ritmo y de la melodía. Su benévolo
maestro le hizo tocar aquella pieza musical, corrigiéndole al mismo tiempo las
faltas y enseñándole cuá lera el compás a que debía atenerse.
-Desde luego -añadió-, esta pieza musical no tiene
semejante en este mundo.
A la mañana siguiente Wenn, después de haber dormido apaciblemente,
en compañía del taoísta, se despidió de él, agradeciéndole la lección que,
amablemente, le había dado y prosiguió su viaje.
Al regreso, cuando se hallaba todavía a muchas leguas
de distancia de su casa, Wenn fué sorprendido, al caer la tarde, por una violentísima
tempestad. Cerca del camino pudo divisar una cabaña y, sin pérdida de momento,
se encaminó a ella. Por suerte encontró la puerta entre abierta y, después de
dejar a su caballo al abrigo del viento y de la lluvia, penetró en la primera
estancia. Pudo ver que estaba desocupada, pero un instante después se levantó
una cortina y apareció una jovencita. Apenas tendría dieciocho años y poseía
una gracia verdaderamente sobrenatural. Al levantar la cabeza descubrió al
forastero y, asustada, huyó. Pero, a los pocos instantes, se presento una
anciana para observar cuál había sido el motivo del susto de la jovencita. Wenn le
explicó lo ocurrido, le dio cuenta de su situación y terminó pidiéndole que le
concediese hospitalidad por aquella noche.
-No tengo ningún inconveniente -contestó la anciana-,
pero estamos muy mal de camas. Sin embargo, si queréis, podremos proporcionaros
un poco de paja y os acostaréis en ella.
En tanto que un criadito, que se presentó provisto de
una antorcha, se ocupaba en echar un poco de paja al suelo, Wenn, muy
satisfecho de la acogida, se permitió hacer algunas preguntas a la dueña de la
casa. Ésta le explicó que la jovencita era su sobrina y que se llamaba
Houan-Niang. Wenn era todavía soltero y poseía grandes bienes de fortuna. Y se
dijo que en aquella casa, tan pobre, había encontrado a la mujer soñada. Luego,
dió cuenta de sus impresiones a la anciana y ésta pareció quedar muy apurada.
-Tengo que comunicaros –replicó -que nunca podría dar
mi consentimiento aque se realizase este, proyecto.
-¿Por qué razón?
-Es muy difícil de explicar.
Y se sumió en un mutismo huraño, para salir, casi
inmediata-mente, sin añadir otra palabra.
Despechado, Wenn no quiso tenderse sobre la paja que
estaba algo húmeda. En cambio, pasó la noche sentado y tocando el laúd, para
entretener el tiempo. Y en cuanto disminuyó la intensidad de la lluvia, salió
para continuar su viaje.
Entre sus numerosos amigos contaba con un secretario
del Tribunal llamado Ho, hombre en extremo aficionado a las letras y a las
artes. Una de las primeras visitas que hizo a su regreso fue dedicada a dicho
personaje, pues tenía el mayor interés en hacerle oír la pieza musical que le
enseñara el taoísta.
En efecto, se dirigió a su casa, provisto del laúd y,
mientras tocaba el instrumento, maravillando a su amigo, creyó advertir un ligero
movimiento en la cortina que había en el fondo de la estancia. Un soplo de
brisa la levantó de repente, dejando al descubierto a una jovencita, de rara
belleza, que, muy confusa, se apresuró a emprender la fuga.
Era la hija de Ho, a la que Wenn no había visto
nunca. Llamábase Leang-koung; era una jovencita muy instruida y no carecía de
talento para la poesía. La
música del laúd la había atraído a la sala irresistiblemente.
Wenn, que estaba deseoso de casarse, sintióse
conmovido ante aquel encuentro, y habló a su madre acerca del particular. Tuvo
la satisfacción de ver que la buena señora estaba de acuerdo con él; y se
encargó de visitar a Ho para pedirle la mano de su hija.
Pero Ho era hombre de principios y consideró que un
joven que no tenía profesión alguna, como Wenn, no ofrecía las garantías
suficientes. Por esta razón y, aun sintiéndolo mucho, contestó con una
negativa.
Wenn quedó muy apesadumbrado y resentido, y, a partir
de aquel día, dejó de frecuentar la casa de su amigo.
Pero la jovencita no había oído impunemente aquella
encantadora pieza musical; conmovióse su corazón y, como no la habían puesto al
corriente de lo ocurrido, todos los días esperaba el regreso de aquel músico
tan hábil y no cesaba de pensar en él.
Un día, mientras se paseaba sola por su jardín,
sentóse, final-mente, a la sombra de unos árboles y, bajo una mata, encontró
una hoja de papel. Era un poema titulado: Añoranza de la inútil Primavera
y decía así:
"Mé obsesiona el pesar -revolviendo los mismos
pensamientos - y, de día en día, me consume el amor. -Los melocotones difunden
su perfume embriaga-dor; los sauces evocan una primavera dolorosa- y siempre,
en mi corazón, hay el mismo pesar. -Mi dolor se renueva sin cesar -semejante a
la hierba cortada por la hoz y que renace. -¿Bajo qué cielo vive él ahora? -¿Y
cuántos días y noches habrán de pasar aún? -¿Cuántas primaveras en la montaña?
-¿Cuántos otoños en las desbordadas aguas? -Despiértame de repente el ruido
de la clepsidra. -Quisiera dormir, pero ¿cómo? -Dícese que una noche de
soledad vale por un año. -Me parece que eso es muy poco -y que cada noche es
mucho más larga que un año. -Ved, pues, cómo voy a envejecer."
Leang-koung sintió tanto más la poesía de estos versos
cuanto que los hallaba en estrecha analogía con sus sentimientos. Los leyó en
alta voz, varias veces y, de regreso a su habitación, ocultó aquella hoja de
papel en la cubierta de un libro, que había sobre la mesa. Pocos días
después buscó la poesía y ya no pudo encontrarla. Creyó, por consiguiente, que
el libro debió de abrirse y que el viento se llevó la hoja de papel.
En efecto, había ocurrido así y el padre de la joven,
al pasar por delante de la estancia de ella, encontró, en el suelo, la hoja de
papel. A su vez, leyó el poema y, como es natural, se figuró que su hija era la autora. El ardor de los
sentimientos allí manifestados le disgustó. Arrojó pues, al fuego, aquellos
versos, para él desagradables, y convino que debía casar, cuanto antes, a su
hija.
Dio la casualidad que, pocos días después, recibió la
petición de la mano de su hija por parte del hijo de un alto magistrado de la
ciudad, llamado Liou. Tal petición le produjo el mayor placer. Sin embargo,
ateniéndose a su habitual prudencia, antes de dar su consentimiento quiso ver
y conocer al pretendiente, y así lo manifestó a la persona que le transmitiera
sus deseos.
No se hizo de rogar el joven Liou, pue sacudió
inmediatamente a casa de Ho. Éste quedó muy complacido de su buen aspecto y de
sus maneras elegantes. La conversación fue muy cordial y se prolongó bastante.
Mas llegó el momento en que el joven Liou se despidió.
Y una vez hubo salido de la estancia, Ho, con la mayor sorpresa e indignación,
encontró en el sillón que acababa de dejar desocupado. una carta, de la que se
deducía que el joven tenía otra novia.
Indignóse Ho ante aquella falta de formalidad y de
respeto, y aun se escandalizó de la desvergüenza de que aquel muchacho acababa
de dar muestras. Por esta razón y, a pesar
de su próposito de casar cuanto antes a Leang-koung, se apresuró a contestar a
Liou, valiéndose del intermediario que dió a conocer sus intenciones, que no
comprendía sus deseos de pedir la mano de una joven honesta, cuando llevaba
consigo pruebas de que sostenía relaciones con otra muchacha. Inútil fué que
Liou protestara, alegando que allí había un error y que él no era culpable de
lo que se le acusaba, porque Ho, muy apegado a todo cuanto fuese moralidad y
buenas costumbres, se mostró inflexible.
En el jardín de Ho había unos crisantemos azules de
los que su dueño estaba muy orgulloso, porque tal color y, en tales flores,
equivale casi siempre a un verdadero prodigio. Por esta causa no daba esquejes
ni semillas a nadie. Únicamente su hija había obtenido el permiso de sembrar
algunas semillas en su propia habitación.
Ahora bien, Wenn, al pie de la ventana de su cuarto de
trabajo, tenía un jardincillo, que cultivaba con sus propias manos y también
unos crisantemos, aunque pertenecientes a las variedades corrientes. Por esta
razón quedóse muy asombrado, una mañana, al ver que habían nacido dos
crisantemos con flores de color azul. Se apresuró a bajar al jardín con objeto
de cerciorarse de la realidad de este fenómeno. En el sendero inmediato encontró
una hoja de papel que recogió. Era el mismo poema que encontrara Leang-koung,
en su propio jardín, titulado, como se recordará: Añoranza de la inútil Primavera.
Wenn no podía explicarse el origen de aquel poema, que
le intrigó en extremo. Subió a su cuarto de trabajo, dejó la hoja de papel
sobre la mesa y, luego, en tono ligero, trazó en la parte superior del papel
algunas palabras a guisa de comentario.
Mientras tanto, entre los vecinos y los aficionados a
la floricultura de la población, había circulado el rumor de aquella floración
inesperada. Los curiosos empezaron a acudir al jardín de Wenn. Y aunque sus
relaciones amistosas se habían enfriado bastante, Ho, a quien el acontecimiento
le interesaba mucho más, no pudo contenerse y fué también a visitar el jardín.
Wenn lo recibió con la mayor cortesía y le hizo entrar en el cuarto de
trabajo. La primera cosa que vio el visitante fue la hoja de papel extendida
sobre la mesa. Wenn ,
que había seguido la dirección de su mirada, quiso ocultar con la mano las
líneas escritas por él mismo, y se esforzó en borrarlas, frotando el papel,
porque ello le avergonzaba en presencia de aquel grave personaje.
Mas, por rápido que fuese su gesto, Ho tuvo tiempo de
leer y reconocer los primeros versos del poema. No dudó, pues, de que su hija,
Leang-koung, lo había regalado a Wenn y que, también, sin duda, le dio algunas
semillas de los crisantemos azules. Abrevió, pues, su visita y, enfurecido,
emprendió el camino de regreso a su casa.
Una vez en ella llamó a su esposa, le refirió lo
ocurrido y ambos se pusieron de acuerdo para hacer comparecer a la jovencita a
su presencia. Pero, a todas las preguntas que le hicieron, ella se limitó a
contestar con un torrente de lágrimas. Fue completamente imposible poner en
claro el asunto. Los padres, finalmente, pensaron que si acorralaban demasiado
a su hija tal vez se pondrían en peligro de originar un escándalo mucho mayor.
¿No valdría más consentir en que se casara con el hombre a quien amaba? La
esposa adujo estas razones y Ho, que quería tiernamente a su hija, consintió,
al fin, de todo corazón.
Así, pues, los padres cuidaron de hacer avisar a Wenn,
quien quedó en extremo sorprendido y se sentía muy feliz al notar aquel cambio
inesperado. Y llegó un momento en que fué preciso fijar el día de la boda.
Por la tarde del mismo día en que recibió aquella
buena noticia, Wenn daba una fiesta, en unión de algunos buenos amigos, para celebrar
la floración de los crisantemos azules. Estaban todos muy alegres y la
diversión se prolongó hasta hora avanzada, entre las nubes de incienso y los
acordes del laúd que Wenn tocaba con mayor sentimiento que nunca.
Cuando hubo salido el último invitado y Wenn se retiró
al cuerpo principal de su vivienda, para ir a dormir, el criadito que estaba
encargado del pabellón oyó que el laúd tocaba solo. De momento se figuró que
ello se debería a la diversión de algún criado, pero,muy pronto, pudo darse
cuenta de que aquellos extraños sonidos no eran producidos por una criatura
humana. Fue, pues, a avisar a su amo, quien se apresuró a abandonar el lecho
para darse cuenta por sí mismo de aquel extraño suceso. En efecto, oyó los
sonidos del laúd que seguía tocando. Producía unas notas duras e indebidamente
desligadas entre sí, como los ocurre a los principiantes que aun no son dueños
de su instrumento.
Encendió Wenn una antorcha y, con la mayor rapidez,
entró en el gabinete de trabajo. De una ojeada pudo convencerse de que, allí,
no había nadie. Se llevó el laúd, y así el silencio ya no fue turbado en toda
la noche.
Wenn se figuró que ello se debería a alguna ogresa, de
las que gustan de visitar las moradas humanas. Todas las noches, a apartir de
aquélla, se dedicó a tocar el laúd, pero cuidando de templarlo y de mostrar
los acordes, como hacen los maestros para que aprendan sus discípulos. Luego,
unas noches después, se puso a escuchar a la puerta. Tras de haber
dado así seis o siete lecciones, tuvo la satisfacción de oír aquella piececita
ya tocada de un modo aceptable.
Mientras tanto se celebró el matrimonio. Los nuevos
esposos se refirieron mutuamente los sucesos sorprendentes que precedieron a su
unión, y no tardaron en reconocer que habían sido objeto de una benevolencia
especial, aunque no les fue posible averiguar a quién debían atribuirla.
Leang-koung, fué a escuchar, a su vez, los sonidos del laúd y también observó
que el instrumento tenía un sonido raro. Y, después de prestar atención, dijo:
-No lo toca ninguna ogresa. Ese acento melancólico
revela un alma en pena.
Pero Wenn se mostraba incrédulo.
-En casa de mi padre -añadió la joven- hay un espejo
mágico, que obliga a los fantasmas a hacerse visibles. Mañana mismo lo pediré.
En efecto, al día siguiente, la recién casada hizo
pedir a casa de su padre el espejo en cuestión y, llegada la noche, cuando el
laúd empezó a tocar, marido y mujer penetraron en la estancia. Él empuñaba una
antorcha y la joven el espejo mágico. Entonces se les apareció una forma
femenina, que corría de uno a otro rincón de la estancia, buscando, en vano, un
lugar en que ocultarse.
Wenn se acercó a ella, la examinó y pudo reconocerla.
Era la sobrina de la anciana, en cuya casa recibiera hospitalidad una noche
tempestuosa. Era la jovencita Houan-Niang. Muy conmovido, quiso
interrogarla, pero ella se echó a llorar, exclamando:
-Yo soy la autora de vuestro casamiento. ¿No es ésta
una buena acción? ¿Por qué me atormentáis así?
Wenn rogó a su esposa que retirase el es pejo y luego prometió a la
joven que, si no se marchaba, el espejo sería nuevamente guardado en su
estuche. Entonces ella se tranquilizó, tomó asiento a corta distancia de los
esposos y refirió su historia.
-Soy la hija de un gobernador de provincia y han
transcurrido cien años desde la fecha de mi muerte. En mi primera juventud me
gustaba mucho tocar el laúd y la cítara. Llegué a tocar muy bien este último
instrumento, pero cuando llegó la hora de mi muerte, mi madre no había podido
enseñarme bastante bien a tocar el laúd. Lo he sentido mucho en el País de
las Fuentes Subterráneas. Cuando tuve el honor de llamar vuestra atención, os
había ya oído tocar una tonada maravillosa y mi corazón se sentía atraído por
vos, pero mi condición de alma desencarnada no me permitía convertirme, como
hubiese deseado, en vuestra servidora. Entonces resolví procuraros un
matrimonio feliz para recompensar los buenos sentimientos que demostrasteis
sentir por mí. La carta que se encontró en el sillón ocupado por el joven Liou,
el poema de la Añoranza
de la inútil
Primavera... yo hice todo eso. ¿No os parece que he pagado bien a
mi profesor de laúd?
Los recién casados se confundían en expresiones de
gratitud ante su bienhechora, pero ella los interrumpió, diciéndoles:
-Conozco casi por completo las notas de esa pieza
musical, pero no he conseguido adquirir aún el sentimiento y la entonación que
se le ha de dar. ¿Tendríais inconveniente en tocarlo una vez más, para que lo
oiga?
Wenn, muy conmovido, tomó el laúd y, mientras tocaba,
le explicó los matices.
-Ya lo comprendo -dijo ella, sonriente.
Y se puso en pie para retirarse. Pero Leang-koung,
menos impresionada que su marido, la retuvo.
-Yo soy muy aficionada a tocar la cítara -le dijo-.
¿No querríais hacerme el favor de tocar algunas piezas en mi obsequio?
Houan-Niang consintió de buena gana. Y la gama de las
melodías no se parecía en nada a lo que suele oírse en la tierra. Leang-koung
escuchaba marcando el compás con uno de sus pies. Luego quiso aprender la
melodía y Houan-Niang, complaciente, le indicó las notas, una por una, para
que las escribiese.
Mas, al fin, llegó la hora de partir. Marido y mujer
estrecharon sus manos, rogándole que no se marchara, pero ella les contestó con
acento de tristeza:
-Vuestra unión es perfecta y vuestro amor profundo.
Esta es una felicidad prohibida a las víctimas de una muerte prematura. Si la
suerte lo decide así, ya nos encontraremos en otra existencia.
Luego, entrego a Wenn un rollo de tela.
-Aquí está pintado mi retrato -dijo-. Si no olvidáis a
la autora de vuestro matrimonio, colgad este retrato en vuestra estancia. Y
cuando seáis felices quemad un bastoncillo de incienso y tocad ante la imagen
alguna pieza musical con el laúd. La música y el perfume llegarán hasta mí.
Y, dicho esto, partió para no volver.
005. anonimo (china)
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