Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 13 de junio de 2012

Houan-niang


Wenn Jou-tch'ouen o Wenn, el joven, era un hijo de muy buena familia, originario del Chèn-si. Tenía tal afición por la música, que aprovechaba todos los momentos libres para dedicarse a ella y jamás abandonaba su laúd, ni siquiera cuando había de emprender al­gún viaje.
En cierta ocasión tuvo que dirigirse a la provincia vecina de Chan-si y, en el curso de su marcha, pasó a muy corta distancia de un templo antiguo. Como la tarde estaba ya muy avanzada y no creyó poder llegar antes de anochecer al pueblo inmediato, decidió dete­nerse allí para pasar la noche. Después que hubo dejado su caballo en la parte exterior, entró en el edificio y, con gran sorpresa por su parte, dióse cuenta de que, aquel lugar, estaba ya ocupado. En efecto, vio a un taoís­ta, vestido con el traje propio de su secta, el cual estaba sentado sobre sus talones, según la costumbre de su religión. A su lado, y en el suelo, veíase una pequeña cítara con su percutor de bambú y, apoyado en la pared, el estuche de un laúd, ricamente adornado.
Esos detalles interesaron grandemente a Wenn y, llevado por su afición, no pudo abs­tenerse de preguntar al desconocido si sabía tocar el laúd.
-Bastante mal -contestó el otro-. Por esta razón me seria muy agradable aprender algo si quisierais hacerme la merced de to­car el laúd.
Al tiempo que decía estas palabras, sacó el instrumento del estuche y se lo ofreció.
Wenn lo examinó como conocedor que era de tales instrumentos. Hizo vibrar las cuer­das y pudo observar que el acorde era admi­rable. Feliz en extremo, empezó a tocar una cancioncita que el taoísta escuchó sonriendo y como si quisiera dar a entender que no ha­bría esperado tal cosa. Y cuando Wenn hubo terminado, sonrió nuevamente, y dijo:
—¡Muy bien! ¡Muy bien! Sin embargo, debo confesaros que no me sería posible con­sideraros mi maestro.
Algo picado, Wenn le rogó entonces que, a su vez, diese muestra de su arte. El taoísta tomó el instrumento, lo puso sobre sus rodi­llas, y empezó un preludio. Inmediatamente sopló una brisa suave. Continuó tocando y entonces se vio cómo los pájaros descendían del Cielo y cubrían los arbustos del patio. Wenn, en el colmo de la sorpresa, quiso aprender de memoria aquella música extraor­dinaria, y como no lo lograse la primera vez, rogó a su compañero que la repitiese, cosa que él hizo de muy buena gana. Aun toco aquella pieza por tercera vez y Wenn escu­chaba con toda su alma, con la mayor aten­ción. Poco a poco pudo darse cuenta del ritmo y de la melodía. Su benévolo maestro le hizo tocar aquella pieza musical, corrigiéndole al mismo tiempo las faltas y enseñándole cuá lera el compás a que debía atenerse.
-Desde luego -añadió-, esta pieza mu­sical no tiene semejante en este mundo.
A la mañana siguiente Wenn, después de haber dormido apaciblemente, en compañía del taoísta, se despidió de él, agradeciéndole la lección que, amablemente, le había dado y prosiguió su viaje.
Al regreso, cuando se hallaba todavía a muchas leguas de distancia de su casa, Wenn fué sorprendido, al caer la tarde, por una vio­lentísima tempestad. Cerca del camino pudo divisar una cabaña y, sin pérdida de momen­to, se encaminó a ella. Por suerte encontró la puerta entre abierta y, después de dejar a su caballo al abrigo del viento y de la lluvia, pe­netró en la primera estancia. Pudo ver que estaba desocupada, pero un instante después se levantó una cortina y apareció una joven­cita. Apenas tendría dieciocho años y poseía una gracia verdaderamente sobrenatural. Al levantar la cabeza descubrió al forastero y, asustada, huyó. Pero, a los pocos instantes, se presento una anciana para observar cuál había sido el motivo del susto de la jovencita. Wenn le explicó lo ocurrido, le dio cuenta de su situación y terminó pidiéndole que le con­cediese hospitalidad por aquella noche.
-No tengo ningún inconveniente -con­testó la anciana-, pero estamos muy mal de camas. Sin embargo, si queréis, podremos proporcionaros un poco de paja y os acosta­réis en ella.
En tanto que un criadito, que se presentó provisto de una antorcha, se ocupaba en echar un poco de paja al suelo, Wenn, muy satisfecho de la acogida, se permitió hacer algunas preguntas a la dueña de la casa. Ésta le explicó que la jovencita era su sobri­na y que se llamaba Houan-Niang. Wenn era todavía soltero y poseía grandes bienes de fortuna. Y se dijo que en aquella casa, tan pobre, había encontrado a la mujer soñada. Luego, dió cuenta de sus impresiones a la an­ciana y ésta pareció quedar muy apurada.
-Tengo que comunicaros –replicó -que nunca podría dar mi consentimiento aque se realizase este, proyecto.
-¿Por qué razón?
-Es muy difícil de explicar.
Y se sumió en un mutismo huraño, para salir, casi inmediata-mente, sin añadir otra palabra.
Despechado, Wenn no quiso tenderse sobre la paja que estaba algo húmeda. En cambio, pasó la noche sentado y tocando el laúd, para entretener el tiempo. Y en cuanto disminuyó la intensidad de la lluvia, salió para conti­nuar su viaje.
Entre sus numerosos amigos contaba con un secretario del Tribunal llamado Ho, hom­bre en extremo aficionado a las letras y a las artes. Una de las primeras visitas que hizo a su regreso fue dedicada a dicho personaje, pues tenía el mayor interés en hacerle oír la pieza musical que le enseñara el taoísta.
En efecto, se dirigió a su casa, provisto del laúd y, mientras tocaba el instrumento, ma­ravillando a su amigo, creyó advertir un li­gero movimiento en la cortina que había en el fondo de la estancia. Un soplo de brisa la levantó de repente, dejando al descubierto a una jovencita, de rara belleza, que, muy con­fusa, se apresuró a emprender la fuga.
Era la hija de Ho, a la que Wenn no había visto nunca. Llamábase Leang-koung; era una jovencita muy instruida y no carecía de talento para la poesía. La música del laúd la había atraído a la sala irresistiblemente.
Wenn, que estaba deseoso de casarse, sin­tióse conmovido ante aquel encuentro, y ha­bló a su madre acerca del particular. Tuvo la satisfacción de ver que la buena señora estaba de acuerdo con él; y se encargó de vi­sitar a Ho para pedirle la mano de su hija.
Pero Ho era hombre de principios y consi­deró que un joven que no tenía profesión al­guna, como Wenn, no ofrecía las garantías suficientes. Por esta razón y, aun sintiéndolo mucho, contestó con una negativa.
Wenn quedó muy apesadumbrado y resen­tido, y, a partir de aquel día, dejó de frecuen­tar la casa de su amigo.
Pero la jovencita no había oído impune­mente aquella encantadora pieza musical; conmovióse su corazón y, como no la habían puesto al corriente de lo ocurrido, todos los días esperaba el regreso de aquel músico tan hábil y no cesaba de pensar en él.
Un día, mientras se paseaba sola por su jardín, sentóse, final-mente, a la sombra de unos árboles y, bajo una mata, encontró una hoja de papel. Era un poema titulado: Año­ranza de la inútil Primavera y decía así:
"Mé obsesiona el pesar -revolviendo los mismos pensamientos - y, de día en día, me consume el amor. -Los melocotones difun­den su perfume embriaga-dor; los sauces evo­can una primavera dolorosa- y siempre, en mi corazón, hay el mismo pesar. -Mi dolor se renueva sin cesar -semejante a la hier­ba cortada por la hoz y que renace. -¿Bajo qué cielo vive él ahora? -¿Y cuántos días y noches habrán de pasar aún? -¿Cuántas primaveras en la montaña? -¿Cuántos oto­ños en las desbordadas aguas? -Despiérta­me de repente el ruido de la clepsidra. -Qui­siera dormir, pero ¿cómo? -Dícese que una noche de soledad vale por un año. -Me pa­rece que eso es muy poco -y que cada noche es mucho más larga que un año. -Ved, pues, cómo voy a envejecer."
Leang-koung sintió tanto más la poesía de estos versos cuanto que los hallaba en estre­cha analogía con sus sentimientos. Los leyó en alta voz, varias veces y, de regreso a su habitación, ocultó aquella hoja de papel en la cubierta de un libro, que había sobre la mesa. Pocos días después buscó la poesía y ya no pudo encontrarla. Creyó, por consi­guiente, que el libro debió de abrirse y que el viento se llevó la hoja de papel.
En efecto, había ocurrido así y el padre de la joven, al pasar por delante de la es­tancia de ella, encontró, en el suelo, la hoja de papel. A su vez, leyó el poema y, como es natural, se figuró que su hija era la autora. El ardor de los sentimientos allí manifesta­dos le disgustó. Arrojó pues, al fuego, aque­llos versos, para él desagradables, y convino que debía casar, cuanto antes, a su hija.
Dio la casualidad que, pocos días después, recibió la petición de la mano de su hija por parte del hijo de un alto magistrado de la ciudad, llamado Liou. Tal petición le produjo el mayor placer. Sin embargo, ateniéndose a su habitual prudencia, antes de dar su con­sentimiento quiso ver y conocer al preten­diente, y así lo manifestó a la persona que le transmitiera sus deseos.
No se hizo de rogar el joven Liou, pue sacudió inmediatamente a casa de Ho. Éste quedó muy complacido de su buen aspecto y de sus maneras elegantes. La conversación fue muy cordial y se prolongó bastante.
Mas llegó el momento en que el joven Liou se despidió. Y una vez hubo salido de la es­tancia, Ho, con la mayor sorpresa e indigna­ción, encontró en el sillón que acababa de dejar desocupado. una carta, de la que se de­ducía que el joven tenía otra novia.
Indignóse Ho ante aquella falta de forma­lidad y de respeto, y aun se escandalizó de la desvergüenza de que aquel muchacho acababa de dar muestras. Por esta razón y, a     pesar de su próposito de casar cuanto antes a Leang-koung, se apresuró a contestar a Liou, valiéndose del intermediario que dió a conocer sus intenciones, que no comprendía sus deseos de pedir la mano de una joven honesta, cuando llevaba consigo pruebas de que sostenía relaciones con otra muchacha. Inútil fué que Liou protestara, alegando que allí había un error y que él no era culpable de lo que se le acusaba, porque Ho, muy apegado a todo cuanto fuese moralidad y buenas cos­tumbres, se mostró inflexible.
En el jardín de Ho había unos crisantemos azules de los que su dueño estaba muy orgu­lloso, porque tal color y, en tales flores, equi­vale casi siempre a un verdadero prodigio. Por esta causa no daba esquejes ni semillas a nadie. Únicamente su hija había obtenido el permiso de sembrar algunas semillas en su propia habitación.
Ahora bien, Wenn, al pie de la ventana de su cuarto de trabajo, tenía un jardincillo, que cultivaba con sus propias manos y también unos crisantemos, aunque pertenecientes a las variedades corrientes. Por esta razón que­dóse muy asombrado, una mañana, al ver que habían nacido dos crisantemos con flores de color azul. Se apresuró a bajar al jardín con objeto de cerciorarse de la realidad de este fenómeno. En el sendero inmediato en­contró una hoja de papel que recogió. Era el mismo poema que encontrara Leang-koung, en su propio jardín, titulado, como se recor­dará: Añoranza de la inútil Primavera.
Wenn no podía explicarse el origen de aquel poema, que le intrigó en extremo. Su­bió a su cuarto de trabajo, dejó la hoja de papel sobre la mesa y, luego, en tono ligero, trazó en la parte superior del papel algunas palabras a guisa de comentario.
Mientras tanto, entre los vecinos y los afi­cionados a la floricultura de la población, ha­bía circulado el rumor de aquella floración inesperada. Los curiosos empezaron a acudir al jardín de Wenn. Y aunque sus relaciones amistosas se habían enfriado bastante, Ho, a quien el acontecimiento le interesaba mu­cho más, no pudo contenerse y fué también a visitar el jardín. Wenn lo recibió con la ma­yor cortesía y le hizo entrar en el cuarto de trabajo. La primera cosa que vio el visitante fue la hoja de papel extendida sobre la mesa. Wenn, que había seguido la dirección de su mirada, quiso ocultar con la mano las líneas escritas por él mismo, y se esforzó en borrar­las, frotando el papel, porque ello le avergon­zaba en presencia de aquel grave personaje.
Mas, por rápido que fuese su gesto, Ho tuvo tiempo de leer y reconocer los primeros versos del poema. No dudó, pues, de que su hija, Leang-koung, lo había regalado a Wenn y que, también, sin duda, le dio algunas se­millas de los crisantemos azules. Abrevió, pues, su visita y, enfurecido, emprendió el camino de regreso a su casa.
Una vez en ella llamó a su esposa, le refirió lo ocurrido y ambos se pusieron de acuerdo para hacer comparecer a la jovencita a su presencia. Pero, a todas las preguntas que le hicieron, ella se limitó a contestar con un torrente de lágrimas. Fue completamente im­posible poner en claro el asunto. Los padres, finalmente, pensaron que si acorralaban de­masiado a su hija tal vez se pondrían en pe­ligro de originar un escándalo mucho mayor. ¿No valdría más consentir en que se casara con el hombre a quien amaba? La esposa adu­jo estas razones y Ho, que quería tiernamente a su hija, consintió, al fin, de todo corazón.
Así, pues, los padres cuidaron de hacer avisar a Wenn, quien quedó en extremo sor­prendido y se sentía muy feliz al notar aquel cambio inesperado. Y llegó un momento en que fué preciso fijar el día de la boda.
Por la tarde del mismo día en que recibió aquella buena noticia, Wenn daba una fiesta, en unión de algunos buenos amigos, para ce­lebrar la floración de los crisantemos azules. Estaban todos muy alegres y la diversión se prolongó hasta hora avanzada, entre las nu­bes de incienso y los acordes del laúd que Wenn tocaba con mayor sentimiento que nunca.
Cuando hubo salido el último invitado y Wenn se retiró al cuerpo principal de su vi­vienda, para ir a dormir, el criadito que es­taba encargado del pabellón oyó que el laúd tocaba solo. De momento se figuró que ello se debería a la diversión de algún criado, pero,muy pronto, pudo darse cuenta de que aque­llos extraños sonidos no eran producidos por una criatura humana. Fue, pues, a avisar a su amo, quien se apresuró a abandonar el lecho para darse cuenta por sí mismo de aquel extraño suceso. En efecto, oyó los sonidos del laúd que seguía tocando. Producía unas notas duras e indebidamente desligadas entre sí, como los ocurre a los principiantes que aun no son dueños de su instrumento.
Encendió Wenn una antorcha y, con la ma­yor rapidez, entró en el gabinete de trabajo. De una ojeada pudo convencerse de que, allí, no había nadie. Se llevó el laúd, y así el si­lencio ya no fue turbado en toda la noche.
Wenn se figuró que ello se debería a alguna ogresa, de las que gustan de visitar las mo­radas humanas. Todas las noches, a apartir de aquélla, se dedicó a tocar el laúd, pero cui­dando de templarlo y de mostrar los acordes, como hacen los maestros para que aprendan sus discípulos. Luego, unas noches después, se puso a escuchar a la puerta. Tras de haber dado así seis o siete lecciones, tuvo la satis­facción de oír aquella piececita ya tocada de un modo aceptable.
Mientras tanto se celebró el matrimonio. Los nuevos esposos se refirieron mutuamente los sucesos sorprendentes que precedieron a su unión, y no tardaron en reconocer que habían sido objeto de una benevolencia especial, aunque no les fue posible averiguar a quién debían atribuirla. Leang-koung, fué a escu­char, a su vez, los sonidos del laúd y también observó que el instrumento tenía un sonido raro. Y, después de prestar atención, dijo:
-No lo toca ninguna ogresa. Ese acento melancólico revela un alma en pena.
Pero Wenn se mostraba incrédulo.
-En casa de mi padre -añadió la jo­ven- hay un espejo mágico, que obliga a los fantasmas a hacerse visibles. Mañana mismo lo pediré.
En efecto, al día siguiente, la recién casada hizo pedir a casa de su padre el espejo en cuestión y, llegada la noche, cuando el laúd empezó a tocar, marido y mujer penetraron en la estancia. Él empuñaba una antorcha y la joven el espejo mágico. Entonces se les apareció una forma femenina, que corría de uno a otro rincón de la estancia, buscando, en vano, un lugar en que ocultarse.
Wenn se acercó a ella, la examinó y pudo reconocerla. Era la sobrina de la anciana, en cuya casa recibiera hospitalidad una no­che tempestuosa. Era la jovencita Houan-Niang. Muy conmovido, quiso interrogarla, pero ella se echó a llorar, exclamando:
-Yo soy la autora de vuestro casamiento. ¿No es ésta una buena acción? ¿Por qué me atormentáis así?
Wenn rogó a su esposa que retirase el es­pejo y luego prometió a la joven que, si no se marchaba, el espejo sería nuevamente guardado en su estuche. Entonces ella se tranquilizó, tomó asiento a corta distancia de los esposos y refirió su historia.
-Soy la hija de un gobernador de provin­cia y han transcurrido cien años desde la fe­cha de mi muerte. En mi primera juventud me gustaba mucho tocar el laúd y la cítara. Llegué a tocar muy bien este último instru­mento, pero cuando llegó la hora de mi muer­te, mi madre no había podido enseñarme bas­tante bien a tocar el laúd. Lo he sentido mu­cho en el País de las Fuentes Subterráneas. Cuando tuve el honor de llamar vuestra aten­ción, os había ya oído tocar una tonada mara­villosa y mi corazón se sentía atraído por vos, pero mi condición de alma desencarnada no me permitía convertirme, como hubiese deseado, en vuestra servidora. Entonces re­solví procuraros un matrimonio feliz para recompensar los buenos sentimientos que de­mostrasteis sentir por mí. La carta que se encontró en el sillón ocupado por el joven Liou, el poema de la Añoranza de la inútil Primavera... yo hice todo eso. ¿No os parece que he pagado bien a mi profesor de laúd?
Los recién casados se confundían en ex­presiones de gratitud ante su bienhechora, pero ella los interrumpió, diciéndoles:
-Conozco casi por completo las notas de esa pieza musical, pero no he conseguido ad­quirir aún el sentimiento y la entonación que se le ha de dar. ¿Tendríais inconveniente en tocarlo una vez más, para que lo oiga?
Wenn, muy conmovido, tomó el laúd y, mientras tocaba, le explicó los matices.
-Ya lo comprendo -dijo ella, sonriente.
Y se puso en pie para retirarse. Pero Leang-koung, menos impresionada que su marido, la retuvo.
-Yo soy muy aficionada a tocar la cítara -le dijo-. ¿No querríais hacerme el favor de tocar algunas piezas en mi obsequio?
Houan-Niang consintió de buena gana. Y la gama de las melodías no se parecía en nada a lo que suele oírse en la tierra. Leang-koung escuchaba marcando el compás con uno de sus pies. Luego quiso aprender la melodía y Houan-Niang, complaciente, le indicó las no­tas, una por una, para que las escribiese.
Mas, al fin, llegó la hora de partir. Marido y mujer estrecharon sus manos, rogándole que no se marchara, pero ella les contestó con acento de tristeza:
-Vuestra unión es perfecta y vuestro amor profundo. Esta es una felicidad prohi­bida a las víctimas de una muerte prematura. Si la suerte lo decide así, ya nos encontrare­mos en otra existencia.
Luego, entrego a Wenn un rollo de tela.
-Aquí está pintado mi retrato -dijo-. Si no olvidáis a la autora de vuestro matri­monio, colgad este retrato en vuestra estan­cia. Y cuando seáis felices quemad un baston­cillo de incienso y tocad ante la imagen alguna pieza musical con el laúd. La música y el perfume llegarán hasta mí.
Y, dicho esto, partió para no volver.

005. anonimo (china)

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