El joven
cheng a pesar de su juventud era un hombre tenido en gran estima por su
inteligencia y sus virtudes; se había examinado poco ha en la capital de
Tsinanfu y había alcanzado el más alto galardón en sus exámenes. Cheng era muy
apreciado en los altos medios de la capital y frecuentaba a los más altos
personajes del Imperio. Así fue cómo Wen Kiao, la más hermosa doncella del
país, hija del ministro Inkaichan, tuvo ocasión de ver a Cheng, y tan prendada
quedó de él que enfermó de mal de amor; él ministro, que sentía un ciego
cariño por su hija, hizo venir a los médicos más famosos de la región para que
intentaran curar a su hija; todos estuvieron de acuerdo en afirmar que para
aquella enfermedad el mejor remedio era consentir en la boda de la doncella
con Cheng el letrado. Inkaichan no se lo hizo decir dos veces, llamó al joven
letrado y tras haberse enterado del gran amor que éste sentía tam-bién por Wen
Kiao decidió concertar la boda para breve plazo.
La
ceremonia revistió una extraordinaria brillantez. Los más altos dignatarios
del Imperio fueron invitados al gran banquete. Al cabo de pocos días, para
colmar la dicha de los recién casados, Cheng, por orden del celeste emperador,
fue nombrado gobernador de la provincia de Kiangsu.
Los
jóvenes esposos decidieron emprender la marcha casi inmediatamente. No eran
muchos días los que tenía Cheng para posesionarse de su nuevo cargo; ambos,
de común acuerdo, decidieron ir antes a visitar a la anciana madre del
letrado: pensaban rogarle que se dignara acompañarles a su nuevo destino.
Tras
haber conocido a su gentil nuera, la madre se mostró encantada de
acompañarles.
Cheng,
su madre y Wen Kiao habían emprendido ya el viaje hacia Hongtcheou. Los tres
se sentían completamente felices; esperaban llegar aquella misma noche a
Hongtcheou.
El viaje
había sido largo y pesado. La anciana señora se encon-traba muy fatigada, pero
tenía la secreta esperanza que tras una noche de sueño reparador conseguiría
mejorar. Por desgracia no fue así. Al día siguiente la madre del letrado tuvo
que permanecer en cama y no pudo salir de la posada. Cheng y su esposa trataron
de reanimarla diciéndole que aquello sería una dolencia pasajera, pero la
buena señora movía tristemente la cabeza y les aseguraba que no sería así. Se
sentía muy mal y sabía que su enfermedad no sería cosa de pocos días. Cuando habían
transcurrido dos lunas le dijo a Cheng:
-Hijo
mío, mucho te agradezco tus desvelos, pero tienes una misión que cumplir y
debes posesionarte de tu cargo el día previsto; mañana mismo tienes que
reanudar el viaje con tu esposa; a mí déjame aquí y cuando puedas ven a
buscarme.
Cheng y
su esposa sentían verdadera pena de tener que dejar sola a la honorable anciana,
pero ambos comprendían que no podían hacer otra cosa.
Cheng
había logrado contratar una embarcación para proseguir su viaje. El capitán del
barco era un tal Liu, un hombre inteligente y perverso. Cheng no lo conocía de
nada e ignoraba por tanto con qué clase de hombre acababa de ultimar un trato.
Al volver hacia la posada, el letrado vio venir hacia él a un viejo pescador;
llevaba una hermosa cesta de peces y una preciosa carpa en la mano.
-Buen
hombre, ¿quieres venderme esta preciosa carpa que llevas en la mano? Tengo a mi
madre muy enferma; tal vez este suculento alimento logrará reanimarla.
-¡Oh sí,
señor! Con mucho gusto. Acabo de pescarla ahora mismo; si me das un buen puñado
de sapeques tuya es.
Cheng le
dio al pescador los sapeques que éste le pedía, y muy contento prosiguió el
camino con su nueva compra en la mano; mas de pronto al mirar la carpa le
pareció distinguir en ella algo extraordinario, el cuerpo de aquel pez
resplandecía como una ascua de oro; el letrado mudo de admiración decidió
entonces devolverle su libertad y de nuevo lo echó en las aguas del río. Al
llegar a la posada fue inmediatamente a visitar a su anciana madre y le contó
todo lo que le había pasado. La honorable señora se limitó a decirle:
-Has
hecho bien, hijo mío, en devolverle la libertad a la carpa. Toda buena acción,
tarde o temprano recibe su recompensa.
Triste
había sido la separación. Cheng y su esposa, cabizbajos, subieron a la
embarcación donde ya les esperaba el perverso Liu. Éste había concebido un
plan verdaderamente diabólico: su ambición era tanta que había decidido
suplantar la personalidad! del letrado. Sabía que nadie conocía al nuevo
gobernador, nada más fácil que matarle a él y a su criado pues, y hacerse
pasar por Cheng el letrado. En cuanto a la esposa ya se ocuparía de ella
también; en cuanto fuera viuda iba a obligarla a casarse con él. Era un plan
perfecto y no podía fallar.
Liu no
esperó ni dos días a cumplir sus malvados propósitos. Al caer la noche, cuando
la negra sombra envolvió con su manto el ancho río, el capitán mató a Cheng y a
su criado y los echó al agua. Luego sin hacer caso de los gritos y llantos de
Wen Kiao le dijo:
-Mañana
mismo serás mi esposa y dentro de tres días tomaré posesión de mi nuevo cargo
de gobernador. Desde ahora el letrado Cheng, soy yo. No lo olvides, pues si no
te pesará.
Tras
decir esto soltó una sarcástica carcajada.
En el
mandarinato de Kiangsu ya tenían un nuevo gobernador. Nadie estaba contento de
él: era un hombre cruel y perverso que a todos desagradatíla, era un verdadero
tirano que hacía sufrir a todo el mundo, pero nadie padecía más que la pobre
Wen Kiao. Su esposa era la primera víctima. El perverso Liu había triunfado.
Una
noche, Wen Kiao tuvo un extraño sueño. Se le apareció un enviado de la diosa
Koan Yin y le anunció que le nacería muy pronto un hijo de su difunto marido,
el buen Cheng; un hijo que llegaría a ser tan famoso que su nombre sería
conocido y amado hasta el último rincón del Imperio. Antes de esfumarse entre
las tinieblas el mensajero celeste le hizo aún una recomendación:
-Wen
Kiao, hija de Inkaichan, ten mucho cuidado. Preserva a tu hijo de las iras del
malvado Liu.
Las
predicciones del mensajero celeste de la Estrella del Sur se cumplieron. El
hijo de Wen Kiao fue el niño más precioso que jamás se hubiera podido soñar.
La pobre madre, tan pronto como tuvo a su hijo entre los brazos, pensó en
todo lo que le había dicho el enviado de los dioses y tomó una terrible
decisión. Sí, iba a ser aquella la única solución. Si quería que el terrible
Liu no le matara tendría que abandonar al niño, pero ¿cómo? Estuvo pensando
unos momentos.
Por fin
decidió lo que tenía que hacer. Arropó bien al niño y se dirigió hacia la
orilla del río Azul. Una vez allí, llorando desconsolada-mente, besó al niño
repetidas veces; luego con gran decisión se mordió un dedo y con un estilete
escribió en una tablilla con su propia sangre la trágica historia del pequeñín
sin omitir ningún detalle. Luego hizo un ligero rasguño al chiquitín en un
dedo del pie para lograr reconocerle si alguna vez se presentaba la ocasión.
Tras haber hecho esto cogió una tabla, que venía flotando suavemente sobre las
quietas aguas del río, ató al niño encima y le abandonó a merced de la
corriente, rogando a los dioses se dignaran proteger a su hijo, del que tan
extraordinarios hechos le habían augurado. La pobre madre no abandonó aquel
lugar hasta que la frágil madera y su dulce carga se hubieron perdido en el
horizonte, confundiéndose con el pálido azul del cielo... Entonces volvió a
llorar...
Changlo,
uno de los bonzos más sabios del templo de Kinchan, que se alza en un islote
del río Azul, se vio de repente interrumpido en sus meditaciones por el agudo
llanto de un recién nacido. Lleno de curiosidad y muy extrañado se dirigió
hacia la orilla del río; de allí le parecía que procedía aquel vagido. El buen
bonzo se quedó mudo de sorpresa al ver que en la misma orillita del río las
aguas habían depositado un frágil madero sobre el que venía atado un hermoso
chiquitín que lloraba desesperadamente. Changlo desató rápidamente al
pequeñuelo y sonriente dijo para sí: «Bien venido a Kinchan, hijo mío. Te
llamaremos Kian Gliu.»
Changlo
era respetado por todos los demás miembros de la comunidad; sus decisiones
nadie se habría atrevido jamás a revo-carlas. El niño se decidió que sería
criado y educado en el templo para que luego pasara a su vez a ser un servidor
de Buda, es decir, un bonzo.
Kian
Gliu gozaba de todos los privilegios en el templo, los manjares más delicados
le eran ofrecidos y Changlo cuidaba personalmente de su educación.
Pasaron
los años. Kian Gliu se convirtió muy pronto en uno de los bonzos más sabios y
respetados de la comunidad a pesar de su extremada juventud. A los dieciocho
años era ya bonzo.
Cierto
día, Kian Gliu sostuvo una violenta disputa con otro bonzo. La discusión llegó
a tales extremos que furioso el otro le llamó «hijo de nadie».
Kian
Gliu, herido en lo más profundo de su corazón, fue entonces en busca de su
protector el sabio Changlo.
-Hijo
mío, ¿qué te ocurre para que tu semblante esté tan triste? -le preguntó el
buen bonzo.
-¡Oh
honorable Changlo! ¡Si supieras lo que me ha ocurrido! Me han llamado «hijo de
nadie» y no he podido contestarle nada a mi ofensor, porque en realidad eso
es lo que soy.
-No.
Kian Gliu, no. Hora es ya de que te revele tu pasado. Cuando te encontré hace
dieciocho años en la orilla del Gran Río, entre tus pañales había una tablilla
escrita con sangre de tu madre. En ella hallarás relatada la historia de tu
vida. Tómala. ¡Léela! Vas a saberlo todo:
Kian
Gliu está profundamente emocionado. Ni una palabra acierta a salir de su boca.
-Hijo,
ha llegado el momento de restablecer la justicia -le dice el bonzo.
-Sí,
honorable Changlo. Mañana mismo partiré como un bonzo mendicante y no pararé
hasta conseguir llegar a la provincia de Kiangsu donde mora mi buena madre.
Mucho
lleva andado el bonzo mendicante, poco le falta para llegar al punto de su
destino; no muy lejos se distingue ya la silueta de las primeras casas de la
ciudad, de aquella ciudad en la que vive su madre, la esposa del hoy prefecto
Cheng (Liu en realidad).
Kian
Gliu se las arregló pronto para poder darse a conocer a su madre. La alegría
de Wen Kiao fue indescriptible. Su hijo le estaba enseñando la carta que ella,
dieciocho años antes, había escrito con su propia sangre, y además le mostraba
también los pañales con que ella misma le había envuelto. La buena madre no
sabía si reír o llorar de alegría. Ambos, madre e hijo, acordaron volver a
verse en el monasterio de Kinchan. Para ello Wen Kiao ideó una estratagema. Le
dijo a su marido, el perverso Liu, que cuando era aún una jovencita había hecho
voto de ir al templo de Kinchan, pero nunca había podido llegar a cumplirlo.
Ahora, después de tantos años, deseaba vivamente poder dar cumplimiento a la
promesa que le había hecho a Buda años ha. Liu, ante aquellas razones, decidió
dejarla ir: no quería atraerse complicaciones. No le gustaba que su mujer
estuviera en deuda con el dios.
Wen Kiao
montó en un bonito palanquín y con varias de sus sirvientas emprendió un buen
día el camino hacia el monasterio de Kinchan; ardía en deseos de volver a ver
a su querido hijo, que tanto le recordaba a su difunto y buen marido.
Wen Kiao
pudo de nuevo ver a su hijo, y esta vez libremente, sin ningún temor, pudo
desarrollarse la entrevista entre aquellos dos seres unidos por tan tiernos
lazos.
Wen Kiao
estaba ya firmemente convencida de que aquel gallardo bonzo era su hijo, pero
para mayor seguridad le dijo de pronto:
-Querido
hijo, ya sé que eres mi hijo bienamado, pero desearía ver aún la última prueba:
muéstrame el dedo gordo de tu pie derecho.
El bonzo
así lo hizo, y Wen Kiao con gran satisfacción pudo com-probar que efectivamente
aparecía en él la señal del rasguño que ella misma le había hecho en aquel
dedo el día en que le abandonó en las aguas del río.
-Hijo
mío, qué alegría es para mí haberte encontrado de nuevo con vida. Ahora mismo
te diré cuáles son tus primeros deberes. Para empezar tendrás que ir a
Hongtcheou, donde ¡ojalá! esté aún con vida tu abuela. Búscala en la posada de
«Las Diez Mil Flores». Después irás a Tsinanfu y le entregarás a mi padre, el
ministro Inkaichan, si es que gracias a Buda se conserva todavía con vida, esta
carta que ahora mismo voy a darte. En ella le informo de todo lo sucedido y le
ruego que se haga justicia a mi querido Cheng y que Liu sea castigado cómo se
merece. Toma, hijo mío. £sta es la carta y éste es un palillo de incienso que
deseo le entregues a tu honorable abuela. Ponte pronto en camino, hijo, porque
los días de la madrecita están contados. Muchos son los años que debe tener;
dudo que logres hallarla con vida.
Hace ya
casi un mes que Kian Gliu emprendió el viaje que su querida madre le ordenó.
Poco le falta para llegar a Hongtcheou.
El joven
bonzo mendicante al entrar en la ciudad se dirige directamente hacia la bonita
posada de «Las Diez Mil Flores», e interroga inmediatamente al dueño de la
posada.
-Venerable
bonzo, cuánto siento no poder darte ninguna noticia agradable. Tu honorable
abuela se quedó ciega y sin dinero y tuvo que marcharse de la posada. Creo que
vive en una cabaña cerca de la ciudad.
El joven
bonzo ha palidecido, se despide a toda prisa del posadero e inmediatamente se
dirige hacia el lugar donde le han indicado. Sus ojos se llenan de lágrimas al
descubrir aquella miserable cabaña, donde una viejecita acurrucada en el umbral
de la puerta alarga tímidamente la mano pidiendo limosna. Kian Gliu corre
hacia ella y se prosterna varias veces diciendo:
-Honorable
abuela, gracias sean dadas a Buda que al fin me ha permitido hallarte.
Rápidamente
le cuenta todo lo que ha pasado y luego pasa el bastoncito de incienso, que le
dio su madre antes de partir, sobre los ojos cansados de la anciana, que
inmediatamente vuelve a recuperar la vista. Indescriptible es la alegría de
ambos ante aquel prodigio.
-¡Ay,
hijo mío! Cuánto lamento no haber confiado lo bastante en tu buen padre a quien
yo creía vivo e ingrato, cuando en realidad estaba muerto.
El buen
Kian Gliu se apresura entonces a llevar de nuevo a su abuela a la posada de
«Las Diez Mil Flores» y paga lo que piden para que sigan atendiendo a su
abuela según se debe a su categoría.
Kian
Gliu sigue andando. Desea llegar cuanto antes al palacio de su abuelo, el
ministro Inkaichan.
Tan
pronto como el joven se ve en la capital se dirige al palacio de su abuelo. El
ministro, enterado de que el joven desea hablarle en privado para comunicarle
un asunto de grave importancia, le recibe inmediatamente. Su alegría por ver a
su nieto sólo es superada por la injusta indignación al enterarse del
perverso comportamiento del capitán Liu. Inmediatamente le promete a su nieto
que se hará justicia.
El
emperador Tang Tai Tsong, enterado por su ministro de los hechos, decide
castigar como se merece a aquel malvado. Da orden de que sea decapitado junto
al río Hongkiang, en el mismo lugar donde fue asesinado el letrado Cheng.
El
perverso Liu está ya junto al río Hongkiang. Inkaichan en persona le ha
apresado. Su cabeza cae pesadamente en el agua; el verdugo acaba de cumplir su
cometido. De pronto, ¿qué es lo que ocurre? Las aguas parecen moverse
extrañamente y cegadores reflejos acompañan aquel movimiento. Una espesa
neblina parece formarse sobre las turbulentas aguas, una bruma que poco a poco
se va convirtiendo en un cuerpo humano, en un ser joven y apuesto. ¡Es el
letrado Cheng! Padre, madre, hijo y suegro viven los instantes más felices de
su vida.
Pero
¿qué era lo que podía haber ocurrido para que Cheng lograra recuperar su
cuerpo? Cheng les cuenta entonces el gran prodigio. Aquella luminosa carpa,
que él magnánimamente devolvió a su elemento, era el dios del río. Por
equivocación cayó en las redes de aquel viejo pescador y sólo gracias a Cheng
logró salvar la vida. Poco después enterado Su Majestad de que aquel joven que
le había salvado la vida había sido vilmente asesinado, y arrojado a las aguas
por el criminal Liu, decidió salvarle y nombrarle alto dignatario de su Corte,
y ahora, al ver el desconsuelo de toda la familia de Cheng, tuvo compasión y lo
devolvió a la Tierra para que fuera a reunirse con todos los suyos que tanto
le lloraban.
Por fin
la provincia de Kiangsu tiene su verdadero gobernador, bueno y justo, tras
dieciocho años de soportar al tirano; el auténtico ocupante de aquel alto cargo
ostenta el mando.
Entretanto
Kian Gliu se ha convertido en el bonzo predilecto del emperador, quien le ha
concedido altos cargos. Recibe el nombre de Tang Tseng y será a él a quien
Buda, personalmente, le entregará los libros sagrados destinados al Gran
Imperio.
005. anonimo (china)
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