Lang Yuh-tchou, pertenecía a una familia de
funcionarios, algunos de cuyos individuos alcanzaron puestos bastante elevados;
pero siempre se habían contentado con sus ingresos normales para vivir y no
ahorraron más que una gran cantidad de libros, con los cuales habían llenado
una habitación de vastas proporciones. En cuanto a Yuh-tchou, era un hombre en
extremo original. Como carécia absolutamente de dinero, tuvo que resignarse a
vender todo lo que se hallaba en la casa, excepción hecha de los libros, pues
no se desprendió de uno solo de ellos. Su padre, mientras vivía, escribió un
día el capítulo de la
"Exhortación al estudio", que pegó en la pared, a
la derecha de su sillón.
"No hay ninguna necesidad, para enriquecer tu
casa, de que compres un campo fértil. En los libros encontrarás el grano a
quintales. Tampoco es necesario, para albergar atu esposa, que te construyas
una habitación de alto techo, pues, en los libros, hallarás una estancia
construida con oro. Para casarte no sientas la ausencia de un intermediario,
pues en los libros hallarás una mujer de precioso rostro, como el jade. Si
sales, no debes echar de menos a ningún compañero, porque en los libros
encontrarás coches y caballos magníficos, y muy numerosos. Si quieres que,
durante toda tu vida, se cumpla tu voluntad, lee los libros sagrados al lado
de la ventana."
Lang recitaba todos los días estas frases y aun, con
el temor de que se borrasen sus preciosos caracteres, las cubrió con una gasa
transparente. No pensaba siquiera en crearse una situación por medio del
estudio, pues estaba convencido de que los libros contenían, realmente, gran
abundancia de granos y de oro. De día y de noche se dedicaba a la lectura y a
la escritura, sin reparar ni hacer el menor caso del calor y del frío.
A los veinte años no se había casado aún, porque
siempre esperaba que de sus libros surgiera una mujer de belleza perfecta.
Cuando alguien iba a visitarlo, él, sin preocuparse de averiguar el motivo de
la visita, después de cambiar algunas frases de cortesía, empezaba a recitar,
a pleno pulmón, sus sentencias favoritas y, naturalmente, el visitante, que
creía hallarse en compañía de un loco, se apresuraba a desaparecer.
Cada vez que el gran examinador pasaba por allí, su
primera visita estaba destinada a Lang, que no se dejaba convencer y se negaba
a venderle sus libros.
Cierto día, en que se disponía a entregarse a la
lectura, una ráfaga de viento le arrebató el libro de las manos.
Persiguiéndolo, tropezó en un agujero del suelo, que encontró lleno de heno
podrido. Rebuscó en aquella oquedad y pudo hallar cierta cantidad de grano depositado
muchos años atrás y que, naturalmente, estaba estropeado. Y aunque no habría
podido utilizarlo para nada, Lang creyó que se cumplía la primera sentencia
escrita por su padre y, con mayor encarnizamiento que antes, reanudó sus
lecturas.
Otro día, encaramado en una escalerilla de mano,
buscaba cierto libro en el estante superior de su biblioteca, cuando, entre
los desordenados volúmenes, encontró una pequeña carroza de oro, de un pie de
longitud. Alegre en extremo, reconoció en aquel objeto la cámara de oro y, en
adelante, mostró a todo el mundo el hallazgo que había hecho. Pero entonces
pudo enterarse de que la carroza no era de oro sino, simplemente, de metal dorado,
y Lang deploró el fraude cometido por los constructores de aquel lindo objeto.
Poco después, un antiguo compañero de su padre,
ferviente adorador de Fo[1]
obligado por sus funciones, tuvo que pasar por la ciudad y se apresuró a
visitar a su amigo Lang.
Éste recibió el consejo de que le regalase la pequeña
carroza, para que sirviese de hornacina a su dios; y, en recompensa, el amigo
de su padre le dió trescientas monedas de oro y dos caballos. Eso dio a entender
a Lang que, además de la cámara de oro, había obtenido el coche y los caballos,
y ello, como se comprende, le dio nuevos ánimos para dedicarse, únicamente, a la lectura. Tenía
entonces treinta años; sus amigos le recomendaban que se casara, pero él les
contestaba:
-Mis libros me proporcionarán una esposa de rostro
semejante al jade. ¿Por qué, pues, he de preocuparme de no tenerla todavía?
Pasó dos o tres años más, entregado por completo a la
lectura de sus libros, aunque sin obtener el menor resultado; pero, en cambio,
su manía fué causa de las numerosas burlas de sus amigos y conocidos.
Referíase entonces en el pueblo que había huido una
estrella llamada La
Tejedora. Al gunos amigos, bromeando, dijeron a Lang que, sin
duda, aquella hija del Cielo lo había abandonado en honor suyo. Lang comprendió
que querían reírse a su costa y se abstuvo de contestarles.
Pero, cierta noche, mientras leía los Anales de
los Han y cuando estaba hacia la mitad del octavo volumen, descubrió,
entre las hojas, una diminuta figura femenina, recortada en un pedacito de
gasa. Y, en extremo sorprendido, exclamó :
-¿Será ésta la mujer de rostro de jade que debe
encontrarse entre los libros?
Trastornado, la contempló de cerca. Parecía vivir su
mirada y luego advirtió que en el dorso de la figurita y, en pequeños caracteres,
estaba escrito: "La
Tejedora ".
Estupefacto ante aquella casualidad, pasó algunos días
entre-tenido en guardarla entre las páginas del libro, para sacarla luego y
entregarse a su contemplación. Realmente, Lang estaba medio loco y aquel suceso
trivial le hizo perder el sueño y el apetito. Cierto día en que, como de
costumbre, estaba entregado a su contemplación, la figurilla cobró, de pronto,
corporeidad; sentóse en el libro y le dirigió una leve sonrisa. Asustado, Lang,
se prosternó al lado de la mesa y, al ponerse nuevamente en pie, pudo observar
que la figurilla tenía ya una altura de unos treinta centímetros. Volvió a
saludarla y ella, con la mayor gracia y suavidad, descendió de la mesa, con el
aspecto propio de una linda mujercita. Entonces, Lang le preguntó quién era y
ella, sonriendo, le dijo:
-Mi nombre es Rostro de Jade. Hace ya mucho tiempo que
eres amigo mío y que me miras con ojos afectuosos. Y he llegado a temer que si
yo no me presentaba a ti, tú no serías capaz de encontrarme ni siquiera en mil
años. Adernás, me gusta mucho verte animado de una fe tan inconmovible.
Lleno de alegría, Lang la hizo sentar en un sillón,
pero como había perdido el hábito de tratar a sus semejantes, sólo sabía entregarse
a la lectura y no acertaba, ni pensaba siquiera, en dirigir algunas palabras
amables a su nueva compañera. Esta, enojada, acabó por prohibirle que se
entragase a la lectura, diciéndole:
-Lo único que te impide conducirte conmigo como
hombre delicado y cortés, es tu manía de leer constantemente. Ya habrás observado
que, ningún hombre, deseoso de agradar a una jovencita, está constantemente leyendo
como o haces tú. Por lo tanto, deja los libros en paz, porque, de lo contrario,
me marcharé y no volverás a verme.
Lang obedeció durante unos días, pero luego olvidó su
promesa y el deseo de su compañera y, sin darse cuenta de lo que hacia,
arrastrado por su larga costumbre, volvió a dedicarse a la lectura de sus
autores favor¡itos. Pero, a las pocas horas, buscó a su amada y ya no la pudo
encontrar. Había desaparecido.
Desesperado, se arrodilló para suplicarle que
volviese, pero ella nó se presentó.
Entonces Lang recordó cuál había sido el primer
escondrijo de su amada. Fue en busca del octavo volumen de los Anales de los
Han, lo abrió suavemente y, en efecto, la descubrió en la página habitual.
La llamó, pero la figurita no hizo el menor movimiento. Entonces él se
prosternó, implorando su perdón. Y Rostro de Jade consintió en abandonar su escondrijo.
-Ten en cuenta - le dijo - que si vuelves a
desobedecerme, mi desaparición será definitiva.
La joven le hizo preparar un tablero de ajedrez y,
todas las tardes, jugaba largas partidas con él, pero los pensamientos de Lang
estaban siempre fijos en los libros y, en cuanto su compañera había
desaparecido un instante, se apresuraba a sumirse en la lectura.
Pero, temeroso de que lo sorprendiera, ocultó muy bien
el octavo volumen de los Anales de los Han, entre otros libros, a fin de
que ella no pudiese hallarlo y refugiarse en el lugar acostumbrado.
Cierto día, cuando más entretenido estaba Lang, en una
lectura, se presentó la joven. Él no advirtió, de momento, su presencia, pero
cuando levantó los ojos quiso ocultar el libro, aunque en vano, porque la joven
ya había desaparecido.
Asustado en extremo, la buscó entre vario, libros sin
encontrarla, pero cuando, por fin, registró el octavo volumen de los Anales
de los Han la encontró en la página habitual. Repitió sus súplicas, jurando
que ya no volvería a leer nunca más. Ella consintió en abandonar el libro e
invitó a Lang a jugar una partida de ajedrez, advirtiéndole:
-Si dentro de tres días no me has ganado una partida,
te juro que me iré para no volver.
El tercer día, Lang consiguió arrebatarle dos peones,
en la misma partida. Entonces ella, muy satisfecha, le entregó un laúd, concediéndole
cinco días para aprender una piececita. Con las manos envaradas y los ojos
fijos en las notas, Lang no tenía momento de descanso, pero, al fin consiguió
aprender la melodía, darse cuenta del compás y aun acabó por agradarle.
Entonces la joven consintió en acompañarle a cenar y Lang se sintió tan feliz
que, realmente, llegó a olvidar sus lecturas. Ella, por otra parte, le permitió
salir de la casa. contraer amistades y, así llegó a ser considerado como hombre
excelente y muy amable.
—Ahora - le dijo ella un día- ya eres como los demás.
Pero Lang se había enamorado profundamente de Rostro
de Jade, y persuadido de que ya había logrado conquistar su afecto, le rogó que
consintiera en casarse con él. La hermosa joven no tuvo ningún inconveniente en
acceder a ello y, a la mañana siguiente; contrajeron matrimonio con las
ceremonias y formalidades propias del caso.
Cosa de un año después tuvieron un hijito y, como la
madre no se hallaba en estado de criarlo, tomaron una nodriza para el pequeño.
Cierto día la joven dijo a su esposo:
-Hace ya dos años que vivo contigo y hemos tenido un
hijito, de modo que ya podemos separarnos. Durante mucho tiempo temí ser la
causa de tu desgracia, pero ahora ya es demasiado tarde para lamentar lo ocurrido.
Lang se echó a llorar, dejóse caer de rodillas y
exclamó:
-Si no por mí, ¿es posible que quieras marcharte
abandonando a nuestro hijo?
-Ya veo -le contestó ella- que no tengo más remedio
que quedar-me. Pero es absolutamente necesario que, a cambio de eso disperses
todo lo que se encuentra en los estantes de tu biblioteca.
-Recuerda -objetó Lang- que ésa fué tu vivienda y
que es toda mi vida. ¿Cómo es posible que me pidas tal cosa?
Ella no insistió, pero le dijo:
-Sé perfectannente lo que ha de ocurrir y, por lo
menos, estoy satisfecha de haberte prevenido.
Numerosos parientes y amigos de Lang habían tenido
ocasión de ver a su esposa y sintieron tanto mayor asombro cuanto que ignoraban
en absoluto su origen. Cuando interrogaban a Lang, éste guardaba silencio,
deseoso de no mentir. Pero el rumor de aquel extraño acontecimiento acabó por
difundirse en la población y llegó a oídos del Prefecto, joven licenciado del
Fou-kien. Tal suceso le intrigó sobremanera y quiso conocer, a toda costa, a la
desconocida belleza. Para lograrlo, hizo llamar a Lang y a su esposa, pero en
cuanto ella lo oyó, ocultóse de tal manera que no fué posible encontrarla.
Irritado el Prefecto al ver defraudado su deseo, se
apoderó de Lang, lo hizo desnudar y lo sometió a la tortura, con el fin de
obligarle a que revelase el escondrijo de su esposa. Pero Lang, aunque llegó a
quedar casi moribundo, no pudo descubrir cosa alguna. Igualmente torturaron a
la nodriza, quien refirió lo poco que sabía.
De todo eso dedujo el Prefecto que aquella mujer debía
de ser un demonio hembra y, con el fin de averiguar todo lo posible, se dirigió
a la casa de Lang. Encontró allí tal cantidad de libros que le asustó la idea
de examinarlos uno por uno, y ordenó que formasen un montón con ellos en el
patio de su palacio, para destruirlos por medio del fuego. El humo, en vez de
disiparse, permaneció en aquel luga como sombrío torbellino.
Una vez Lang se vio nuevamente en libertad, obtuvo el
permiso de volver a su casa, donde, aplicándose asiduamente al estudio, estuvo
en situación de recibir aquel mismo año el grado de bachiller. Al año siguiente
era ya licenciado. Pero guardaba en su corazón una cólera inmensa; y
constante-mente, volviéndose hacia el rincón, donde, en otro tiempo, estuvo
Rostro de Jade, rogaba así:
-Si eres un espíritu, ayúdame a ser magistrado en el
Fou-kien.
Y ocurrió que, efectivamente, fue enviado a aquella
provincia, en viaje de inspección. A los tres meses emprendió una investigación,
acerca de las malversaciones que había cometido el Prefecto, y, en cuanto se
hubo convencido de ellas, le hizo confiscar todos sus bienes.
El jefe de la Policía , que era uno de sus primos, habíase
casado con la hermana del culpable y Lang la hizo comprar para conducirla a su
residencia, en calidad de esclava. Y una vez hubo terminado el proceso, presentó
su dimisión volvió a su país natal, en donde, en adelante, sólo se ocupó en la
educación de su hijo.
005. anonimo (china)
[1] Nombre chino de Buda
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