Fan-Kiang-chan
tenía fama de ser el campesino más listo de aquella región. Sin embargo,
nuestro hombre se decía a menudo: «No lo entiendo, tengo fama de ser el hombre
más listo de esta comarca y en cambio me veo obligado a trabajar todo el día
para un amo que apenas me da de comer; me paga sólo con un puñado de arroz, de
la peor calidad, y un par de pimientos picantes al día que al meterlos en la
boca me da la sensación de que van a convertirse en una llama.»
El bueno
de Fan-Kiang-chan pensaba a menudo en estas y otras cosas. Cierto día en que
como de costumbre estaba echando pestes, por tener que comer aquellos pimientos
tan terriblemente picantes, se le ocurrió una idea: se acercaba la época de
picar el arroz, aquello le iba a proporcionar la gran ocasión de su vida. Aquel
rollizo cerdo, que su amo con tanto cuidado había estado engordando durante
todo el año, iba a ser para él a poco que le salieran bien las cosas. Sin
pensarlo ni un momento más se dirigió al encuentro de su amo que en aquel
momento se disponía a ir a dar una vuelta por sus campos.
-Honorable
amo -le dijo Fan Kiang-chan en cuanto le vio-, venía a deciros algo de gran
interés. Se acerca la época de la trilla del arroz y si tengo que picar yo
solo se echarán a perder muchas mieses, es una labor que hay que hacerla a
tiempo. Sería conveniente que alquilarais unos cuantos jornaleros para que me
ayudaran. ¿No os parece?
-¿Que
alquile jornaleros? ¿Qué estás diciendo? ¿Te has vuelto loco? ¿Crees que soy
un potentado para poder permitirme estos lujos?
-«Lo que
sois, bien lo sé yo -se decía Fan Kiang-chan para sus adentros-. No hay hombre
más avaro en todo el país.» -Bueno, mi amo, a vos toca decidir, pero es una
lástima que una cosecha tan magnífica como la de este año se eche a perder por
no descascarillar el arroz lo bastante aprisa; además estoy seguro de que
encontraríais jornaleros que se conformarían sólo con que les dierais una
buena comida. Podríais matar el cerdo y...
-¡Matar
el cerdo, dices! Fan Kiangchan, no sé por qué tienes fama de listo. Hace un
rato que no te oigo decir más que sandeces...
-¡Oh mi
amo, no lo creáis, lo que digo os sería muy conveniente, calculad lo que vale
el cerdo y lo que a cambio obtendríais; no tardaréis en daros cuenta de que os
estoy proponiendo un buen negocio!
-Hum...,
no sé..., no sé. -El rico terrateniente había empezado ya a calcular y estaba
llegando a la conclusión de que tal vez la idea de FanKiang-chan no fuera tan
desacertada a fin de cuentas.
-Está bien,
Fan. Me has convencido. Mata el cerdo tú mismo y mañana alquila por ese precio
a los jornaleros. Cuando los tengas ven a decírmelo que quiero verlos.
-Está
bien, mi amo, así lo haré.
Al día
siguiente Fan Kiang-chan esperó a que el sol estuviera muy alto. A las doce
poco más o menos del mediodía, cuando el sol estaba en su cenit, se encaminó
Fan Kiang-chan hacia la casa de su amo. Éste nada más verle empezó a gritar:
-Eh,
Fan, ¿por qué vienes tan tarde? ¿No me vas a decir que tú y esos hombres habéis
empezado a trabajar ahora?
-¡Oh no,
mi amo! Estamos trillando desde el alba, ahora venía a buscar la olla llena de
carne de cerdo que preparé ayer y de paso venía a avisaros de que si queréis
ver a los jornaleros podéis venir conmigo: ahora estamos trabajando en el campo
del norte, el más lejano.
-Claro
que quiero ir a verlos, Fan. No voy a dar un cerdo sin ver que has cumplido tu
palabra.
Sin
decir nada más, amo y criado se encaminaron hacia el arrozal. Tal como había
dicho Fan estaba muy lejos, tanto que el gordo propietario empezó a sudar a
mares a pesar de ir muy bien resguardado bajo su sombrilla de luciente papel
encerado.
-¿Oye,
Fan? ¿Todavía está muy lejos este campo? -le dijo de pronto el terrateniente.
-¡Oh sí,
mi amo; pero si estáis cansado no va a ser necesario que andéis más; desde
este alto del terreno, si miráis hacia abajo, podéis ver a los jornaleros!
Están trabajando, ¡mirad hacia allá!
El
terrateniente hizo lo que su criado le decía y efectivamente vio a seis
figuras algo encorvadas con grandes sombreros de paja cubriéndoles la cabeza.
-Está
bien, está bien, Fan. Sigue tú andando que yo me vuelvo a casa.
Muy
satisfecho Fan cargó de nuevo con la olla llena de carne de cerdo y siguió
andando. Cuando llegó al arrozal se echó a reír como un loco:
-Amo
mío, os habéis tragado el anzuelo. Ahora mismo me voy a comer yo solo toda esta
carne. A vuestros jornaleros les bastará con alimentarse del aire -y al decir
esto le pegó un puntapié al primer espantajo que tenía cerca y el monigote de
paja cayó estrepitosamente al suelo. La misma operación hizo con los otros
cinco monigotes que quedaban y muy satisfecho empezó a saciar el hambre
acumulada durante todo el año.
Pasaron
unos días; el gordo propietario le preguntaba de vez en cuando a su criado:
-Fan,
¿cómo va la trilla? -y el criado invariablemente le respondía:
-Muy
bien, mi amo.
Hasta
que llegó un momento en que el amo empezó a desconfiar de Fan-Kiang-chan y
decidió ir él personalmente a darse una vuelta por sus tierras para inspeccionar
directamente cómo iban las cosas.
Tempranito,
para no pasar tanto calor como la última vez, se encaminó hacia los arrozales.
Al llegar allá estuvo a punto de reventar de rabia. Vio que apenas estaba
trillada una tercera parte del arroz y para colmo sólo vio a Fan trabajando. De
los demás ni rastro. Hecho un basilisco se acercó a su criado y le dijo a
bocajarro:
-¡Fan!
¿Qué significa esto? ¿Dónde están los demás?
Ni el
tigre cuando ruge en plena selva emite unos ruidos más potentes que los gritos
que estaba profiriendo el gordo propietario.
-Los
demás, mi amo, han tenido que marcharse a sus casas corriendo. La carne de
cerdo no estaba buena y todos han enfermado a la vez.
-¿Ah sí?
¿Y tú cómo no te sientes mal entonces?
-Mi amo,
la cosa es bien sencilla. Me habéis dado a comer tantos pimientos picantes que
esos malsanos gusanillos conmigo no han tenido nada que hacer. ¡Estoy tan
lleno de picante por dentro que han muerto todos antes de llegar a mi estómago!
El rico
terrateniente se volvió colorado como un tomate al oír aquello, pero no se
atrevió a replicar nada. De un golpe seco abrió su sombrilla y se alejó a
grandes pasos de allí.
De las
astucias y tretas de Fan Kiang-chan en su pueblo y en los alrededores se habló
durante mucho tiempo. Una de las más conocidas es la siguiente:
Lao-ma y
Lao-che acababan de vender sus jarras de miel en la feria del pueblo y estaban
muy contentos. Habían sacado por ellas unos buenos puñados de sapeques. Los
dos campesinos se felicitaban mutuamente por su buen negocio; eran ya ancianos
y la venta de la miel era su único medio de vida. Muy contentos decidieron ir a
pasar la noche a la posada antes de emprender el camino de regreso hacia sus
casas.
Pronto
encontraron alojamiento. La posada estaba vacía y al momento les dieron la
habitación que habían pedido. Cuando estuvieron en su cuarto, Lao-ma, que era
el más decidido, le dijo a su compañero:
-Mira,
Lao-che, sería mejor que ocultáramos este dinero en algún sitio seguro no sea
que por la noche mientras estemos durmiendo venga alguien y nos lo robe.
A
Lao-che le pareció muy bien la idea y ambos a la vez se precipitaron a encender
una vela y ocultaron el dinero en el fondo del cesto, donde habían traído las
jarras de la miel. Pero el posadero y su mujer al oír ruido y ver luz sintieron
curiosidad y se apresuraron a atisbar a través de una de las rendijas de la
puerta. Al ver lo que hacían los dos viejos, le dijo el posadero a su mujer:
-Ésta es
nuestra ocasión, mujer. En cuanto duerman nos apoderaremos del dinero y nunca
podrán llegar a saber quién se lo robó.
La mujer
que era tan malvada como su marido asintió muy complacida; esperaron que los
dos ancianos estuvieran en el mejor de los sueños y entonces sigilosamente
entraron en la estancia, cogieron la bolsa del dinero del cesto y en su lugar
dejaron otra llena de piedras.
Al día
siguiente, cuando Lao-ma y Lao-che vieron que les habían robado su dinero, se
pusieron a llorar desesperadamente, pero luego, algo más serenados, empezaron
a pensar que los ladrones tenían que haber sido el posadero y su mujer porque
no había nadie más en la hostería aparte de ellos, y la puerta de la calle aún
estaba cerrada, lo cual indicaba que no había entrado nadie de fuera. Los dos
ancianos inmediatamente fueron al encuentro de los dueños de la posada y les
contaron lo que les había ocurrido, pero los ladinos dueños aún tuvieron la
desfachatez de lamentarse diciendo que aquello iba a ser un deshonor para su
posada y que en mala hora' les habían dado habitación porque si se extendía la
fama de que en aquella hostería ocurrían robos nadie querría ir allí y
perderían todos los clientes. Lao-ma entonces muy furioso le dijo al dueño de
la posada:
-Ya
basta, hostelero. No quieras quejarte ahora de lo que ha ocurrido cuando tú
eres el único culpable. Ahora mismo mi amigo y yo iremos a ver al juez y él
decidirá sobre nuestro caso.
Los dos
ancianos efectivamente se encaminaron a ver al juez. Éste era un hombre viejo y
cansado que al acabar de oír sus quejas se quedó muy pensativo. «Vaya -se
decía entre sí el buen hombre-, este oficio mío cada día resulta más pesado,
la gente cada vez viene aquí con asuntos más embrollados, este lío no hay
quien lo resuelva. Unos dicen una cosa y otros otra.»
Mientras
el juez permanecía pensativo sin saber qué hacer, se acercó alguien a su mesa
diciendo:
-Me
llamo Fan Kiang-chan, señor, y aunque sé que no es cosa de mi incumbencia yo
de vos los mandaría al templo del Rey Celeste a recoger el gran tambor. Es
fama que ese tambor cuando lo llevan dos inocentes se pone a tocar solo; en
cambio si son culpables los portadores, permanece callado. Esto es lo que se
dice por lo menos...
El juez
no parecía estar muy decidido a seguir la sugerencia de Fan Kiang-chan, pero
como estaba hecho un lío decidió probar.
Los dos
ancianos fueron advertidos que debían ir al templo del Rey Celeste, muy bien
lavados y vestidos, con sus mejores trajes. Ambos juraron que así lo harían y
al día siguiente tempranito se encaminaron hacia el Templo. Se prosternaron
ante el gran tambor; luego con gran reverencia cogieron las andas y empezaron
a pasearlo con gran devoción; pero ya hacía un buen rato que andaban cargados
con él y el tambor permanecía mudo.
-¡Ay
Lao-ma! -decía Lao-che-, nunca volveremos a ver este dinero y para colmo de
males, de tanto andar se nos va a estropear el calzado y vamos a ajar nuestros
vestidos de fiesta.
-No
desesperes, Lao-che -contestaba Lao-ma-, somos inocentes y tarde o temprano se
sabrá la verdad.
En aquel
preciso instante el tambor, inopinadamente, empezó a redoblar una alegre
marcha.
El juez
y todos los que contemplaban la escena dijeron:
-Bien
está, el tambor ha sonado. Esos son inocentes. A ver los otros que también
aseguran serlo, si también lo serán.
-¡Que
cojan ellos el tambor! -ordenó el juez.
El
posadero y su mujer rápidamente se pusieron sus mejores vestiduras e hicieron
ademán de ir a coger las andas del tambor, pero el juez ordenó que el tambor
fuera llevado al templo y que fueran hasta allí a buscarlo. El tambor permaneció
unos momentos en el templo, y luego entraron el posadero y la posadera a
buscarlo.
-¡Ay,
qué miedo tengo! -decía la posadera por el camino mientras lo llevaban-, éste
tambor es capaz de quedarse callado.
-Bah,
mujer, no te preocupes. A lo mejor la otra vez sonó por casualidad.
-¡Ay,
marido! ¡Cuánto pesa este condenado tambor! ¡Ya no puedo más! Y si no empieza a
redoblar pronto, todos sabrán quiénes fueron los ladrones.
-¡Calla
ya, mujer! Nadie sabrá nunca que fuimos tú y yo quienes robamos el dinero.
-¡Ah no!
-dijo en aquel momento Fan Kiang-chan saliendo de dentro del tambor, donde se
había introducido aprovechando un momento de descuido de todos los presentes-.
Pues desde este momento ya lo sé yo y ahora mismo se lo voy a decir al juez y
a todos los demás. Ya podéis devolver inmediatamente el dinero a esos dos
ancianos si no queréis ser molidos a palos.
Y dicen
que con estas y otras historias creció tanto la fama de Fan Kiangchan, que
atravesó las fronteras del Gran Imperio y por eso ha podido llegar hasta
nosotros.
005. anonimo (china)
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