Es
posible que todos vosotros hayáis oído hablar del Danubio. La literatura y la
poesía de todos los países han contribuido de un modo extraordinario a celebrar
sus bellezas, hasta el punto de que el solo nombre de este río famoso evoca
imágenes risueñas, dramáticas o, simplemente, bellas. Lo cierto es que se trata
de un río ancho y caudaloso, que atraviesa una gran parte de la Europa Central y
permite por sus aguas la navegación de multitud de barcos de carga, que
facilitan el tráfico y el comercio en todas las regiones que atraviesa la
poderosa corriente. Y, como es natural, abundan en sus orillas, desde tiempos
muy antiguos, ciudades y pueblos que se han hecho famosos por varias causas.
Una de
las ciudades construidas a orillas del Danubio es la de Ulm. Cuenta con
una antigüedad respetable, es hermosa y, sobre todo, celebrada por la magnífica
catedral que posee. Como se comprende, hay también allí muchos edificios
antiguos, hermosos y llenos de tradiciones; asimismo cerca de la orilla del río
se conserva aun una gran parte de las murallas que antiguamente rodeaban la
ciudad.
Pero en
esas murallas hay un detalle muy particular y es que una de las torres aparece
bastante inclinada. Es una construcción robusta, de muros tan gruesos y sólidos
que, en cualquiera de ellos, se podría excavar fácilmente una pequeña
habitación.
A primera
vista pudiera creerse que la tal torre, después de haber sido construida, se
inclinó a un lado, ya porque hubiesen cedido sus cimientos o a consecuencia de
un temblor de tierra, pero no es así, sino que la causa de que la torre esté
inclinada es muy distinta, y aun se refiere en Ulm como ejemplo digno de ser tenido en cuenta.
En una
época que la leyenda no precisa pero, que, sin embargo, debe de remontarse a
varios siglos, hubo en Ulm un gobernador íntegro, honrado y fiel cumplidor de la ley. Pero no se limitaba
a cumplirla él con la mayor fidelidad y exactitud, sino que se esforzaba,
cuanto le era posible, en que también la cumplieran los demás.
En
aquella época, como también en las anteriores y en las actuales, los
comerciantes y, especialmente, los vendedores al por menor, trataban de
defraudar al público quitándole una parte del peso de las mercancías
adquiridas. Ya en los tiempos clásicos los griegos imaginaron que un solo dios
lo era, al mismo tiempo, de los comerciantes y de los ladrones. Era Mercurio,
según ya sabéis. Y en Ulm, aun cuando casi todos los vendedores al pormenor se
hacían culpables de ese delito, distinguíanse los carniceros por la exageración
de sus defraudaciones.
El
gobernador se enteró de ello. Inmediatamente nombró a unos cuantos agentes
para que comprobasen la veracidad de los relatos que acerca del particular le
habían hecho. Y como quiera que fueron confirmados en absoluto, mandó una
comunicación al gremio de los carniceros ordenando que todos ellos
compareciesen en su palacio.
-Os he
llamado -les dijo cuando se hubieron presentado a él- para advertidos que no
voy a consentir la menor defraudación de peso por vuestra parte. Cuando cobráis
la carne vendida, exigís que se os pague en buena moneda y no permitiríais, sin
duda, que el comprador redujese, a su capricho, la cantidad que debe
entregaros. Por consiguiente, daos por advertidos y tened en cuenta que castigaré
severamente cualquier reincidencia en esa conducta.
El
presidente del gremio de carniceros se inclinó respetuoso ante el gobernador y
le hizo observar que nunca los había movido tal propósito. Claro está, añadió,
que en alguna ocasión, unas balanzas podían estar dese-quilibradas y casualmente
en perjuicio del comprador; y terminó asegurando a su excelencia que no habría
ningún otro motivo de queja acerca del particular.
Los
carniceros, al salir del palacio del gobernador, se dirigieron a su casa
gremial para celebrar una reunión. Hans Fleischer, que era su presidente, tomó
asiento en el estrado y en cuanto los reunidos se hubieron acomodado a su vez,
se puso en pie y empezó a hablar diciendo:
-Queridos
amigos: Ya habéis oído lo que ha dicho el señor gobernador. Su exigencia es
completamente ridícula. No se nos permite aumentar el precio de la carne, a
pesar de que, a veces, nos cuesta mucho más cara, como todos sabéis muy bien. Y
es muy posible que si la vendiésemos legalmente, dando el peso justo, perderíamos
bastante dinero, porque no son raras las ocasiones en que, a nuestra vez, no
recibimos el peso justo o se comprenden en él los huesos o las piltrafas que
nos vemos obligados a tirar. Por esta razón ya nuestros antepasados, que
luchaban con las mismas dificultades, hallaron el remedio justo, equitativo y
que, en realidad, no perjudica a nadie. ¿Que le puede importar, en efecto, al
comprador que en un pfund [1]
de carne se le quite media onza? Nada en absoluto. Y de este modo no solamente
podemos corregir las pequeñas diferencias que hay en nuestro perjuicio, sino,
además, aumentar nuestras ganancias de un modo razonable, porque, tenedlo
presente, amigos míos, nuestra profesión, aunque de muchos menospreciada, es
tan digna como la que más y nosotros merecemos, tanto como otros, gozar de las
comodidades de la vida, vestir bien y sostener nuestras familias con la debida
dignidad.
Aquella
arenga suscitó un vivo entusiasmo en todos los oyentes que, no pudiendo
contenerse pusiéronse en pie y aclamaron a su presidente. Y éste, después de
sonreír satisfecho y de agradecer con inclinaciones de cabeza aquellas muestras
de entusiasmo, reclamó silencio con sus ademanes y añadió:
-Por
consiguiente, creo que lo mejor será no hacer ningún caso de la orden del
gobernador, que acabaría causando nuestra ruina. Tan sólo debo recomendar a
todos la mayor cautela. Fijaos bien en vuestros respectivos compradores y
procurad dar el peso justo a todos aquellos que puedan infundiros sospechas de
que son capaces de denunciaron o bien de que puedan ser agentes de la
autoridad.
Se
disolvió la reunión en medio del mayor entusiasmo y después de haber cruzado
numerosos comentarios acerca del particular, todos volvieron a sus respectivas
ocupaciones.
No tardó
el gobernador en darse cuenta de que su amonestación y la orden que había dado
no produjeron el más pequeño efecto. Todos los días menudeaban las denuncias
contra los carniceros, por faltas en el peso. Tuvo el gobernador paciencia
durante unos días y, al fin, decidió hacer un nuevo intento. Llamó otra vez a
los carniceros a su palacio y con mayor severidad que en la primera ocasión,
les dijo que se atuviesen a sus órdenes, advirtiendo que estaba decidido a
hacer un escarmiento. Y para llenarlos más de temor, les anunció que, en
adelante, los carniceros que siguiesen incurriendo en el mismo delito de
defraudar en el peso, serían ahorcados en una de las torres de las murallas, a
la entrada de la ciudad, que entonces se hallaba en la parte que daba al río.
Aquella
vez los carniceros no se atrevieron a continuar en sus malas prácticas. Durante
casi un mes todos daban el peso justo y los compradores estaban contentísimos
de la severidad y de la buena justicia del gobernador. Este quedó satisfecho al
observar los resultados de sus esfuerzos, pero, al fin, los carniceros,
figurándose que ya nadie se acordaría de la orden recibida, empezaron a hacer
alguna que otra tentativa. Poquito a poco y al ver que no ocurría nada
desagradable, se atrevieron más y más. El gobernador nada les dijo y, confiados
en que ya podían gozar de impunidad absoluta, aumentaron de tal manera las
defraudaciones en el peso, que nunca se había visto cosa igual.
El
gobernador lo supo y, a la vez, sintió cólera y lástima. Era un hombre
bondadoso y le dolía mucho verse obligado a apelar a los medios severos. De
nuevo llamó a los culpables y los advirtió otra vez. Ellos, muy sumisos,
prometieron conducirse bien en adelante y, en efecto, durante algún tiempo, que
no llegó a un mes, nadie tuvo motivo de queja. Pero luego las cosas empezaron a
tomar otra vez mal camino y llegó el momento en que el gobernador creyó que ya
no tenía más remedio que hacer un escarmiento terrible.
Nuevamente
llamó a los carniceros de Ulm y ellos, creyendo que se trataría de oír, como
otras veces, una amonestación, acudieron confiados y vestidos con sus mejores
trajes. Pero en cuanto hubieron penetrado en el patio del palacio, se cerró la
puerta exterior y los guardias del gobernador maniataron a todos los
carniceros.
Ya se
puede imaginar cuál fue el pánico que se apoderó de ellos al verse de tal modo
tratados. Mientras tanto, el gobernador ordenó que recorriera las calles el
pregonero, el cual, montado a caballo y acompañado por dos timbaleros, anunció
al pueblo que acudiese a las cercanías de la torre principal de las murallas de
la ciudad, donde, por orden del señor gobernador, se haría justicia en unos
ladrones.
Una hora
después, el lugar señalado para la ejecución estaba lleno de público. Los
carniceros, que eran muchos y estaban gordos, fueron ahorcados a la vez en lo
alto de la torre. Y
como; según parece, no sólo eran numerosos, sino que, además, el peso de todos
era considerable, la torre no pudo resistir aquel aumento de peso y se inclinó
hacia el lado en que fueron ahorcados los ladrones.
No dice
la tradición si todos los carniceros murieron en aquella ocasión. Tal vez se
salvó alguno, gracias a su honradez. Pero sí consta que, desde entonces, en Ulm
se conducían todos los comerciantes con tal honradez, que llegaron a hacerse
célebres en toda la
Europa Central.
En cuanto
a los ciudadanos, quedaron contentísimos de la rectitud y de la energía del
gobernador.
La torre
continuó inclinada y nadie, desde entonces, ha cuidado de enderezarla. Pero es
muy posible que en esta leyenda no haya una sola palabra de verdad y que con
ella quiera darse una explicación de por qué una de las torres está inclinada.
Mas como existen otras en el mundo, que se hallan en igual caso, es de suponer
que más bien se deban a un alarde de pericia por parte del arquitecto que las
ideó.
012. anonimo (alemania)
No hay comentarios:
Publicar un comentario