En época muy remota hubo un rey que tenía cinco hijas, cada una de
ellas más hermosa que las demás; pero, sin embargo, tal vez, después de
haberlas examinado detenidamente, pudiera considerarse más bella a la menor. La joven
princesa, que tenía pocos años, se pasaba casi todo el día jugando en los
jardines de palacio, a no ser que el tiempo fuese muy malo. Y, así, cierto día
muy caluroso, la niña, deseosa de encontrar algún sitio en que el ambiente
fuese más agradable, se internó por un bosque sombrío que había casi al lado de
los jardines y empezó a corretear por allí, de un lado a otro.
Pero, al cabo de un rato, sintió cierto cansancio y como encontrara
una fuente, cuyas cristalinas aguas formaban un diminuto estanque, fué a
sentarse allí para gozar de la frescura y de la apacibilidad que allí reinaban.
La princesita gustaba mucho de jugar a la pelota; pero, claro está, dada su
condición, no podía usar pelotas corrientes, sino que le habían preparado una
de oro puro que ella se divertía en arrojar al aire, para recogerla con las
manos. Mientras estaba sentada al lado de la fuente, se entregó a aquel
entretenimiento, que tan de su gusto era y en el que tenía una práctica
extraordinaria, de modo que muy raras veces se le caía al suelo la bola de oro.
Pero, de pronto, tuvo la desgracia de que al caer, le resbalara por entre las
manos y se sumergiera en el agua hasta llegar al fondo del estanque.
Al verlo, la princesita se echó a llorar. Aunque lo hubiese intentado,
no habría podido llegar con su mano al fondo de aquel depósito de agua y se
echó a llorar, lamentando la pérdida de su bola de oro. Cuando más apenada
estaba oyó una voz a sus pies, áspera y cascada, que exclamó:
-¿Qué te pasa?
La princesita, muy extrañada, inclinó la cabeza al suelo y pudo ver
una rana de gran tamaño que le dirigía la palabra.
-¿Has hablado tú, ranita? -preguntó la niña. Y en vista de que el
anfibio inclinaba la cabeza para contestar afirmativamente, añadió:
-Pues mira, se me ha caído la bola de oro al fondo del estanque.
-Pues mira, se me ha caído la bola de oro al fondo del estanque.
-¿Qué me darás si voy a buscarla y te la devuelvo? -preguntó la rana.
-Desde luego, todo lo que quieras -contestó la joven-. Puedes pedir
sin reparo alguno. Por ejemplo, escoge entre mi collar, mi traje más hermoso o
la corona de oro que me ponen cuando, en palacio, se celebra alguna ceremonia
importante.
-Nada de eso me conviene -contestó la rana. No sabría qué hacer con
ninguna de esas cosas. En cambio, me contentaría con que me prometieses ser mi
compañera de juegos y me dejaras entrar en tu palacio. Una vez allí me
sentaría en tu silla, comería a tu lado y bebería en tu copa. Y, por la noche,
me dejarías subir a tu cama, para dormir a tus pies.
-Desde luego lo que quieras -exclamó la princesita, que sólo pensaba
en recobrar su bola de oro.
Además, se dijo que lo que acababa de pedir la rana era imposible y
que ella misma lo comprendería al fin, porque no podría vivir al lado de la
princesa tomando parte en sus juegos, en sus comidas y en su sueño. Más le
gustaría, sin duda alguna, vivir al lado del estanque.
La rana, escuchó complacida aquella promesa. Y, en el acto, se arrojó
al agua, se hundió en ella, hasta llegar al fondo y, poco después, se asomó a
la superficie, llevando en la boca la bola de oro que se le cayera a la
princesa.
-¡Oh, muchas gracias! -exclamó ésta.
Tomó la bola de oro y echó a correr velozmente, en dirección al
palacio, sin hacer caso de la rana que exclamaba:
-¡Espérame! No vayas tan de prisa. Recuerda que no puedo seguirte a este
paso.
La princesa fingió que no oía aquellas exclamaciones y apresuró aún
más su carrera. En cuanto se vio en palacio y en sus habitaciones olvidó por
completo a la rana y más aun lo que le había prometido a cambio de la bola de
oro.
Pasó aquel día sin que sucediese nada de particular, pero a la mañana
siguiente, cuando la princesita se había sentado a la mesa, en compañía de su
padre y de sus hermanas y se dispuso a comer en su plato de oro las exquisitas
cosas que le habían servido, se oyó un ruido muy raro, como si un ser muy pequeño
subiera a saltos los escalones de mármol del palacio. Pocos segundos después
resonó una llamada a la puerta y luego se hizo oír una voz cascada que
exclamó:
-Ábreme, hermosa princesita.
La niña, extrañada y sin sospechar la verdad, se puso en pie y se
dirigió a la puerta. Ignoraba en absoluto quién acababa de llamarla. Pero, en
cuanto vio a la rana que el día anterior le devolvió la bola de oro que había
perdido, se apresuró a cerrar otra vez la hoja de madera, para impedir que
entrase en el comedor aquel bicho repugnante. Volvió a su sitio, pero estaba
tan avergonzada y ruborizada que su padre lo notó.
-¿Ha venido a buscarte algún gigante? -preguntó en tono irónico.
-No, papá -le contestó la princesa sólo se trata de una rana
asquerosa que vive en un diminuto estanque del bosque. Ayer se sumergió en el
agua, para recoger mi bola de oro que se había caído allí.
-¿Y qué quiere ahora? -preguntó el rey-. Dime la verdad, sin mentir.
La niña se echó a llorar y luego, obedeciendo a la orden de su padre,
le refirió, entre sollozos, todo lo que había ocurrido y además, le dio cuenta
de lo que prometiera a la rana.
El rey se quedó muy serio y preocupado. Luego, tomando la palabra,
observó:
-Ten en cuenta, hija mía, que todo el mundo ha de cumplir la palabra
que da pero una princesa está más obligada todavía a obrar así. Por
consiguiente, ya sabes lo que has de hacer. Ve a abrir la puerta para que entre
la rana.
-Princesita -exclamaba el anfibio desde el otro lado de la puerta,
ábreme recordando la promesa que ayer me hiciste al lado de la fuente.
La niña no tuvo más remedio que obedecer a su padre. Abrió la puerta
y la rana, dando saltitos, penetró en el comedor, y fue a sentarse en la silla
que ocupara la jovencita.
-Acerca tu plato de oro para que también pueda comer yo -dijo la rana
a la joven princesa.
Ésta se disponía a contestar con una negativa, seca y aun insultante
quizá, pero su padre, el rey, le dirigió tan severa mirada, que no se atrevió a
negarse al ruego de la rana, la cual empezó a comer y a beber y luego secó en
el mantel sus viscosos dedos.
La niña no comía, porque le daba asco hacerlo del mismo plato que la
rana. Sentía crecer el impulso de aplastar a aquel animal inmundo, pero no se
atrevió a dejarse arrastrar por sus impulsos, temerosa del castigo que podría
imponerle su padre.
-Ahora -dijo la rana en cuanto hubo terminado de comer-, llévame a tu
cama, porque estoy muy fatigada y quiero dormir.
-¡No te tocaré siquiera! -exclamó la princesita, estremeciéndose a
causa de la repugnancia que le daba aquella idea.
Pero el rey le ordenó que llevase la rana a la cama y, así, la
princesita tuvo que obedecer. Tomó la rana sosteniéndola con las puntas de sus
dedos y la alejó de su cuerpo cuanto le era posible. De este modo la llevó a su
habitación y, después de tirarla a un rincón, se acostó a su vez.
Pero, en cuanto la princesa estuvo cubierta por las sábanas y la
colcha, abandonó la rana el rincón en que se hallaba y, acercándose a la cama,
exclamó:
-Súbeme a la cama para que pueda dormir, princesa.
El primer impulso de ésta fue aplastar a aquel bicho asqueroso, pero
se contuvo a tiempo y recordó que su padre le había dicho que cualquier
persona, y más especialmente una princesa, había de cumplir siempre su
palabra. Por eso hizo un esfuerzo sobre sí misma y, tomando al anfibio, lo
dejó sobre la colcha.
En el mismo instante en que el cuerpo de la rana se puso en contacto
con la tela de seda del cobertor, sucedió una cosa maravillosa, porque, en el
acto, se transformó en un joven y apuesto príncipe que, con ojos llenos de
gratitud, contemplaba a la princesita.
-Muchas gracias, hermosa princesa -le dijo-. Gracias a ti me veo libre
del encantamiento a que estaba condenado.
Entonces refirió detalladamente que, en otro tiempo, una bruja lo
había convertido en rana y lo condenó a continuar en aquel aspecto hasta que
una princesa lo aceptara como su compañero de juego y le permitiera comer y
beber en su plato y en su copa, para tenderlo luego en su propia cama.
Después de pasado el primer susto y la sorpresa consiguiente, la
princesa se alegró muchísimo de no haberse dejado llevar por sus impulsos y de
no haber causado ningún daño a la rana, porque, de este modo había conquistado
un compañero de juegos extremadamente simpático.
Los dos charlaron durante largo rato, para comunicarse sus impresiones
respectivas y, por último, el príncipe exclamó:
-Ahora no tengo más remedio que regresar a mi reino, pero debo
confesar que, después de haberte conocido, hermosa y querida princesita, ya no
me sentiría feliz si me viese obligado a volver solo al lado de mis padres.
Por lo tanto, si quieres aceptarme por esposo, haremos juntos el viaje.
En cuanto el rey se enteró de lo ocurrido y de que la rana no era, en
realidad, un animal sino un príncipe encantado, se alegró muchísimo y más aun
de que el desencantamiento se hubiese realizado gracias a la intervención de
su hija. Además se dio la feliz coincidencia de que el príncipe era hijo de un
rey vecino con quien el padre de la joven mantenía una estrecha y cordial
alianza y amistad. Por lo tanto, cuando el monarca creyó comprender los
proyectos de los dos jóvenes se apresuró a darles su aprobación y, en el acto,
fué a ordenar que se hiciesen los preparativos necesarios para la celebración
de una fastuosa boda.
La ceremonia se llevó a cabo unos días más tarde. Diéronse grandes y
espléndidos festejos populares y los habitantes de la capital del reino
estaban locos de júbilo después de haberse enterado de lo ocurrido. Y el
príncipe conquistó la simpatía de todo el mundo, porque, realmente, era un
joven muy agradable.
En cuanto los recién casados hubieron pasado algunos días en la corte
y al lado del padre de la princesa, se dispusieron a emprender el viaje hacia
el reino del novio.
Se les preparó una carroza de oro, que arrastraban diez caballos
blancos como la nieve, lujosamente enjaezados y empenachados con plumas de
avestruz. Los frenos eran de oro puro y las riendas de color escarlata.
Los viajeros se encaminaron, en primer lugar, al estanque donde se
conocieron, sin que ni uno ni otro pudieran adivinar lo que había de ocurrir
después. Se apearon al lado del estanque y se entregaron a sus recuerdos. Aquel
lugar les parecía encantador y convinieron en que lo harían rodear de una
valla infranqueable con objeto de que nadie pudiera cambiar en lo más mínimo
el aspecto de aquel sitio, que despertaba en ellos ideas en extremo agradables.
Un arroyuelo que iba a derramar sus aguas en el pequeño estanque
saltaba alegremente por encima de las piedras que había en su curso y, como
si hablara consigo mismo, parecía murmurar lisonjeras frases dirigidas a los
dos novios. Ellos, por lo menos lo creyeron así. Miráronse, felices y dichosos
y luego subieron otra vez a la carroza para continuar el viaje.
Algunos años después reinaban sobre los dos países, por la muerte de
sus respectivos padres. Tuvieron muchos hijos, se hicieron adorar por sus
súbditos y jamás tuvieron ocasión de arrepentirse de haber unido sus vidas.
Y la bola de oro fué, para los dos, la más preciada de sus joyas.
021. anonimo (gran bretaña)
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