Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 26 de mayo de 2012

Cincuenta monedas de plata

Cincuenta monedas de plata
Anónimo
(china)

Cuento

La hierba de la estepa mogólica se ex­tendía hasta el horizonte como un in­menso mar sin playas. Un trovador ciego y anciano caminaba pesadamente arrastrando los pies con dificultad mientras aguantaba con la mano su querido instrumento, la viola, con la que se ganaba el sustento. El anciano había llevado siempre una vida erran­te, sobria y frugal, y al final de ella iba a poder disfrutar de una cierta comodi­dad gracias a los pequeños ahorros que había hecho en sus años de vagabundeo. El anciano a pesar de su desgracia se sentía feliz; gracias a sus canciones y a los cuentos que tan bien sabía contar, muchas personas conseguían encontrar un alivio a sus penas, y el trovador sa­bía que nada puede hacer más feliz al corazón humano que proporcionar ale­gría a sus semejantes. El anciano sólo tenía una preocupación seria: a menu­do se decía:
«Soy muy viejo y como carezco de hogar tengo que andar siempre con la bolsa de mis ahorros oculta bajo mi camisa; por los senderos no siempre anda gente de bien y me puedo ver ex­puesto a algún tropiezo; he oído decir que andan ladrones por estas tierras.»
Un buen día en que el sol brillaba esplendoroso en el cielo, mientras la brisa acariciaba tiernamente la hierba de la estepa, el trovador estaba can­tando sus romances en medio de un grupo de gentes; un joven, al parecer de buena posición, ricamente ataviado, no dejaba de mirar al anciano con ojos codiciosos: acababa de descubrir la bolsa debajo de la camisa del ciego y estaba seguro de que aquel envoltorio sólo podía contener dinero, de lo con­trario, se decía nuestro hombre «¿por qué iba ese ciego a ocultar tan cuidado­samente semejante cosa?» Aquel hom­bre perverso decidió pues robar al vie­jo ciego. Esperó a que todo el mundo se hubiera marchado de allí; de repente se dirigió hacia él y de un manotazo le quitó la bolsa que tan oculta creía lle­var el pobre ciego; el anciano sin em­bargo al notar el estirón fue más rá­pido en sus ademanes de lo que por su edad se habría podido esperar y logró coger al ladrón por la rica manga de seda. Inmediatamente empezó a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Socorro, venid a mí que me quie­ren robar!
La gente al reconocer la voz del cie­go acudió corriendo hacia allí, y como algunos todavía no estaban muy lejos lograron llegar a tiempo para poder co­ger al malvado ladrón, que se quería aprovechar de la desgracia de un an­ciano.
Todos empezaron a increparle a un tiempo y a llamarle perverso y ladrón de caminantes, pero el muchacho era muy astuto y empezó a defenderse di­ciendo:
-Esto que está contando ese viejo es mentira, no soy yo quien quiere ro­barle a él sino él a mí; ¡mirad la canti­dad de monedas de plata que contiene este saco! ¿Creéis que un ciego tendría tantas? Son mías y es él quien quería echar mano a mi bolsa; no es lo que parece, es un tunante.
Aquellas buenas gentes de momento se quedaron perplejas. De repente al­guien dijo:
-Mejor será que los llevemos a am­bos ante el mandarín. Él sabrá hacer justicia mejor que nosotros.
Dicho y hecho, todos se encamina­ron hacia la magistratura. Al verse ante el mandarín, el ciego y el joven ladrón explicaron el caso cada uno a su ma­nera.
El ladrón por ser el culpable no ce­saba ni un momento de disimular y quejarse diciendo:
-Os juro, señoría, por mis antepa­sados que son de rancia nobleza, que soy inocente...
-Calla, charlatán -le interrumpió el mandarín-, deja a tus antepasados en paz que bastante desgracia tienen ya con que les haya salido un descen­diente como tú. Voy a dictar sentencia ahora mismo y será justa...
Perdonad, señoría -dijo en aquel momento el joven interrumpiéndole a su vez-, está bien que no permitáis que nombre a mis antepasados, pero al menos dejadme deciros cuál es el nom­bre de mi padre: se llama «cincuenta monedas de plata.»
El juez comprendió al momento que con aquel juego de palabras el ladrón quería darle a entender que aquello sería lo que él percibiría si desoyendo la voz de su conciencia declaraba al joven inocente; ante aquella cantidad el man­darín se quedó un momento dudando; luego dijo:
-Creo que sería mejor aplazar la vista de la causa hasta mañana por­que...
De nuevo fue interrumpido el man­darín: esta vez fue el ciego quien empezó a decir con voz grave y acusa­dora:
-Señoría, los dioses me privaron de la vista, pero aguzaron hasta tal punto mi oído que percibo todos los so­nidos, incluso aquellos que para los demás serían inauditos, y... os aseguro, honorable juez, que hasta ahora estaba oyendo la voz de la justicia, pero des­de hace un momento empiezo a perci­bir claramente otro sonido muy dis­tinto: el del dinero.
El juez ante aquellas palabras se quedó asustado y tan avergon-zado de su momento de debilidad que rápida­mente dijo:
-Voy a dictar sentencia ahora mis­mo: Declaro culpable a ese joven que quiere hacerse pasar por un hombre honrado sin serlo, y ordeno que la bol­sa con el dinero sea devuelta inmedia­tamente a su legítimo dueño, el trova­dor ciego, y asimismo ordeno que ese joven sea encerrado varios años en una lóbrega mazmorra en castigo a su per­versidad.
-Gracias, señor -contestó el cie­go-, me alegra poder comprobar que la fama que tenéis de justo sigue sien­do verdadera.



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