Hubo en otro tiempo una
pobre mujer viuda que tenía un solo hijo varón. Era un muchacho llamado Jack y,
a pesar de que ya contaba dieciséis años, siempre se mostró perezoso, aturdido
y de tal modo distraído que jamás se podía obtener cosa alguna de él. Todo lo
que le mandaban lo hacía al revés o no lo llevaba a cabo, según el humor de
aquel momento, y así su pobre madre estaba desesperada y no sabía qué hacer con
él. Era tan pobre la madre de Jack que, con su hijo, sólo se mantenía gracias a
una vaca que poseía y cuya leche iba a vender todos los días al mercado. Pero,
un buen día, la vaca no le dio leche y, entonces, en aquella pobre casa empezó
a conocerse la verdadera miseria. Desesperada la madre al ver a su hijo tan
holgazán, empezó a dirigirle amargas reconvenciones y fuertes reprensiones. Él
se defendió lo mejor que pudo y supo y como, en definitiva, no era tonto,
encontró, en el acto, el modo de salir de sus apuros inmediatos, aunque, para
ello, se comprometiese el porvenir suyo y de su propia madre y aconsejó a esta
última que se resolviese a vender la vaca en el mercado, en la certeza de que
así obtendría una buena cantidad que les permitiría salir de sus dificultades.
La madre no quiso hablar siquiera
de eso, porque se dio cuenta de las consecuencias. Pero como la vaca siguiera
sin dar leche y aumentara el hambre que sentían madre e hijo, al fin no tuvo
más remedio que aceptar el consejo de Jack, porque, en realidad, no les quedaba
otro recurso.
Así, pues, encargó a su
hijo que tomara el animal y lo llevase al mercado, advirtiéndole también que se
esforzara en obtener por la vaca el precio más alto posible, porque de este
modo, podrían vivir unos días más.
Prometió Jack vender muy
bien la vaca y emprendió el camino con ella en dirección al pueblo donde se
celebraba el mercado.
Cuando llevaba ya una
hora de camino, el muchacho encontró a un viejo buhonero, el cual le preguntó
adónde llevaba la vaca.
Jack le contestó que se proponía venderla en el mercado.
Los dos iban andando uno
al lado del otro y, mientras charlaban para entretener la monotonía del camino,
el buhonero mostró a Jack unas habas que llevaba en un pote de vidrio y que
tenían la particularidad de ser muy brillantes y de distintos colores. A Jack
le llamaron la atención de tal manera que su compañero de viaje creyó que aquel
interés le ofrecía la posibilidad de hacer un buen negocio. Por consiguiente se
dirigió al muchacho y le propuso cederle aquellas habas a cambio de la vaca que
llevaba al mercado.
Jack tuvo en cuenta lo
que ocurriría cuando llegara a su casa y mostrase a su madre las habas que le
ofrecía el buhonero. Pero estaba tan deseoso de poseerlas que, sin hacer caso
de nada más, aceptó el cambio y por la vaca recibió el pote de vidrio que
contenía aquellas habas maravillosas. Y, persuadido de que había hecho un buen
negocio, se despidió del buhonero y emprendió el regreso a su morada.
A medida que estaba más
cerca de ella disminuía la rapidez de su paso, por temor de lo que pudiera
decirle su madre, pero, al fin, se resolvió a entrar en la vivienda y cuando la
pobre mujer, extrañada de su rápido regreso, le preguntó qué precio había
obtenido por la venta de la vaca, él le mostró el pote de vidrio donde estaban
encerradas aquellas habas maravillosas.
Excusado es decir cuál
fué el disgusto y la cólera de la pobre mujer que de tal manera veía frustradas
las esperanzas que pusiera en la venta de la vaca. Luego se dejó
arrebatar por la cólera y, arrebatando el pote de vidrio que tenía su hijo en
la mano lo arrojó al huerto a través de la ventana, al mismo tiempo que
exclamaba:
-¡Maldito seas tú y las habas!
Con tu estupidez y tu pereza serás la causa de mi muerte.
Y se cubrió la cara con
el delantal, para ocultar su amargo llanto.
Jack estaba muy apenado y
empezaba a creer que, en resumidas cuentas, había hecho un mal negocio. Se
acercó a su madre para consolarla y la pobre mujer, haciendo un esfuerzo sobre
sí misma, acabó serenándose, persuadida de que Dios no los abandonaría. Pero, sin
embargo, aquella noche los dos tuvieron que acostarse sin cenar.
Es de advertir que cuando
la madre arrojó al huerto el pote de vidrio que contenía las habas, se rompió
el recipiente y éstas quedaron diseminadas por el suelo. Y, así, cuando, a la
mañana siguiente, se despertó Jack, pudo notar que había algo ante la ventana
de su cuarto que interceptaba el paso de la luz. Era algo verde que no pudo distinguir muy
bien. Después de vestirse rápidamente, bajó al huerto y, una vez allí, vio que
algunas de las habas habían germinado echando raíces y desarrollando un tallo,
pero éste era de proporciones fenomenales, porque no solamente su grueso era
muy superior a cuanto se había visto en el mundo, sino que su altura no se
podía juzgar, porque el extremo superior llegaba a perderse en las nubes.
A Jack le molestaba mucho
el trabajo regular y metódico. Pero, en cambio, era muy aficionado a las
aventuras y a realizar enormes esfuerzos cuando se lo aconsejaba su capricho.
Así, pues, se le ocurrió la idea de encaramarse por aquel tallo de la mata de
habas para llegar a su parte superior. Desde luego era verosímil que allí no
tuviera nada que hacer y que su ascensión no le sirviera de nada, pero no se
entretuvo reflexionando de este modo y empezó a encaramarse. La ascensión duró
algunas horas y el muchacho empezaba a estar fatigado, pero, como ya había
empezado a subir, creyó que valdría la pena de alcanzar la parte superior.
Continuó, pues, su esfuerzo, subiendo más y más, y, por último, llegó a la
parte superior del tallo ya sin fuerzas. Se asió con todo su vigor para no
caerse, diciéndose que las consecuencias podrían ser trágicas y dirigió una
mirada a su alrededor, figurándose que se vería entre las nubes, pero, con gran
sorpresa por su parte, pudo observar que se encontraba en un país desconocido
y, al parecer, absolutamente desierto.
Aquello era maravilloso e
inexplicable a la vez.
Pero Jack no se entretuvo en imaginar cómo podía haber
ocurrido aquel suceso tan raro. Observando que tenía manera fácil de saltar a
tierra firme, soltó el tallo de la mata de habas y empezó a andar sin dirección
fija y con la esperanza de encontrar algún lugar donde pudiera comer y beber
algo, porque el hambre y la sed le molestaban en extremo. Pero aquel país
parecía desierto en absoluto, de modo que el muchacho anduvo toda la mañana y
durante toda la tarde hasta que empezó a obscurecer. Entonces, y cuando ya no
tenía esperanzas de que tal cosa ocurriese, descubrió una casa muy grande. A la
puerta vio a una mujer de aspecto bondadoso. Animado por su aspecto se acercó a
ella y, con humildes palabras, le pidió que le diese algo de comer y le
permitiese pasar la noche en su casa, porque había estado andando todo el día
sin probar bocado. Ella le contestó que le parecía extraordinario el hecho de
que un ser humano se hallara en las cercanías de su casa, porque, como sabía
muy bien todo el mundo, su marido era un gigante enorme que tenía la mala
costumbre de alimentarse de carne humana. Para satisfacer ese vicio todos los
días había de caminar cincuenta millas y sólo volvía al anochecer después de
haber terminado su cacería.
Jack se quedó
asustadísimo al oír tales palabras, pero había llegado realmente al límite de
sus fuerzas y su cansancio le hizo abrigar la esperanza de que podría pasar
inadvertido a los ojos del gigante. Suplicó, pues, a la buena mujer que le
permitiese entrar en la casa y ocultarse en cualquier rincón. Y ella, que era
muy bondadosa, se compadeció del muchacho y consintió en acceder a su petición.
Hizo entrar a Jack y le
dio de comer en abundancia. El muchacho satisfizo el hambre enorme que sentía y
empezó a decirse que los peligros anunciados por la dueña de la casa serían tal
vez exagerados, cuando, de repente, oyó un golpe espantoso en la puerta y pudo
notar que todas las paredes retem-blaban.
-Ya está aquí mi marido
-exclamó la dueña de la casa muy asustada. Si te ve nos devorará a los dos.
¿Qué haremos, Dios mío?
-Escondedme en el horno
-contestó Jack.
Y él mismo se apresuró a
ocultarse allí y desde aquel lugar, pudo oír perfectamente la sonora voz del
gigante y sus fuertes pasos cuando entraba en la casa preguntando:
-¿Quién está aquí, mujer?
Siento perfectamente olor de carne humana. Y, si no me engaño...
-No digas tonterías
-contestó ella. Aquí no hay nadie ni ha venido nadie en todo el día. Sin duda
el hambre te hace imaginar cosas raras.
El gigante dio unos
gruñidos, sin acabar de convencerse de que fuese verdad lo que le decía su
mujer y Jack, desde su escondrijo, y gracias a una rendija que había en la
puerta del horno, pudo contemplar al gigante y fue testigo de la enorme
cantidad de carne que devoraba.
Después de haber comido,
el gigante llamó a su mujer y le ordenó que le llevase su gallina. Obedeció la
esposa y a los pocos instantes dejó sobre la mesa una hermosa gallina. El
gigante la acarició con una mano y luego le ordenó que pusiera un huevo.
En el acto la gallina
puso un huevo de oro macizo. Lo examinó el gigante muy complacido y luego le
ordenó que pusiera otro. Continuó de esta manera hasta que la gallina hubo
puesto seis huevos de oro. Luego, y tal vez porque sentía sueño, ordenó a su
mujer que se acostara, llevándose antes la gallina y él se apoyó sobre la mesa
y empezó a dormir y a roncar.
Jack, desde su
escondrijo, observaba la escena y, cuando vio que el gigante estaba
profundamente dormido, salió, se apoderó de la gallina, porque ya se había
fijado en el lugar en que la dejara la dueña de la casa., y emprendió la fuga
con el volátil. Una vez en el exterior siguió a la inversa el camino que
llevara el día anterior y descubriendo, al fin, el extremo superior de la mata
de habas, emprendió el descenso que fue más rápido que la subida, sin que le
ocurriese ningún percance.
Su madre lo recibió con
el mayor afecto, porque había estado muy alarmada a causa de su ausencia
inexplicable. El muchacho le dio cuenta rápidamente de sus aventuras y,
mostrándole la gallina que llevaba, exclamó:
-Ya se ha acabado nuestra
pobreza, madre. En adelante no tendremos más apuros. Mira.
Y, acariciando la
gallina, le ordenó que pusiera un huevo. Con grande admiración de la pobre
mujer obedeció el volátil poniendo un huevo de oro y el muchacho repitió la
orden hasta que hubo puesto una docena en conjunto. Era una gallina maravillosa
y, verdaderamente, ponía unos huevos macizos de oro puro magníficos.
Como ya se puede
imaginar, la venta de aquellos huevos proporcionó a la madre y al hijo toda
clase de comodidades, de modo que transcurrieron varios meses de vida grata y
apacible, porque no carecían de nada. Pero Jack no estaba contento. Sentía el
impulso incontenible de subir otra vez por la mata de habas y volver a casa del
gigante, con objeto de quitarle alguna cosa más de las que tuviera. No sentía
ningún remordimiento, porque aquel ser fabuloso era malvado y aun merecía el
calificativo de asesino. Pero se abstuvo de comunicar su deseo a su madre, con
objeto de que ella no le impidiera realizarlo.
Así, algún tiempo
después, sin decir nada a su madre, se preparó para la aventura que iba a
intentar y emprendió de nuevo la ascensión de la mata de habas, que, mientras
tanto, se había desarrollado mucho más todavía. El muchacho se había provisto
de un traje especial para disfrazarse y también llevaba consigo un pote de
color que le permitiría cambiar el de la tez de su rostro. Y tenía la seguridad
de que, así disfrazado, nadie lo reconocería.
Como la primera vez, la
ascensión le pareció muy larga y penosa. Al llegar al extremo superior estaba
fatigadísimo. Sin embargo, no se detuvo un instante para descansar y emprendió
la marcha en dirección a la casa del gigante.
Como la primera vez llegó
cuando el sol estaba a punto de ponerse, y también como entonces vio a la
puerta de la casa a la mujer del gigante, y seguro de que no podría
reconocerlo, se dirigió a ella, rogándole que le diese algo para calmar el
hambre y le permitiera guarecerse en aquella casa hasta la mañana siguiente.
Ella no reconoció a Jack.
Lo tomó por un desconocido y le dijo, según el muchacho sabía muy bien, que su
marido era un terrible gigante que se alimentaba de carne humana. Además le
contó que hacía algún tiempo tuvo la debilidad de admitir en su casa a un
muchacho hambriento y fatigado, y que le dio de comer y el permiso de pasar la
noche en la casa, pero él, en agradecimiento, robó uno de los tesoros más
preciados del gigante. Y este suceso fue la causa de que su marido se mostrara
desde entonces más cruel y más huraño que nunca. Por esta razón no se atrevía a
acceder a lo que solicitaba el muchacho. Pero Jack no se dio por vencido y
suplicó una y otra vez, con tanto ahínco que, al cabo, consiguió convencer a la
dueña de la casa. Ella ,
dando un suspiro de resignación, lo dejó entrar, lo llevó a la cocina y le dio
de comer y de beber en abundancia. En cuanto el muchacho hubo satisfecho el
hambre y la sed, la dueña de la casa lo ocultó en una habitación de la planta
baja, donde se guardaban algunos trastos viejos.
Apenas lo hubo hecho
cuando se oyeron en el exterior los pasos del gigante que se aproximaba
rápidamente, haciendo retemblar el suelo y luego resonó en la puerta un enorme
aldabonazo. La mujer fue a abrir y, unos momentos después, entraba el dueño de
la casa haciendo estremecer todo el edificio con el peso de su cuerpo. Se sentó
al lado del fuego y, como la vez primera, exclamó:
-¿Quién ha venido aquí?
Siento intenso olor de carne humana. ¿Qué es eso, mujer? ¿Dónde esta escondido
ese hombre?
La mujer le contestó que
se engañaba. Sólo obedecía a que, pocas horas antes, pasaron unos cuervos
volando por encima de la casa y dejaron caer sobre el tejado un pedazo de
carroña. Y aseguró a su marido que no había ido nadie durante todo el día y
que, si persistía en asegurar que olía a carne humana, se engañaba con toda
seguridad.
Mientras hablaba así se
ocupaba en preparar la cena.
El gigante se sentó a la mesa, gruñendo malhumorado. Y, de
vez en cuando, dirigía reconvenciones a su mujer, porque aún no tema preparada
la cena.
Ella lo calmó lo mejor
que pudo y, por fin, empezó a servirle los platos que le había preparado. El
gigante comía a toda prisa y con extraordinaria voracidad. Pero, como todo
acaba en este mundo, también él satisfizo por fin el hambre que sentía y,
rechazando el plato, dio un puñetazo sobre la mesa, ordenando al mismo tiempo:
-Tráeme las talegas del
dinero.
Su mujer se las entregó
y, a juzgar por su actitud, bien se veía que pesaban mucho. Eran dos. Una de
ellas estaba llena de libras esterlinas y la otra de chelines de plata. La
mujer vació las dos talegas sobre la mesa y el gigante, en extremo complacido,
empezó a contar las monedas, después de haber ordenado a su mujer que se
acostara.
Ella obedeció sin
rechistar y Jack, desde su escondite, fue testigo de cómo el gigante se ocupaba
en contar una enorme cantidad de monedas. Le pareció que sería muy conveniente
apoderarse de ellas, porque, de esta manera, ya no habría de molestarse yendo
con frecuencia al mercado a vender los huevos de oro. El gigante, que no
sospechaba la presencia del muchacho, contó varias veces las monedas de oro y
de plata y las guardó luego en sus talegas respectivas. Y, una vez las hubo atado,
las dejó a los pies de la poltrona que ocupaba y al lado de un perrito, cuya
misión consistía en guardarlas.
El gigante apoyó la
cabeza en la mesa, se durmió y empezó a roncar de un modo espantoso. Aquel
ruido era más que suficiente para que no se pudiera oír el que hiciese Jack al
salir de su escondrijo. Así lo hizo el muchacho, deseoso de apoderarse de las
dos talegas de dinero. Pero apenas había dirigido las manos a ella cuando el
perrito, que él no había visto y que se hallaba debajo de la silla de su amo,
salió para ladrar, muy irritado. Jack se asustó de tal manera que ni siquiera
se le ocurrió emprender la fuga; se quedó inmóvil y persuadido de que el
gigante iba a despertar de un momento a otro.
Pero no ocurrió así,
porque el gigante continuaba dormido sin que fuesen los ladridos del perro
capaces de despertarlo.
Jack vio entonces que en
uno de los platos que estaba sobre la mesa había quedado un pedazo de carne. Lo
tomó y se lo arrojó al perro, el cual interrumpió sus ladridos y empezó a comer.
Jack, mientras tanto,
tomó las talegas y salió de la
casa. Luego echó a correr hasta que hubo llegado hasta el
extremo superior de la mata de habas por la que se deslizó rápidamente. Y, al
llegar al pie, encontró a su madre que, muy inquieta, lo estaba aguardando y
que manifestó la mayor alegría al verlo. Él le dio cuenta, de las aventuras que
había corrido y le mostró las dos talegas llenas de dinero.
Durante largo tiempo no
tuvo Jack ninguna necesidad ni sintió el capricho de encaramarse de nuevo por
la mata de habas. Pero, en cuanto hubo transcurrido un año, tuvo otra vez el
deseo de volver a la casa del gigante, para ver si aún podría quitarle algo
más. Durante algún tiempo se contuvo, pero, de día en día, sintió aumentar la
intensidad de aquel capricho y, por último, comprendió que no tendría más
remedio que cumplirlo. Hizo, pues, los preparativos y se procuró un nuevo
disfraz para no ser reconocido.
En cuanto lo tuvo todo
preparado, se levantó una mañana muy temprano y empezó a subir por la mata de
habas. Cuando el sol iba a ponerse, llegó a la casa del gigante y, como en las
dos ocasiones anteriores, encontró a la dueña, de la casa en la puerta. Pero él iba
tan bien disfrazado que la esposa del gigante no pudo reconocerlo. Él le
suplicó que le diese de comer y le concediera albergue en la casa y, por
respuesta, su interlocutora le dio cuenta de lo que había ocurrido en dos
ocasiones anteriores, en las que se compadeció de dos muchachos que llegaron
también hambrientos y fatigados. Después de haberlos acogido y alimentado,
ellos le pagaron con la mayor ingratitud y arrebataron al gigante dos de sus
más preciados tesoros. Pero Jack insistió tanto y tan bien que, al cabo, la
dueña de la casa, que era una mujer muy buena, acabó accediendo.
Y sucedió lo mismo que
las dos veces anteriores. Llegó el gigante, preguntó si había algún forastero
en la casa, y su mujer le aseguró que no. Luego él pidió la cena, se hartó y,
después de haber calmado el hambre, mandó a su mujer que le llevase el arpa.
Jack se había ocultado
dentro de un caldero muy grande y, levantando ligeramente la tapa podía
observar lo que ocurría en la estancia, Vio, pues, cómo la dueña de la casa
ponía un arpa en las manos del gigante. Éste la dejó sobre la mesa, le ordenó
que tocara y, en el acto, se oyó una música dulcísima y en extremo agradable.
Al oír aquellos acordes,
el gigante se quedó dormido. Jack esperó un rato y, en cuanto creyó que no
había peligro, levantó la tapa del caldero, salió, se apoderó del arpa y echó a
correr. Pero no contó con que el arpa era un instrumento encantado, de manera
que, al sentir el contacto de unas manos extrañas, empezó a gritar, pidiendo
socorro, como si fuese una persona.
El gigante se despertó y
se puso en pie de un salto. Al ver a Jack que emprendía la fuga, empezó a
gritar insultándole y echó a correr tras él.
-¡Sinvergüenza! ¡Granuja!
-exclamaba-. Vas a ver, si te cojo, cuál será tu fin.
Pero Jack seguía
corriendo y pudo notar, con satisfacción, que su agilidad era mucho mayor que
la del gigante. A todo correr llegó hasta el extremo superior de la mata de
habas y se deslizó por el tallo, en tanto que el arpa seguía pidiendo socorro a
su amo.
Jack bajaba a toda prisa
y el gigante no titubeó un momento en seguirlo por el mismo camino, pero sus
movimientos eran mucho más torpes y lentos y, así, el muchacho consiguió llegar
al suelo cuando el otro apenas se hallaba a la mitad de su descenso.
-¡Madre, madre! -exclamó
el muchacho en cuanto hubo tocado el suelo con sus pies-. Tráeme un hacha, ¡de
prisa!
Desde luego no había
tiempo que perder. La madre, que adivinó lo que estaba sucediendo, se apresuró
a ir en busca del hacha y la entregó a su hijo. Éste empuñó el instrumento y
empezó a atacar la base del tallo de la mata de habas, de modo que, a los pocos
instantes, cayó derribada la planta, arrastrando consigo al gigante, que aún se
hallaba a gran altura sobre el suelo y se destrozó al chocar contra él, de modo
que su muerte fue instantánea.
A partir de aquel momento
la madre y el hijo pudieron vivir contentos y satisfechos y sin que les faltase
nada para llevar una existencia cómoda y agradable. Jack, que disfrutaba ya de
una posición económica envidiable, contrajo al poco tiempo matrimonio con una
rica heredera de las cercanías y debemos añadir, en su honor, que, en adelante,
fue un buen hijo y un buen esposo. Tuvo muchos hijos y fue siempre muy
apreciado.
En cuanto a la mata de
habas, al ser cortada, se secó por completo, se estropearon sus frutos y no fue
posible conservar una sola simiente. Y esto es una lástima, porque quién sabe
si, gracias a una de ellas, habríamos podido emprender la ascensión hasta la
casa del gigante, donde quizá queden todavía algunos tesoros maravillosos.
021. anonimo (gran bretaña)
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