Hubo una vez una cabra viuda, que tenía siete hijos y vivía con ellos
en una casita muy linda, que se alzaba a corta distancia de una colina. La
cabra era muy hacendosa y, gracias a su trabajo, conseguía ganar lo suficiente
para mantener a los siete cabritos. Éstos, a su vez, correspondían a los esfuerzos
de la madre, pues se mostraban con ella muy buenos y muy obedientes. La vida de
aquella familia habría sido, pues, feliz en extremo, mas, por desgracia,
estaban todos constantemente inquietos porque, en las cercanías, habitaba el
Lobo, de modo que la pobre madre, especialmente, vivía siempre sumida en el
temor y en el desasosiego.
La Cabra iba todos los días al mercado a vender leche y, antes de
salir de su casa, llamaba a su hijo mayor para recomendarle que no abriese la
puerta a nadie durante su ausencia.
-A lo mejor se presenta el Lobo -le decía, de modo que es preciso
tener mucho cuidado.
-Nada temas, mamá -contestaba el cabrito-. Lo conozco muy bien y, si
acaso viniese, no lo dejaría entrar.
-No te confíes demasiado -le replicaba la madre-. Es muy astuto y
quizá consiga un día convenceros de que no es él, sino otro. Pero recuerda
siempre que, a pesar de todos sus esfuerzos, nunca puede disimular su voz
áspera y ronca y tampoco cambiar el color de sus patas, que son negras. Por lo
tanto, ten muchísimo cuidado. Piensa que, si llegara a entrar en esta casa, no
os dejaría con vida a ninguno de vosotros.
Los cabritos le prometieron tener mucho cuidado y cuando la madre hubo
emprendido la marcha se asomaron a la ventana para saludarla hasta que se
perdió de vista.
El viejo Lobo estaba al acecho. Hacía ya mucho tiempo que sentía el
deseo de penetrar en la casa y devorar a los siete cabritos. Por eso, al ver
que se alejaba la Cabra, creyó que había llegado la ocasión tan esperada. Así,
pues, se dirigió a la puerta, llamó y, con objeto de engañar a los cabritos,
dijo:
-Soy vuestra madre, hijos míos. Os traigo un pastel cubierto de una
gruesa capa de azúcar.
Los cabritos más pequeños se pusieron a saltar de contento en cuanto
oyeron mencionar el pastel y Pituso le dijo a su hermano Rubio:
-Abre la puerta para que pueda entrar mamá.
Rubio era su hermano mayor y el más prudente de todos. Por esto,
recordando las advertencias de su madre, se fijó en que la voz que acababa de
oír no era de ella, por que sonó muy ronca. Abrió, pues, el ventanillo y pudo
ver que era el Lobo.
-¡Vete! -exclamó-. Ya te he conocido por la voz, porque es muy
desagra-dable.
Chasqueado, el Lobo se alejó con el rabo entre piernas. Más no por eso
desistió de su empeño de comerse, por lo menos, tres o cuatro cabritos. Rumió
acerca de lo que podría hacer y, por último, se le ocurrió una buena idea.
Tomó el trote en dirección al pueblo vecino y en línea recta se
encaminó a la farmacia, donde pidió unas pastillas, apropiadas para suavizar la
voz, porque, según dijo, había pillado un fuerte resfriado.
El farmacéutico le entregó algunas pastillas y el Lobo se las tragó.
Mas, como no le hicieran el efecto deseado, se quejó de ello y el farmacéutico
le dio entonces un pedazo de cal viva, diciéndole que se lo tragara de un solo
bocado, después de haber recorrido un espacio de, más o menos, una legua. El
Lobo, muy satisfecho, emprendió la marcha al galope y cuando juzgó que había
recorrido una legua, se tragó el pedazo de cal. En efecto, pudo notar que se
le suavizaba la voz y, animado por la esperanza, se dirigió otra vez a la casa
habitada por los cabritos.
Llamó a la puerta y, con su voz suave, exclamó:
-Abrid la puerta, hijitos. ¡Si vierais que hermosos trajes traigo para
todos!
Mientras hablaba así apoyó las patas delanteras en el antepecho de la
ventana. Su voz era ya capaz de engañar a los cabritos, pero, como estaban muy
recelosos, ninguno quiso abrir sin haberse asegurado antes de que no corrían
peligro. Por esto fueron a mirar primero por los vidrios de la ventana y, en
el acto, vieron la cabeza y las negras patas del Lobo.
-¡Es el Lobo! -exclamaron asustados-. No abramos.
El Lobo se irritó mucho al observar que, por segunda vez, lo habían
reconocido. Se alejó de nuevo mientras imaginaba un proyecto tras otro para
lograr su deseo y, por último, se le ocurrió una buena idea.
Otra vez emprendió el camino hacia el pueblo, se dirigió a la tahona
y, apoyando las patas en el mostrador, dijo al panadero:
-Me he quemado las patas, señor panadero y os agradecería mucho que
me las espolvoreaseis con un poco de harina, porque me han dicho que eso es
muy bueno para las quemaduras.
El panadero no tuvo inconveniente en complacerlo, de modo que las
patas anteriores del Lobo quedaron blancas como la nieve. El, muy satisfecho, y
pisando con todo el cuidado posible para que no se le cayera la harina, se
dirigió nuevamente a la casa de los cabritos. Llamó a la puerta y, con voz
suave, dijo:
-Soy, mamá, hijitos, abrid.
-Antes queremos ver tus patas -contestaron ellos. El Lobo metió una
de las patas por debajo de la puerta y los cabritos, al observar que era
blanca ya no tuvieron ningún recelo. El mayor de ellos abrió la puerta y, en el
acto, se les apareció el Lobo. ¡Qué susto tuvieron!
Gritando y aterrados, todos huyeron en distintas direcciones para
evitar el ataque de la fiera. Guareciéronse debajo de la cama, dentro del
aparador, debajo del lavadero, dentro del horno y uno se metió en la caja del
reloj, pero el Lobo los persiguió, uno a uno, los obligó a salir de sus
escondrijos respectivos y se los tragó a todos de un solo bocado, exceptuando
al menor de los cabritos, que se había escondido en la caja del reloj, porque
a la fiera no se le ocurrió buscar allí. Luego, fatigado por lo que había
corrido aquella mañana, en sus viajes hacia el pueblo, y ahito por lo que
acababa de tragar, salió pesadamente de la casa y se tendió a dormir a la
sombra de un árbol que había cerca de ella.
Poco después, la Cabra llegó a su casa y ya se puede imaginar qué
terrible cuadro se ofreció a sus miradas. Encontró la puerta abierta, los
muebles revueltos y tirados por el suelo, las sábanas arrugadas o rotas y el
lavadero destrozado. Pero lo más terrible era que por ninguna parte pudo ver un
solo cabrito.
Los llamó a todos por sus nombres respectivos y, al pronunciar el
nombre del más pequeño, oyó su voz que le contestaba desde el interior de la
caja del reloj.
-Estoy escondido aquí, mamá. ¿Se ha marchado ya el Lobo? -preguntó muy
asustado.
La cabra sacó a su hijo del escondrijo y el pequeñuelo le refirió lo
ocurrido.
¡Cuan triste parecía entonces la casa! La Cabra creyó que no podría
continuar en ella, porque todo le recordaba a sus pobres hijitos. Así, se puso
el chal y, después de abrigar a su hijo con una bufanda, emprendieron la
marcha.
Fuera brillaba alegremente el sol y gorjeaban los pájaros, pero,
aquel espectáculo, lejos de dar ánimo a la madre y al hijo, contribuyó a
aumentar la tristeza que sentían. De repente vieron al Lobo dormido a la sombra
de un árbol. Roncaba con tanta fuerza que las ranas se estremecían. Y el Lobo
dormía como si no hubiese cometido jamás ninguna mala acción. En su rostro
había una sonrisa de inocencia, de tal modo que nadie habría podido sospechar
que, poco antes, devoró a seis cabritos.
Indignada la Cabra, se aproximó al Lobo con el propósito de matarlo.
Eso le habría sido muy fácil, porque la fiera estaba dormida, pero, cuando se
aproximó más, pudo ver que la piel del vientre se movía como si la empujase
algún ser vivo. Eso comunicó a la pobre madre la esperanza de que, dentro del
vientre de la fiera, estuviese aún vivo alguno de sus hijos.
Con objeto de asegurarse de ello volvió presurosa a la casa y tomó
unas tijeras, hilo y una aguja. En cuanto estuvo otra vez al lado de la fiera,
con extraordinaria habilidad y delicadeza, le abrió el vientre con las tijeras.
Apareció entonces un cabrito y, en breve, fue seguido por los demás, todos
vivos y sanos, porque el Lobo, a causa de su extraordinaria voracidad, se los
había tragado enteros, sin causarles el menor daño.
Disponíanse los cabritos a manifestar su alegría con sus balidos, pero
la Cabra hizo un gesto para ordenarles que guardasen silencio. No deseaba que
despertasen al Lobo. Y, en voz baja, les encargó que fuesen en busca de
algunas piedras grandes porque las necesitaba para el fin que había imaginado.
Obedecieron sus hijos y en cuanto la Cabra tuvo a su disposición las piedras
que necesitaba, las metió en el vientre de la fiera y luego cosió la piel con
el mayor cuidado.
Fueron tan hábiles los movimientos de la Cabra que el Lobo no despertó
siquiera. Luego, la madre y sus hijos se apresuraron a volver a su casa y la
fiera continuó roncando y quizá sumida en dulces y agradables sueños. Pero, al
poco rato, despertó, sintiendo un peso extraordinario en el estómago.
-Siempre me dejo arrastrar por la gula -dijo. He comido demasiado y
eso no me sienta bien. Convendrá beber unos cuantos tragos de agua, para ver si
se activa la digestión.
Se puso en pie, pero en cuanto empezó a andar, las piedras chocaban
unas con otras. El Lobo, asustado, observó aquel raro fenómeno y, creyendo que
sería obra de los cabritos, exclamó:
-¡Compadeceos de mí, queridos cabritos! Pesáis como piedras y, con
tanto movimiento, vais a lograr que se me estropee el estómago.
Como pudo, y luchando con grandes dificultades, se dirigió al río.
Una vez en la orilla se inclinó para beber; pero, de repente, perdió el
equilibrio, se cayó al fondo del río y aún cuando hizo esfuerzos desesperados
por salir a flote, no pudo conseguirlo y así murió ahogado.
Tal fue el fin del Lobo, que recibió el castigo de sus malas
costumbres, de su crueldad y de su voracidad. Y, en adelante, ya nada ni nadie
fue a turbar la paz y la tranquilidad de que gozaban la Cabra y sus hijos, los
siete cabritos.
021. anonimo (gran bretaña)
Mi abuelita me enseno este cuento. Gracias por escribirlo.
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