Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 26 de mayo de 2012

El lobo y los siete cabritos

Hubo una vez una cabra viuda, que tenía siete hijos y vivía con ellos en una casita muy linda, que se alzaba a corta distancia de una colina. La cabra era muy hacendosa y, gracias a su trabajo, conseguía ganar lo suficiente para mantener a los siete cabri­tos. Éstos, a su vez, correspondían a los es­fuerzos de la madre, pues se mostraban con ella muy buenos y muy obedientes. La vida de aquella familia habría sido, pues, feliz en extremo, mas, por desgracia, estaban todos constantemente inquietos porque, en las cer­canías, habitaba el Lobo, de modo que la po­bre madre, especialmente, vivía siempre su­mida en el temor y en el desasosiego.
La Cabra iba todos los días al mercado a vender leche y, antes de salir de su casa, lla­maba a su hijo mayor para recomendarle que no abriese la puerta a nadie durante su ausencia.
-A lo mejor se presenta el Lobo -le de­cía, de modo que es preciso tener mucho cuidado.
-Nada temas, mamá -contestaba el cabrito-. Lo conozco muy bien y, si acaso vi­niese, no lo dejaría entrar.
-No te confíes demasiado -le replicaba la madre-. Es muy astuto y quizá consiga un día convenceros de que no es él, sino otro. Pero recuerda siempre que, a pesar de todos sus esfuerzos, nunca puede disimular su voz áspera y ronca y tampoco cambiar el color de sus patas, que son negras. Por lo tanto, ten muchísimo cuidado. Piensa que, si llega­ra a entrar en esta casa, no os dejaría con vida a ninguno de vosotros.
Los cabritos le prometieron tener mucho cuidado y cuando la madre hubo emprendi­do la marcha se asomaron a la ventana para saludarla hasta que se perdió de vista.
El viejo Lobo estaba al acecho. Hacía ya mucho tiempo que sentía el deseo de pe­netrar en la casa y devorar a los siete cabri­tos. Por eso, al ver que se alejaba la Cabra, creyó que había llegado la ocasión tan espe­rada. Así, pues, se dirigió a la puerta, llamó y, con objeto de engañar a los cabritos, dijo:
-Soy vuestra madre, hijos míos. Os trai­go un pastel cubierto de una gruesa capa de azúcar.
Los cabritos más pequeños se pusieron a saltar de contento en cuanto oyeron mencio­nar el pastel y Pituso le dijo a su hermano Rubio:
-Abre la puerta para que pueda entrar mamá.
Rubio era su hermano mayor y el más prudente de todos. Por esto, recordando las advertencias de su madre, se fijó en que la voz que acababa de oír no era de ella, por­ que sonó muy ronca. Abrió, pues, el ventani­llo y pudo ver que era el Lobo.
-¡Vete! -exclamó-. Ya te he conocido por la voz, porque es muy desagra-dable.
Chasqueado, el Lobo se alejó con el rabo entre piernas. Más no por eso desistió de su empeño de comerse, por lo menos, tres o cua­tro cabritos. Rumió acerca de lo que podría hacer y, por último, se le ocurrió una buena idea.
Tomó el trote en dirección al pueblo vecino y en línea recta se encaminó a la farmacia, donde pidió unas pastillas, apropiadas para suavizar la voz, porque, según dijo, había pi­llado un fuerte resfriado.
El farmacéutico le entregó algunas pasti­llas y el Lobo se las tragó. Mas, como no le hicieran el efecto deseado, se quejó de ello y el farmacéutico le dio entonces un pedazo de cal viva, diciéndole que se lo tragara de un solo bocado, después de haber recorrido un espacio de, más o menos, una legua. El Lobo, muy satisfecho, emprendió la marcha al galope y cuando juzgó que había recorrido una legua, se tragó el pedazo de cal. En efec­to, pudo notar que se le suavizaba la voz y, animado por la esperanza, se dirigió otra vez a la casa habitada por los cabritos.
Llamó a la puerta y, con su voz suave, ex­clamó:
-Abrid la puerta, hijitos. ¡Si vierais que hermosos trajes traigo para todos!
Mientras hablaba así apoyó las patas de­lanteras en el antepecho de la ventana. Su voz era ya capaz de engañar a los cabritos, pero, como estaban muy recelosos, ninguno quiso abrir sin haberse asegurado antes de que no corrían peligro. Por esto fueron a mi­rar primero por los vidrios de la ventana y, en el acto, vieron la cabeza y las negras patas del Lobo.
-¡Es el Lobo! -exclamaron asustados-. No abramos.
El Lobo se irritó mucho al observar que, por segunda vez, lo habían reconocido. Se alejó de nuevo mientras imaginaba un pro­yecto tras otro para lograr su deseo y, por último, se le ocurrió una buena idea.
Otra vez emprendió el camino hacia el pueblo, se dirigió a la tahona y, apoyando las patas en el mostrador, dijo al panadero:
-Me he quemado las patas, señor pana­dero y os agradecería mucho que me las es­polvoreaseis con un poco de harina, porque me han dicho que eso es muy bueno para las quemaduras.
El panadero no tuvo inconveniente en com­placerlo, de modo que las patas anteriores del Lobo quedaron blancas como la nieve. El, muy satisfecho, y pisando con todo el cuida­do posible para que no se le cayera la harina, se dirigió nuevamente a la casa de los cabri­tos. Llamó a la puerta y, con voz suave, dijo:
-Soy, mamá, hijitos, abrid.­
-Antes queremos ver tus patas -con­testaron ellos. El Lobo metió una de las patas por debajo de la puerta y los cabritos, al ob­servar que era blanca ya no tuvieron ningún recelo. El mayor de ellos abrió la puerta y, en el acto, se les apareció el Lobo. ¡Qué susto tuvieron!
Gritando y aterrados, todos huyeron en distintas direcciones para evitar el ataque de la fiera. Guareciéronse debajo de la cama, dentro del aparador, debajo del lavade­ro, dentro del horno y uno se metió en la caja del reloj, pero el Lobo los persiguió, uno a uno, los obligó a salir de sus escondrijos respectivos y se los tragó a todos de un solo bocado, exceptuando al menor de los cabri­tos, que se había escondido en la caja del re­loj, porque a la fiera no se le ocurrió buscar allí. Luego, fatigado por lo que había corrido aquella mañana, en sus viajes hacia el pue­blo, y ahito por lo que acababa de tragar, sa­lió pesadamente de la casa y se tendió a dormir a la sombra de un árbol que había cerca de ella.
Poco después, la Cabra llegó a su casa y ya se puede imaginar qué terrible cuadro se ofreció a sus miradas. Encontró la puerta abierta, los muebles revueltos y tirados por el suelo, las sábanas arrugadas o rotas y el lavadero destrozado. Pero lo más terrible era que por ninguna parte pudo ver un solo ca­brito.
Los llamó a todos por sus nombres respec­tivos y, al pronunciar el nombre del más pequeño, oyó su voz que le contestaba desde el interior de la caja del reloj.
-Estoy escondido aquí, mamá. ¿Se ha marchado ya el Lobo? -preguntó muy asustado.
La cabra sacó a su hijo del escondrijo y el pequeñuelo le refirió lo ocurrido.
¡Cuan triste parecía entonces la casa! La Cabra creyó que no podría continuar en ella, porque todo le recordaba a sus pobres hijitos. Así, se puso el chal y, después de abrigar a su hijo con una bufanda, emprendieron la marcha.
Fuera brillaba alegremente el sol y gor­jeaban los pájaros, pero, aquel espectáculo, lejos de dar ánimo a la madre y al hijo, con­tribuyó a aumentar la tristeza que sentían. De repente vieron al Lobo dormido a la sombra de un árbol. Roncaba con tanta fuerza que las ranas se estremecían. Y el Lobo dormía como si no hubiese cometido jamás ninguna mala acción. En su rostro había una sonrisa de inocencia, de tal modo que nadie habría podido sospechar que, poco antes, de­voró a seis cabritos.
Indignada la Cabra, se aproximó al Lobo con el propósito de matarlo. Eso le habría sido muy fácil, porque la fiera estaba dormi­da, pero, cuando se aproximó más, pudo ver que la piel del vientre se movía como si la empujase algún ser vivo. Eso comunicó a la pobre madre la esperanza de que, dentro del vientre de la fiera, estuviese aún vivo alguno de sus hijos.
Con objeto de asegurarse de ello volvió presurosa a la casa y tomó unas tijeras, hilo y una aguja. En cuanto estuvo otra vez al lado de la fiera, con extraordinaria habilidad y delicadeza, le abrió el vientre con las tije­ras. Apareció entonces un cabrito y, en breve, fue seguido por los demás, todos vivos y sanos, porque el Lobo, a causa de su extraordi­naria voracidad, se los había tragado enteros, sin causarles el menor daño.
Disponíanse los cabritos a manifestar su alegría con sus balidos, pero la Cabra hizo un gesto para ordenarles que guardasen silencio. No deseaba que despertasen al Lobo. Y, en voz baja, les encargó que fuesen en bus­ca de algunas piedras grandes porque las necesitaba para el fin que había imaginado. Obedecieron sus hijos y en cuanto la Cabra tuvo a su disposición las piedras que necesi­taba, las metió en el vientre de la fiera y lue­go cosió la piel con el mayor cuidado.
Fueron tan hábiles los movimientos de la Cabra que el Lobo no despertó siquiera. Lue­go, la madre y sus hijos se apresuraron a volver a su casa y la fiera continuó roncando y quizá sumida en dulces y agradables sue­ños. Pero, al poco rato, despertó, sintiendo un peso extraordinario en el estómago.
-Siempre me dejo arrastrar por la gula -dijo. He comido demasiado y eso no me sienta bien. Convendrá beber unos cuantos tragos de agua, para ver si se activa la di­gestión.
Se puso en pie, pero en cuanto empezó a andar, las piedras chocaban unas con otras. El Lobo, asustado, observó aquel raro fenó­meno y, creyendo que sería obra de los ca­britos, exclamó:
-¡Compadeceos de mí, queridos cabritos! Pesáis como piedras y, con tanto movimien­to, vais a lograr que se me estropee el estó­mago.
Como pudo, y luchando con grandes difi­cultades, se dirigió al río. Una vez en la orilla se inclinó para beber; pero, de repente, per­dió el equilibrio, se cayó al fondo del río y aún cuando hizo esfuerzos desesperados por salir a flote, no pudo conseguirlo y así murió ahogado.
Tal fue el fin del Lobo, que recibió el cas­tigo de sus malas costumbres, de su cruel­dad y de su voracidad. Y, en adelante, ya nada ni nadie fue a turbar la paz y la tran­quilidad de que gozaban la Cabra y sus hijos, los siete cabritos.

021. anonimo (gran bretaña)

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