En un
pueblecillo de Rhenania, que apenas contaba con doscientos vecinos, había un
solo sastre, porque, en realidad, aquéllos no necesitaban más. Pero, como
quiera que el tal sastre trabajaba muy bien, porque sabía cortar perfectamente
los trajes que le encargaban y, además, los cosía con mucho primor, se hizo
relativamente famoso, no sólo en el pueblo que vivía, sino también en otros
contiguos y, así, eran tantos y tales los encargos que le hacían constantemente,
que se vió obligado a requerir la ayuda de su mujer y también a tomar un
aprendiz que le preparara las tareas más sencillas.
El
sastre, que se llamaba Kurtz, era hombre de unos cincuenta años, de estatura no
muy elevada, gordo, con grandes mofletes y ojos azules, de expresión bondadosa,
una nariz algo rubicunda, porque no se puede negar que era bastante aficionado
a la cerveza y, por lo demás, siempre sonreía y estaba contento. Su mujer, la señora Hilze , era
también de corta estatura, tenía una figura casi redonda, unos ojuelos pequeños
y vivos y, aunque era una buena mujer, tenía el gravísimo defecto de gustarle
mucho la murmuración y sentir, en todo momento, una curiosidad insaciable, que
no la dejaba vivir.
En cuanto
a Matías, el aprendiz, era un muchacho de unos catorce años, alto, espigado, de
cara pecosa y ojos azules, que se encontraba muy bien en compañía del señor
Kurtz y que cosía con bastante habilidad.
Como ya
se ha dicho antes, el abundante trabajo del sastre lo obligó a utilizar los servicios
de su mujer y del aprendiz, pero, ni aun así conseguía cumplir puntualmente los
encargos que se le hacían. Siempre iba corto de tiempo y el buen hombre, aun
cuando no podía quejarse de sus ganancias, que le permitieron vivir con alguna
comodidad, estaba realmente preocupado por el mucho trabajo que tenía.
Por si
eso no fuese bastante, la situación vino a complicarse más todavía, porque se
aproximaba la festividad de San Conrado, patrón del pueblo. Muchos fueron los
conciudadanos del señor Kurtz que querían estrenar un traje y los encargos
llovían en la sastrería con grande apuro del buen hombre y de su mujer. Pero lo
que hizo rebosar la medida fué que el mismo burgomaestre, el señor Hermann
Platz, llamó al sastre y, mostrándole una magnífica pieza de brocado, de color
castaño y usos encajes, le encargó un elegante traje de casaca, advirtiéndole
que había de estar listo, sin falta, la víspera del día de San Conrado. Como se
comprende, el señor burgomaestre había de presidir algunas ceremonias, entre ellas
los actos religiosos que se celebrarían en la iglesia y no se podía pensar
siquiera en que no tuviese listo el traje.
El señor
Kurtz tomó las medidas, muy preocupado y, llevándose luego la tela de brocado,
los encajes y los botones de plata que le entregaron, regresó a su taller
buscando la manera de complacer a los clientes que hasta entonces le habían
hecho sus encargos y, de un modo principal, para terminar a su tiempo el traje
del burgomaestre.
-Tendremos
que trabajar mucho, Hilze. Y tú también, Matías, prepárate -dijo al entrar en su
casa-. Vamos a tener quince días buenos de verdad, en los que no nos quedará ni
siquiera el tiempo necesario para comer o dormir.
-Verdaderamente
-observó la señora
Hilze-, tal vez fuese oportuno contratar a algún oficial.
-No es
posible, mujer- le contestó el señor Kurtz-. Ahora tenemos mucho trabajo pero,
pasadas las fiestas, vendrá la calma y entonces quizá no podríamos sostener a
un oficial. Ya sabes que piden un jornal bastante elevado y, además, hay que
tener en cuenta lo que comen y lo que beben. Nunca están contentos. No, no,
vale más sacrificarse, trabajar todo lo que sea preciso y salir de este apuro.
Luego, ya veremos.
Comieron
y cenaron rápidamente, para reanudar luego el trabajo. Y seguían dedicados a
sus respectivas tareas, cuando el reloj de la iglesia dio las doce de la noche.
Hacía ya
bastantes horas que la ronda recorrió todas las calles de la población, para
cerciorarse de que nadie circulaba por ellas. El toque de queda sonó muy poco
después de haber obscurecido, pero el señor Kurtz, su mujer y el aprendiz no
pudieron hacer caso de él. Y, a las doce, la señora Hilze empezó a
dar cabezadas. Matías la imitó y el señor Kurtz comprendió que ninguno de los
dos serían capaces de hacer ya nada que valiese la pena.
-Bueno-exclamó
de pronto-, eso no es posible. ¡A la cama! Estáis los dos dormidos y sois ya
incapaces de seguir trabajando. Acostaos, pues, y yo continuaré un rato más.
-Vamos a
ver si aun podré trabajar un par de horas-se dijo el buen hombre-. ¡Dios mío!
¡Cuán verdad es el refrán de que también se puede ahogar a un huésped con
requesones! ¿Quién me habría dicho a mí que el exceso de trabajo llegaría a
preocuparme tanto?
En el
pueblo no se oía más ruido que alguno que otro canto de gallo, el ladrido de un
perro o las campanadas que resonaban majestuosas, de vez en cuando, para
anunciar el transcurso del tiempo. También, a intervalos, se oía a lo lejos el
canto del sereno que daba la hora y anunciaba a los pacíficos habitantes del
pueblo que el cielo estaba despejado y el día siguiente prometía ser muy bueno.
Cuando
más distraído estaba el señor Kurtz en su trabajo, creyó oír un ruido leve y
apagado. Levantó la cabeza, pero las sombras en que estaba envuelta la
habitación no le permitieron ver cosa alguna. Sin embargo, aquel ruido
continuaba y se hizo más intenso. No tardó en percibirlo con mayor claridad.
Parecíase al que pudieran haber producido los pies de algunos niños al bajar la
escalera que comunicaba la planta baja con el primer piso de la casa.
El señor
Kurtz levantó la lámpara que tenía sobre la mesa de trabajo, provista de una
pantalla de plancha de cobre y el espectáculo que entonces se apareció a sus
ojos lo dejó mudo de estupor. Vió la escalera casi llena por completo de
diminutos gnomos, barbudos casi todos, al parecer ya viejos y vestidos con unas
chaquetas de color verde provistas de capuchas y notó, además, que se cubrían
las piernas con unas calzas de color rojo. Lo miraban sonrientes y cordiales. Y
mientras el sastre dejaba la luz sobre la mesa, mudo de asombro de asombro, sin
saber si estaba soñando o le había hecho daño la cerveza que tomara a la hora
de la cena, uno de aquellos extraños individuos se llevó el dedo a los labios
para recomendar silencio y le dijo:
-Chitón.
No grites ni hagas ruido. Hemos sabido que tienes mucho trabajo y venimos a
ayudarte.
-¿A
ayudarme? -replicó, extrañadísimo, el señor Kurtz, no repuesto aun de su
asombro.
-Sí, ya
verás. Somos muy buenos sastres y en pocas noches te sacaremos de los
compromisos que has adquirido.
Nada
contestó el señor Kurtz. Aun no se había repuesto del pasmo que sentía.
Mientras tanto, los gnomos bajaron la escalera y repartiéndose por el taller,
cada uno de ellos tomó los pedazos de telas más o menos preparados, hilvanados,
o no, y empezaron a coser con toda actividad. Otros, tomando la libreta en que
el señor Kurtz había anotado los encargos y las medidas correspondientes,
fueron en busca de las piezas de tela y se dedicaron a cortar y preparar la
tarea que otros montaban, hilvanaban, cosían y remataban, o sea, que se habían
repartido para llevar a cabo, cada uno de ellos, la clase de labor en que más
especializado estaba.
Tan
activos se mostraron, que el señor Kurtz no tuvo necesidad de seguir
trabajando. Como si en aquel momento soñara, iba de uno a otro grupo, para
darles instrucciones. Y no tuvo necesidad de reconvenir a ninguno porque todos
llevaban a cabo un trabajo perfecto.
De este
modo transcurrió la noche.
El señor Kurtz no sabía lo que le pasaba. Y cuando llegó el
alba y todos los gallos del pueblo empezaron a proferir sus cantos de alegría y
los pajarillos en los árboles iniciaron sus píos y gorjeos, los gnomos se
apresuraron a doblar la labor que cada uno hacía y, despidiéndose con alegre
ademán del sastre, echaron a correr escalera arriba y, sin detenerse en el
piso, siguieron subiendo, de modo que el señor Kurtz pudo creer que se
encaminaban al tejado.
Aun
turbado por lo que había sucedido, dio una mirada a su alrededor. No pudo dudar
de lo que estaban viendo sus ojos y se convenció de que, verdaderamente, los
gnomos habían ido a ayudarle.
-Es
maravilloso- exclamó al mismo tiempo que daba un bostezo.
Y
sintiendo entonces un sueño extraordinario y una fatiga enorme, se dirigió a su
habitación y se acostó, procurando no hacer ningún ruido, para que la señora Hilze no se
diera cuenta de lo mucho que había trasnochado su marido.
A la
mañana siguiente, la
señora Hilze tuvo una de las sorpresas más grandes de su
vida. En cuanto hubo entrado en el taller, notó la enorme cantidad de trabajo
que se había llevado a cabo. Y como no tenía ningún indicio para sospechar la
verdad, aun cuando la asombrase, no tuvo más remedio que creer en la
extraordinaria actividad de su marido.
Mucho le
costó a este último despertar pese a las insistentes llamadas de la señora Hilze. Y
cuando, por fin, se puso en pie y estuvo en situación de contestar al
interrogatorio a que se apresuró a someterlo ella, quiso fingir que nadie lo
había ayudado, y que él solo, por un verdadero milagro de actividad y de
laboriosidad, había preparado todo el trabajo.
Mas no
convenció a su mujer. Durante todo el día ella le dirigió numerosas miradas
llenas de recelo. También observó que si, por la noche, su marido pudo dar
muestras de una actividad inexplicable, durante el día trabajaba menos que de
costumbre, precisamente a causa de lo que había trasnochado.
Y así fué
como transcurrió aquel día sin que la señora Hilze hubiera conseguido poner nada en
claro.
Por la
noche, se repitió casi exactamente lo ocurrido en la anterior. Después
de cenar, el señor Kurtz, su esposa y el aprendiz Matías continuaron su
respectivo trabajo con la mayor actividad. Y también hacia las doce, llegó un
momento en que tanto el aprendiz Matías, como su ama, la señora Hilze , ya no
pudieron más. A pesar de sus esfuerzos, se les cerraban los ojos y no podían
concentrar la atención en el trabajo. El señor Kurtz los mandó a la cama y su
esposa obedeció, aunque decidida a velar para ver qué ocurría.
Pero lo
cierto es que en cuanto se hubo metido en la cama, se quedó profundamente
dormida.
El sastre
continuó trabajando. Con gran frecuencia volvía los ojos hacia la escalera,
esperando a sus amables auxiliares de la noche anterior. La impaciencia que
sentía le hizo creer que tardaban más, pero no fué así, porque, con una
cortísima diferencia de tiempo, se presentaron a la misma hora que la noche
anterior.
Se
reanudó activamente el trabajo. El señor Kurtz fué hasta la habitación de su
mujer para cerciorarse de que estaba bien dormida. La oyó roncar tan
satisfecha, que no tuvo duda acerca de ello y luego volvió al taller para
dirigir el trabajo y, al mismo tiempo, deseoso de interrogar a sus pequeños
amigos.
Volvióse
hacia el que parecía jefe de todos ellos y, después de darle las gracias por el
valioso auxilio que le estaban prestando, añadió:
-Si no
fuese pedir demasiado, te rogaría que me dieras cuenta de las razones que os
han impulsado a ayudarme. Y también quisiera saber cómo conocéis con tanta
perfección mi oficio. He de confesaros, francamente, que podríais darme muchas
lecciones.
-Gracias,
amigo Kurtz- le contestó el gnomo, ya anciano, al que se había dirigido-. Puedo
contestar muy bien a tus preguntas y aclarar las dudas que acabas de
manifestar. Aunque muy pocas son las personas que están enteradas de ello, lo
cierto es que vivimos en los tejados de las casas. Cuando en ellas habitan
personas buenas, afectuosas y, sobre todo, activas, nos complacemos en
ayudarlas de mil maneras. Sin que se enteren, llevamos a cabo gran número de
pequeños trabajos y no son pocas las jovencitas de la población que aun no se
explican quién les lava los platos, ordeña las vacas, barre los suelos o bate
la leche para hacer mantequilla y andan siempre vigilantes, por si acaso pueden
sorprender a sus ignorados amigos. Al escuchar las conversaciones de muchos de
los habitantes del pueblo, nos hemos enterado de la gran cantidad de encargos que
te han hecho. Y como sabemos muy bien que eres un hombre activo y honrado, nos
pusimos de acuerdo para ayudarte. Ya tienes explicado el misterio. Pero debo
añadir -dijo el gnomo- que si quieres seguir recibiendo nuestra ayuda, es
preciso que nadie se entere de ello. En cuanto lo supiera alguien más, aparte
de ti mismo, no volverías a vernos.
Estas
palabras dejaron muy pensativo y preocupado al señor Kurtz. En primer lugar
quedó más agradecido y entusiasmado aun al oír la explicación que acababa de
darle el gnomo, pero luego tuvo en cuenta otra cosa.
Sería
absolutamente imposible ocultar lo que ocurría a su mujer. Era ella demasiado
curiosa para no insistir en su deseo de enterarse. Por eso, el señor Kurtz se
volvió al gnomo y le dijo:
-Esta
última condición que me impones, aun siendo muy justa, no podré cumplirla. Ya
mi mujer ha tenido esta mañana una de las mayores sorpresas de su vida, al
darse cuenta del trabajo que habéis llevado a cabo y me ha hecho numerosas
preguntas, que yo no he contestado. Pero insistirá una y otra vez, con la
curiosidad y tozudez propia de las mujeres y, al fin, no tendré más remedio que
decírselo.
-Bien
-contestó el gnomo-, lo comprendo y me hago cargo de la situación en que te
hallas. Por consiguiente, si quieres, dile la verdad. Pero , en
cambio, ella habrá de abstenerse de vernos. Tampoco me fío yo de las mujeres.
Y, sin que te ofendas, te diré que la tuya es una de las más chismosas del
pueblo. Y no podemos permitir que nuestro secreto sea conocido por todo el
mundo.
Así se
convino. Los gnomos continuar trabajando durante toda la noche, con la mayor
actividad y el señor Kurtz estaba satisfechísimo, al darse cuenta de que, sin
ningún esfuerzo por su parte podría cumplir, no solamente los encargos que le
habían hecho, con la puntualidad debida para que los trajes pudieran estrenarse
el día de la fiesta del santo patrón del pueblo, sino que aun podría aceptar
otros trabajas.
En cuanto
se tiñó el cielo con las primeras luces del alba, los gnomos volvieron a dejar
sus labores respectivas y desaparecieron por la escalera, para repartirse, sin
duda alguna, por los tejados de las distintas casas de la población.
Se acostó
el señor Kurtz, también muy fatigado, sin que lo oyera su mujer, y en cuanto se
levantó, unas horas más tarde, lo hizo en extremo satisfecho, puesto que tenía
la autorización debida para revelar a su mujer el secreto de lo que había
ocurrido en las dos noches anteriores.
Sin
embargo, y hasta la hora de la comida, no quiso satisfacer la curiosidad de la señora Hilze. Pero ,
antes de reanudar el trabajo por la tarde, le refirió detalladamente todo lo
ocurrido, aunque recomendándole el mayor secreto, puesto que solamente podrían
resultar grandes perjuicios para ellos de una indiscreción cualquiera.
Los vivos
ojuelos de la señora
Hilze centellearon de alegría al enterarse de aquel suceso
maravilloso y complacida pensó en la envidia que le tendrían sus vecinas en
cuanto conocieran el caso. Pero, sin embargo, comprendía muy bien la necesidad
de conducirse con la mayor discreción. En cambio, no pudo ni quiso conformarse
con la condición de que ella no había de ver a los gnomos que tan
bondadosamente los auxiliaban. Eso ya era demasiado. Y le parecía imposible que
su marido se hubiese conformado con semejante imposición.
-Bien, mi
querido Kurtz –dijo. Estoy contentísima por lo que acabas de comunicarme, pero
comprenderás muy bien que no me resigno a no ver a esos bondadosos gnomos.
Quisiera manifestarles mi agradecimiento y aun obsequiarlos para corresponder
de alguna manera a la bondad con que nos tratan.
-Te
repito que es imposible en absoluto- dijo el señor Kurtz, en tono enérgico-. En
cambio, me parece muy bien tu idea de obsequiarlos. Por consiguiente, esta
noche prepara algunas golosinas para ellos.
-¿Cuántos
son? - preguntó la señora
Hilze.
-Veinte
-contestó el sastre-. Podrías preparar un poco de leche caliente, mantequilla,
pan y hacer una buena torta de manzanas. No te ocupes más en coser. Eso
interesa poco. En cambio, me importa mucho más prepararles un obsequio.
Mal de su
grado, la señora Hilze
tuvo que resignarse, porque, a pesar de las numerosas insinuaciones que durante
todo el día hizo y de los ruegos que dirigió a su marido, éste no se dejó
ablandar. La condición impuesta había de cumplirse al pie de la letra. Y , por lo tanto,
se mostró inflexible.
Mas, como
buena chismosa, y como mujer que era, la señora Hilze no se
resignó. A veces ya se daba cuenta de que su marido no podía obrar de otra
manera. Comprendió también las razones que tenían los gnomos para no dejarse
ver, pero luego la curiosidad disipaba todos aquellos razonamientos y la
dominaba por completo. Y así, mientras pasaba el día, ocupada en los quehaceres
de la casa, tan abandonados últimamente, y también cuando preparaba el
refrigerio destinado a los gnomos, su mente no dejaba de imaginar un medio
cualquiera que le permitiese ser testigo de lo que sucedía.
Aquella
noche, algo antes de la hora acostumbrada, se marchó a la cama, mas con el
secreto propósito de levantarse luego, en silencio, para observar a los gnomos.
Se acostó, sin embargo, pero lo cierto es que sólo despertó a la mañana
siguiente, cuando ya los gnomos llevaban horas lejos del taller.
Aquella
noche habían acudido también y se manifestaron muy satisfechos en cuanto el
señor Kurtz los invitó a tomar el refrigerio que les había hecho preparar.
Transcurrió la noche activa y agradablemente ocupada y el buen sastre, en
extremo alegre, creía resueltas ya todas las dificultades y, más especialmente,
las que hubieran podido derivarse de la malsana curiosidad de su mujer.
Pero en
eso se engañaba, porque la
señora Hilze estaba resuelta en absoluto a conocer a los
gnomos. No se fió más de sí misma, en vista del fracaso de su primera
tentativa. Formó dos o tres proyectos más, pero, por una u otra razón, y ninguna
debida, realmente, a su culpa, fracasaron también. Mas, al fin, pudo dar con el
medio que andaba buscando.
Mientras
tanto, los gnomos acudían todas las noches al taller. La mayor parte del
trabajo pendiente estaba casi terminado ya y como sólo faltaban dos días para
la fiesta religiosa, era de prever que, en breve, aquellos bondadosos gnomos no
tuviesen ya ninguna ocupación en el taller del sastre.
-Pronto
dejaremos de venir -dijo uno de ellos, al señor Kurtz-. Te hemos sacado de un
verdadero apuro y como estamos contentos de ver que nos lo agradeces y que,
además, nos obsequias todas las noches, cuando te veas nuevamente en un agobio
de trabajo, llámanos y acudiremos a ayudarte.
La
antevíspera de San Conrado fue cuando la señora Hilze resolvió
satisfacer su curiosidad. Por la tarde, y a fin de no dormirse, había echado
una siesta. Luego, después de cenar y mientras su marido y Matías estaban
ocupados en el taller, dando los últimos toques al trabajo, se dispuso a llevar
a la práctica su proyecto. Dirigióse a la alacena y se encaminó al rincón en
que tenía un saco de guisantes secos. Tomó una haldada y, disimulada-mente,
bajó al taller con el único objeto de subir otra vez la escalera. Derramó
algunos guisantes secos en cada escalón y luego se acostó tranquilamente,
segura de que, aun en el caso de que se durmiese, la despertaría el ruido
En
efecto, llegada la hora en que solían presentarse los gnomos, éstos, que no
sospechaban cosa alguna, se dispusieron a bajar la escalera corriendo. Y, como
ya había previsto la
señora Hilze , resbalaron todos, cayéndose y causándose
numerosas contusiones que les obligaron a proferir algunos gritos de susto y de
dolor.
Levantó
el sastre la cabeza alarmado, y, al mismo tiempo, la señora Hilze saltaba
de la cama para asomarse a la puerta y ver a los bondadosos auxiliares de su
marido. Este se apresuró a socorrer a sus pequeños amigos, pero ellos,
indignados por la traición de que acababan de ser víctimas y dándose cuenta,
asimismo, de que todo se debía a la malsana curiosidad de la mujer del sastre,
partieron, jurando no volver nunca más.
Y así
fué. En vano la señora
Hilze lloró muchos días, pesarosa de lo que había hecho y en
vano, también, el señor Kurtz la hizo objeto de sus más severas reprensiones,
porque los gnomos no volvieron nunca más. Y lo peor del caso fué que, enojados
con los hombres, abandonaron sus viviendas y ya ninguno pudo recibir los
beneficios de que los hacían objeto los simpáticos gnomos.
Y en
memoria de este suceso, si vais algún día a Colonia, veréis que en una de sus
más hermosas plazas hay una fuente monumental y, en ella, un bajo relieve que
reproduce las principales escenas de la presente historia. Pero es todo cuanto
queda de los gnomos que, a partir de entonces, ya no se dejaron ver más de los
hombres.
012. anonimo (alemania)
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