El ciego lo-sun
Anónimo
(china)
Cuento
Lo-Sun era un muchacho ciego y, como otros muchos
ciegos de China, donde, por muchas circunstancias que no es necesario detallar,
abundan extremadamente los aquejados por esta desgracia, no tenía casa ni hogar,
porque sus crueles padres lo habían expulsado de su casa, a fin de que se
ganase la vida mendigando. De la mañana a la noche recorría los caminos de la
ciudad y las senda de las afueras, empuñando un bastón. A pesar de su ayuda,
varias veces había tropezado y aun fué a parar al suelo en otras ocasiones. Y
así, a costa de alguno que otro porrazo, más o menos grave, llegó a conocer
tan detalladamente toda la población y sus alrededores, que podía andar por
todas partes con la mayor seguridad, cual si fuese capaz de descubrir todos los
obstáculos y aun los menores desniveles del suelo.
Tenía Lo-Sun otro compañero, un fidelísimo perro,
llamado Fan, que le ayudaba a obtener muchas monedas de cobre. Cuantas
veces su amo hacía chasquear tres veces los dedos, el inteligente y bien
educado animalito se arrodillaba inmediatamente y ponía la cabeza en contacto
con el suelo, haciendo de este modo lo que, en China, se llama un kotow
o señal de respeto. Y tan complacidos quedaban algunos transeúntes al ver aquella
habilidad cortés, por parte de un perro, que, con frecuencia, se detenían para
entregar al cieguecito un poco de dinero. Y al cabo de algún tiempo, Lo-Sun
llegó a conquistar, muchos amigos en la población y eran numerosas las
personas que le dirigían la palabra cuando iba por las calles tanteando el
suelo con su bastón.
Una tarde, cuando Lo-Sun y su perro seguían un
sendero de las afueras, fueron sorprendidos por el crepúsculo y ya no tuvieron
más remedio que resignarse a dormir a campo raso. Como ello no tenía nada de
extraordinario para ninguno de los dos, no sintieron el más pequeño temor. En
el acto empezaron a buscar un lugar apropiado para hacer la cama. No tardó mucho Fan
en descubrir un corpulento y frondoso árbol, a cuyo pie podrían descansar
cómodamente. A ladridos anunció la buena noticia a su amo, quien comprendía
perfectamente algunas palabras del lenguaje canino y, así, los dos se dirigieron
a aquel lugar. Y, en breve, abrazados como dos cachorros, se quedaron profundamente
dormidos.
Aquella noche tuvo Lo-Sun un extraño sueño. Alguien
le dijo suavemente:
-¡Lo-Sun, Lo-Sun! ¿Me ves?
-¡Desdichado de mí! -contestó el muchacho,
tristemente -. Soy ciego.
-¡Pobrecillo! Realmente es uña desgracia, pero tal
vez yo pueda serte útil.
-¡Oh! - exclamó Lo-Sun, mientras en su rostro se
reflejaba la mayor alegría-. ¿Acaso podréis, bondadoso señor, devolverme la
vista?
-No, hijo mío. No lo haré; pero, en cambio, te
indicaré el modo de que tú mismo lo consigas, poco a poco. Atiende bien lo que
voy a decirte y luego tú mismo podrás curarte. En adelante, cada vez que
lleves a cabo una buena acción, por pequeña que sea, podrás percibir un poco
más de luz en tus pobres ojos ciegos. A medida que se multipliquen los actos
de virtud, mayor y más intenso será el cambio que observarás; hasta que, por
fin, se desprenderán por completo las escamas que ahora te impiden ver y
recobrarás totalmente la
visión. Pero fíjate en mis palabras. Si, en vez de llevar a
cabo actos de bondad y de amor, olvidas mi promesa, hasta el punto de
contaminar tu corazón con un acto de maldad, entonces tus ojos serán más
incapaces que antes de recobrar la visión y perderás el doble de lo que hayas
podido ganar con un solo acto virtuoso.
Callóse aquella voz desconocida y Lo-Sun, sobresaltado,
se despertó de su sueño. Brillaba el sol en su cara y todo el mundo parecía
más luminoso que antes. También Fan se mostraba dichoso y, en silenciosa
simpatía, lamió la mano de su joven amo.
-¿Qué te parece, Fan? ¿Seguiremos el consejo?
-le preguntó Lo-Sun, como si el perro se hubiese enterado de las palabras que
había soñado.
El perro ladró alegremente, al oír la voz de su amo.
-Bueno, si estás conforme, creo que podré recobrar la vista. Ya sabes, mi
querido amigo, que apenas puedo hacer cosa alguna sin contar contigo.
Y Lo-Sun rodeó con sus brazos el peludo cuello del
perro y lo estrechó, cariñosamente, contra su pecho.
Los dos echaron a andar hacia la población y Lo-Sun
estaba tan obsesionado por lo que soñara poco antes, que apenas podía pensar
en otra cosa.
¡Oh, si pudiese recobrar la vista, qué feliz sería!
Así podría demostrar al padre cruel, que le expulsara de su casa, que aun sería
útil en el mundo y capaz de elevarse de la posición humilde que ocupaban todos
sus parientes.
Cuando estaba muy cerca de la parte exterior de las
murallas de la población, y se disponía a entrar por la ancha puerta, tropezó
y estuvo a punto de caerse, a causa de un viejo mendigo que estaba tendido a un
lado del camino.
-¡Una limosnita para el pobre ciego! -murmuró aquel
hombre-. Tened compasión y no paséis de largo.
-Ambos nos hallamos en la misma situación -contestó
Lo-Sun, riéndose-, porque también yo soy ciego.
-¡Ay, bondadoso joven! -contestó el otro-. Yo soy
mucho más desgraciado que tú, porque, además, estoy lisiado.
Profiriendo una exclamación de simpatía y sin
acordarse para nada de la voz misteriosa oída en sueños, Lo-Sun sacó la única
moneda de cobre que poseía, de ínfimo valor, y la entregó al tullido ciego,
diciéndole:
-Toma esta moneda. No tengo nada más.
Acababa de pronunciar estas palabras, cuando vio pasar
ante sus ojos un destello de luz; y la obscuridad y negrura que, hasta
entonces, le había impedido divisar cosa alguna, perdió una parte de su
densidad.
-El ensueño es realmente cierto -exclamó muy alegre.
Y echó a andar, hablando consigo mismo de tal manera,
que cuantas personas se cruzaban con él lo tomaron por loco y procuraban que
sus ropas no rozaran las del muchacho.
Nunca Lo-Sun sintió tanta alegría como entonces. El
mundo entero parecía sonreírle y llenar su corazón de cálida dicha.
Aquella noche durmió en el Templo de los Mendigos,
edificio casi derruido y situado en la parte exterior de la Puerta del Norte. Hacía ya
mucho tiempo que lo habían abandonado los sacerdotes y, con general consentimiento,
fue cedido a los que carecían de hogar y de todo abrigo. En un rincón estaba
tendida una mujer vieja y miserable, casi muerta de hambre. Lo-Sun le dio de
buena gana el pan seco que guardaba para su cena y, entonces, con gran sorpresa
y júbilo por su parte, observó un débil resplandor que aclaraba, un poco más,
su visión. Pero, en cambio, él y Fan se vieron obligados a acostarse
con un hambre espantosa.
Al amanecer despertó más hambriento que nunca. El
pobre cieguecito echó a andar por la polvorienta carretera. Era aún demasiado
temprano para tener la esperanza de encontrar a algún viajero, y el pobre
muchacho se devanaba los sesos en busca del medio de saciar su hambre, cuando Fan
resolvió el problema, persiguiendo una gorda gallina que, por casualidad,
atravesaba su camino. Aquello era, realmente, un regalo de la suerte para el
pobre ciego. No había nadie en las cercanías y ni siquiera pudo oír, a lo
lejos, el chirrido de las ruedas de algún carro. Tomó la gallina de la boca de
Fan y, mientras éste ladraba alegre y ruidosamente, su amo lo acarició
para premiar su habilidad en la
caza. Veinte minutos después hallábase el ciego con su perro
en la plaza del mercado, situada junto al río, y allí no tuvo ninguna
dificultad en vender la gallina por un buen precio.
Mas apenas había recibido el dinero de la venta,
cuando notó que se obscurecía de nuevo su visión. La recompensa recibida por
sus dos buenas acciones anteriores quedó perdida en un solo instante y se
halló en la misma condición que al despertar de su maravilloso sueño.
Mas no por eso se desalentó Lo-Sun. Reconoció de
buena buena la falta que había cometido y tomó la resolución de repararla, buscando
al dueño de la gallina robada.
Pasó todo el día yendo de un lado a otro y recorriendo
en ambos sentidos la carretera que pasaba por la puerta del Templo de los
Mendigos, preguntando, en vano, a todos los transeúntes si conocían a alguien
que hubiese perdido una gallina. Al amanecer estaba derrengado y su rostro,
usualmente alegre y animoso, aparecía triste, demacrado y cubierto de polvo. '
La tortura del hambre, que ya le molestó al amanecer,
habíase convertido en un deseo frenético de comer, mas, con extraordinaria
fuerza de voluntad, resistió la tentación de gastar ni siquiera una, sola de
las monedas de aquella ganancia ilícita. A la mañana siguiente, al despertar,
observó, con la mayor delicia, que su vista había vuelto a mejorar como por
arte mágico. Era, pues, evidente que su pesar sincero por aquella mala acción
no había quedado sin recompensa.
Durante varias semanas y, gracias a la sucesión de
sus buenas obras, Lo-Sun avanzó con tanta rapidez en su camino para alcanzar
la visión que, por fin, llegó el momento en que ya fué capaz de advertir la
aproximación de alguien en su camino, no sólo gracias al oído, sino mediante
sus ojos y aun, alguna vez, se forjó la ilusión de ser capaz de gozar de la
magnificencia de una hermosa puesta de sol. Cuando alcanzó aquella fase, su
corazón se llenó de alegría y, en el acto, resolvió ahorrar cuantas monedas le
fuese posible, con objeto de adquirir los anteojos que, según había oído decir,
mejoraban la visión de las personas que la tenían débil.
Pero un día volvió a encontrar al ciego y cojo a quien
ya una vez diera su moneda de cobre.
-Por desgracia nada tengo -le dijo al recibir su
petición, aunque, en realidad, guardaba una buena cantidad de monedas de cobre-.
No puedo darte nada.
-Estoy muriéndome de hambre –exclamó el mendigo.
—Yo también -contestó Lo-Sun.
En aquel instante sintió un dolor agudo en los ojos,
percibió una intensa sombra que los cubría y, nuevamente, perdió la facultad de
ver la luz del día.
Se quedó desesperado. Habíase esforzado, con grandes
trabajos, en llevar una vida limpia de pecado. A sí mismo se negó muchas cosas,
¡y tal era su recompensa!
-Mayores son mis pérdidas –díjose amargamente -que mis
ganancias.
Sentíase desalentado una vez más. ¿Qué podía un pobre
muchacho ciego, en China, país en donde no había ninguna escuela para los que
estaban privados de la vista y los ciegos se veían arrojados a la calle?
Irritado contra el mundo, con sus conciudadanos y con
la mala suerte que lo había puesto en situación tan desventajosa, dirigió sus
pasos hacia el río, cuyas aguas pasaban rápidas y ruidosas. Era aquélla la
estación de las lluvias y un impetuso torrente de irritadas aguas se
precipitaba por una angostura del cauce, usualmente tranquila. Sentósea la
orilla de la turbulenta corriente y se imaginó a sí mismo como un palito
arrastrado por las aguas, a veces lanzado contra la orilla y cuando el caudal
crecía impulsado, de nuevo, hacia el centro del río. ¿Acaso no era su fiel
perro el único amigo que tenía en el mundo? ¿Y qué podría hacer el pobre animal
para devolver a su amo el sentido de la vista que le negaran los dioses?
Privado de aquel precioso sentido, no podía abrigar la esperanza de vivir y
prosperar entre los hombres, para alcanzar dinero y una buena posición.
-¡Pobre Fan! -exclamó-. Haces por mí cuanto
puedes y, sin embargo no te es posible salvarme-. El agradecido animal lamió o
el rostro de su amo-. Tú eres cuanto tengo en el mundo, y nada podrá
separarnos, porque, sin ti, me moriría.
Precisamente, en aquel instante, se oyó una voz que
exclamaba:
-¡Un hombre que se ahoga! ¡ Mirad! ¡Allá va en el
rabión! Su bote está con la quilla al aire y el desdichado no sabe nadar.
Oyó el ciego pasos presurosos desde todas direcciones
y muchas personas se congregaron allí en pocos instantes. Todos miraron con
curiosidad al hombre que luchaba por mantenerse a flote, pero ninguno se
atrevía a prestarle socorro.
-Mirad, ¡ya está perdiendo las fuerzas! -exclamaron
algunos-. La corriente se le ha llevado la barca y, con ella, toda esperanza
de salir a la orilla.
Pronto se hundirá por última vez.
Lo-Sun escuchaba, apenado, aquellas palabras y sentía
su corazón penetrado de compasión. ¿Cómo era posible que aquellos hombres
vigorosos pudiesen permanecer allí, impávidos, sin intentar ningún esfuerzo
para salvar a un hombre de la muerte? Si él se hallara en su lugar, poco
tardaría en echarse al agua a fin de socorrer al desdichado y, así les demostraría
y les echaría en cara su cobardía.
De repente se estremeció, emocionado. ¿Sería posible?
Sí, lo intentaría, por lo menos. El, a pesar de ser ciego, probaría de llevar a
cabo lo que aquellos hombres crueles no intentaban siquiera.
-¡Fan lo salvará! -gritó, poniéndose en pie de
un salto-. Mi perro salvará a ese hombre.
-¡Detente! -le gritó uno de los curiosos que ya le
conocía y que, temeroso de lo que pudiera intentar, quiso hacerle un favor-.
¡Detente! Ya es demasiado tarde. Sólo conseguirás perder a tu perro, sin
favorecer para nada a ese desdichado. Déjale que se ahogue. Por otra parte,
no es más que un pordiosero inútil.
-¡También lo soy yo! -se apresuró acontestar Lo-Sun-.
Y ya sabes que los desdichados se protegen entre sí.
Con la mayor rapidez agarró a su perro por el cuello y
lo llevó hasta la orilla del agua.
-¡Busca, Fan, busca! -le gritó, mientras lo
empujaba al agua.
Dando un ladrido de comprensión, el animal pareció
hacerse cargo de la situación y empezó a nadar vigorosamente hacia aquel pobre
hombre. En la orilla reinaba la mayor excitación.
-Ya es demasiado tarde -observaban algunos-. Ese
hombre no podrá resistir siquiera un minuto más, y el perro no conseguirá
llegar hasta él.
Nunca experimentó Lo-Sun tanta necesidad de ver como
en aquel momento, cuando su único amigo estaba en peligro de ser arrastrado
por la corriente y de separarse para siempre de él. Y, en su mente, le parecía
contemplar lo que, en aquellos momentos, estaba ocurriendo.
Un grito de los curiósos le indicó, claramente, que
el desdichado se había dado cuenta de lo que se realizaba en su favor, y él,
por su parte, redoblaba los esfuerzos por sostenerse a flote, hasta la llegada
del perro. Fan avanzaba con la mayor rapidez por entre la espuma de las
aguas. Su amo le había dado una orden y él la obedecía. Con la
mayor precisión tuvo en cuenta la distancia que había que recorrer el hombre
arrastrado por la corriente, antes de que él llegase a su lado. En la orilla
la multitud grritó, muy excitada, al ver cómo el noble animal cerraba sus dientes
para asir la destrozada ropa del mendigo en el momento en que éste se hundía
ya.
Pero entonces tuvo lugar la más heroica lucha de toda
la vida del perro: una lucha contra los elementos por su propia vida y por la
del hombre que acababa de salvar. Empezó a nadar hacia la orilla, con los
grandes ojos fijos en su amo, que, mientras tanto, y en unión de todos los
curiosos, había echado a correr por la orilla del río. Oíanse muchos gritos
de alegría y de alabanza dirigidos al valeroso perro, por último, un hombre que
estaba en la orilla y que empuñaba un largo botador, pudo agarrar con el gancho
la ropa del hombre salvado. El perro, al darse cuenta de que había terminado
su misión, soltó al mendigo y éste fue subido a tierra.
Pero, ¡ay, pobre Fan! En aquel momento, la
corriente se apoderó de él y lo arrastró. Y el desdichado animal estaba ya
demasiado débil para seguir luchando, y se sumergió.
Los gritos de los curiosos revelaron a Lo-Sun la
triste suerte de su perro. El pobre ciego profirió una exclamación de angustia
y se dejó caer sobre la arena, hundiendo el rostro en el polvo. Los curiosos
allí congregados apenas prestaron atención al pobre ciego, sumido en el dolor
y como ya empezaban a extenderse por la tierra las sombras del crepúsculo,
todos se alejaron.
Pasó Lo-Sun la noche entera en aquel lugar, sumido en
la desesperación y en el dolor de haber perdido a su único anlig;o. Al
amanecer de la mañana siguiente despertó, pues se había dormido sin darse
cuenta, pero ya no estaba allí su fiel amigo que fuese a lamerle la cara y las
manos y profiriera alegres ladridos al ver que su amo despertaba.
Pero, al levantar la cabeza, observó, con el mayor
asombro, que sus ojos quedaban deslumbrados por los ardientes rayos del sol.
Miró a su alrededor y pudo ver algunas cosas, distinguir el curso del río, en
cuyas orillas crecían algunos sauces y, más allá, columbró también las murallas
de la población. Bien
era verdad que no le era posible ver claramente los objetos pequeños, pero
¡qué maravilloso y grato era poder contemplar aquellas cosas que, durante
tanto tiempo, no había podido ver! Y mientras reflexionaba, pasmado, acerca de
cuanto veía, no dejó de darse cuenta de que el sacrificio de Fan, del
cual no había dudado un momento en favor de aquel hombre que se ahogaba, era la
causa de que recibiera el inapreciable don de la vista.
Mientras Lo-Sun, sentado en el suelo, regocijándose
con la posición de aquel sentido nuevo para él, vio a un hombre que se acercaba.
Pudo distinguir perfectamente su figura, pero no sus facciones. El desconocido
se acercaba por momentos, hasta que, al fin, se quedó en pie, al lado del
muchacho e inclinado hacia él.
-Tú eres, amigo mío, el que ayer me salvó la vida -le
dijo.
Lo-Sun miró intensamente al desconocido, esforzándose
en descubrir las facciones de aquella persona, por la cual había perdido cuanto
era suyo y todo lo que quería en el mundo.
-¡Cómo! ¿Eres tú? -exclamó el otro-. ¿Eres el mismo
Lo-Sun, mi hijo, al que expulsé de mi casa?
Profiriendo un gemido de amargura, Lo-Sun se cubrió
el rostro con las manos. Resultaba que había salvado a su padre, al hombre que
odiaba por su crueldad. ¡Y por su padre había sacrificado a su fiel perro!
En su pecho sintió que se formaban irritadas palabras
y a punto estuvo de maldecir al hombre que lo había tratado con tanta crueldad
y de manera tan inhumana y vergonzosa. Pero, entonces, creyó oír una voz suave
que lo ponía en guardia. Y él, extendiendo las manos, dijo:
-Padre, te perdono.
Emocionado el padre por lo sucedido y más aún al oír
aquellas palabras de su hijo, que, ciertamente, no merecía, lo estrechó cariñosamente
entre sus brazos.
-¡Benditos sean los dioses! -exclamó-. Mi pecado ha
sido enorme. ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Yo te expulsé de mi casa y tú no vacilaste
en salvarme la vida.
Y cuando Lo-Sun devolvía a su padre el abrazo que
acababa de recibir, desprendióse de sus ojos la última escama que le entorpecía
la visión y ya pudo distinguir con toda claridad las cosas de este hermoso
mundo.
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