Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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sábado, 26 de mayo de 2012

El ciego lo-sun

El ciego lo-sun
Anónimo
(china)

Cuento
  
Lo-Sun era un muchacho ciego y, como otros muchos ciegos de China, donde, por mu­chas circunstancias que no es necesario de­tallar, abundan extremadamente los aqueja­dos por esta desgracia, no tenía casa ni ho­gar, porque sus crueles padres lo habían ex­pulsado de su casa, a fin de que se ganase la vida mendigando. De la mañana a la noche recorría los caminos de la ciudad y las senda de las afueras, empuñando un bastón. A pe­sar de su ayuda, varias veces había trope­zado y aun fué a parar al suelo en otras ocasiones. Y así, a costa de alguno que otro po­rrazo, más o menos grave, llegó a conocer tan detalladamente toda la población y sus alre­dedores, que podía andar por todas partes con la mayor seguridad, cual si fuese capaz de descubrir todos los obstáculos y aun los menores desniveles del suelo.
Tenía Lo-Sun otro compañero, un fidelí­simo perro, llamado Fan, que le ayudaba a obtener muchas monedas de cobre. Cuantas veces su amo hacía chasquear tres veces los dedos, el inteligente y bien educado animali­to se arrodillaba inmediatamente y ponía la cabeza en contacto con el suelo, haciendo de este modo lo que, en China, se llama un ko­tow o señal de respeto. Y tan complacidos quedaban algunos transeúntes al ver aquella habilidad cortés, por parte de un perro, que, con frecuencia, se detenían para entregar al cieguecito un poco de dinero. Y al cabo de algún tiempo, Lo-Sun llegó a conquistar, mu­chos amigos en la población y eran numero­sas las personas que le dirigían la palabra cuando iba por las calles tanteando el suelo con su bastón.
Una tarde, cuando Lo-Sun y su perro se­guían un sendero de las afueras, fueron sor­prendidos por el crepúsculo y ya no tuvieron más remedio que resignarse a dormir a campo raso. Como ello no tenía nada de extraor­dinario para ninguno de los dos, no sintieron el más pequeño temor. En el acto empezaron a buscar un lugar apropiado para hacer la cama. No tardó mucho Fan en descubrir un corpulento y frondoso árbol, a cuyo pie po­drían descansar cómodamente. A ladridos anunció la buena noticia a su amo, quien comprendía perfectamente algunas palabras del lenguaje canino y, así, los dos se dirigie­ron a aquel lugar. Y, en breve, abrazados como dos cachorros, se quedaron profunda­mente dormidos.
Aquella noche tuvo Lo-Sun un extraño sue­ño. Alguien le dijo suavemente:
-¡Lo-Sun, Lo-Sun! ¿Me ves?
-¡Desdichado de mí! -contestó el mu­chacho, tristemente -. Soy ciego.
-¡Pobrecillo! Realmente es uña desgra­cia, pero tal vez yo pueda serte útil.
-¡Oh! - exclamó Lo-Sun, mientras en su rostro se reflejaba la mayor alegría-. ¿Aca­so podréis, bondadoso señor, devolverme la vista?
-No, hijo mío. No lo haré; pero, en cam­bio, te indicaré el modo de que tú mismo lo consigas, poco a poco. Atiende bien lo que voy a decirte y luego tú mismo podrás cu­rarte. En adelante, cada vez que lleves a cabo una buena acción, por pequeña que sea, podrás percibir un poco más de luz en tus po­bres ojos ciegos. A medida que se multipli­quen los actos de virtud, mayor y más intenso será el cambio que observarás; hasta que, por fin, se desprenderán por completo las escamas que ahora te impiden ver y recobrarás total­mente la visión. Pero fíjate en mis palabras. Si, en vez de llevar a cabo actos de bondad y de amor, olvidas mi promesa, hasta el punto de contaminar tu corazón con un acto de mal­dad, entonces tus ojos serán más incapaces que antes de recobrar la visión y perderás el doble de lo que hayas podido ganar con un solo acto virtuoso.
Callóse aquella voz desconocida y Lo-Sun, sobresaltado, se despertó de su sueño. Bri­llaba el sol en su cara y todo el mundo pare­cía más luminoso que antes. También Fan se mostraba dichoso y, en silenciosa simpatía, lamió la mano de su joven amo.
-¿Qué te parece, Fan? ¿Seguiremos el consejo? -le preguntó Lo-Sun, como si el perro se hubiese enterado de las palabras que había soñado.
El perro ladró alegremente, al oír la voz de su amo.
-Bueno, si estás conforme, creo que podré recobrar la vista. Ya sabes, mi querido ami­go, que apenas puedo hacer cosa alguna sin contar contigo.
Y Lo-Sun rodeó con sus brazos el peludo cuello del perro y lo estrechó, cariñosamente, contra su pecho.
Los dos echaron a andar hacia la pobla­ción y Lo-Sun estaba tan obsesionado por lo que soñara poco antes, que apenas podía pen­sar en otra cosa.
¡Oh, si pudiese recobrar la vista, qué fe­liz sería! Así podría demostrar al padre cruel, que le expulsara de su casa, que aun sería útil en el mundo y capaz de elevarse de la posición humilde que ocupaban todos sus parientes.
Cuando estaba muy cerca de la parte ex­terior de las murallas de la población, y se disponía a entrar por la ancha puerta, tro­pezó y estuvo a punto de caerse, a causa de un viejo mendigo que estaba tendido a un lado del camino.
-¡Una limosnita para el pobre ciego! -murmuró aquel hombre-. Tened compasión y no paséis de largo.
-Ambos nos hallamos en la misma situa­ción -contestó Lo-Sun, riéndose-, porque también yo soy ciego.
-¡Ay, bondadoso joven! -contestó el otro-. Yo soy mucho más desgraciado que tú, porque, además, estoy lisiado.
Profiriendo una exclamación de simpatía y sin acordarse para nada de la voz misteriosa oída en sueños, Lo-Sun sacó la única moneda de cobre que poseía, de ínfimo valor, y la en­tregó al tullido ciego, diciéndole:
-Toma esta moneda. No tengo nada más.
Acababa de pronunciar estas palabras, cuando vio pasar ante sus ojos un destello de luz; y la obscuridad y negrura que, hasta entonces, le había impedido divisar cosa al­guna, perdió una parte de su densidad.
-El ensueño es realmente cierto -excla­mó muy alegre.
Y echó a andar, hablando consigo mismo de tal manera, que cuantas personas se cruza­ban con él lo tomaron por loco y procuraban que sus ropas no rozaran las del muchacho.
Nunca Lo-Sun sintió tanta alegría como entonces. El mundo entero parecía sonreírle y llenar su corazón de cálida dicha.
Aquella noche durmió en el Templo de los Mendigos, edificio casi derruido y situado en la parte exterior de la Puerta del Norte. Ha­cía ya mucho tiempo que lo habían abando­nado los sacerdotes y, con general consenti­miento, fue cedido a los que carecían de ho­gar y de todo abrigo. En un rincón estaba tendida una mujer vieja y miserable, casi muerta de hambre. Lo-Sun le dio de buena gana el pan seco que guardaba para su cena y, entonces, con gran sorpresa y júbilo por su parte, observó un débil resplandor que aclaraba, un poco más, su visión. Pero, en cambio, él y Fan se vieron obligados a acos­tarse con un hambre espantosa.
Al amanecer despertó más hambriento que nunca. El pobre cieguecito echó a andar por la polvorienta carretera. Era aún demasiado temprano para tener la esperanza de encon­trar a algún viajero, y el pobre muchacho se devanaba los sesos en busca del medio de sa­ciar su hambre, cuando Fan resolvió el pro­blema, persiguiendo una gorda gallina que, por casualidad, atravesaba su camino. Aque­llo era, realmente, un regalo de la suerte para el pobre ciego. No había nadie en las cercanías y ni siquiera pudo oír, a lo lejos, el chi­rrido de las ruedas de algún carro. Tomó la gallina de la boca de Fan y, mientras éste ladraba alegre y ruidosamente, su amo lo acarició para premiar su habilidad en la caza. Veinte minutos después hallábase el ciego con su perro en la plaza del mercado, situada junto al río, y allí no tuvo ninguna dificultad en vender la gallina por un buen precio.
Mas apenas había recibido el dinero de la venta, cuando notó que se obscurecía de nue­vo su visión. La recompensa recibida por sus dos buenas acciones anteriores quedó perdi­da en un solo instante y se halló en la misma condición que al despertar de su maravilloso sueño.
Mas no por eso se desalentó Lo-Sun. Reco­noció de buena buena la falta que había come­tido y tomó la resolución de repararla, bus­cando al dueño de la gallina robada.
Pasó todo el día yendo de un lado a otro y recorriendo en ambos sentidos la carretera que pasaba por la puerta del Templo de los Mendigos, preguntando, en vano, a todos los transeúntes si conocían a alguien que hubie­se perdido una gallina. Al amanecer estaba derrengado y su rostro, usualmente alegre y animoso, aparecía triste, demacrado y cu­bierto de polvo.         '
La tortura del hambre, que ya le molestó al amanecer, habíase convertido en un deseo frenético de comer, mas, con extraordinaria fuerza de voluntad, resistió la tentación de gastar ni siquiera una, sola de las monedas de aquella ganancia ilícita. A la mañana si­guiente, al despertar, observó, con la mayor delicia, que su vista había vuelto a mejorar como por arte mágico. Era, pues, evidente que su pesar sincero por aquella mala acción no había quedado sin recompensa.
Durante varias semanas y, gracias a la su­cesión de sus buenas obras, Lo-Sun avanzó con tanta rapidez en su camino para alcan­zar la visión que, por fin, llegó el momento en que ya fué capaz de advertir la aproxima­ción de alguien en su camino, no sólo gracias al oído, sino mediante sus ojos y aun, alguna vez, se forjó la ilusión de ser capaz de gozar de la magnificencia de una hermosa puesta de sol. Cuando alcanzó aquella fase, su cora­zón se llenó de alegría y, en el acto, resolvió ahorrar cuantas monedas le fuese posible, con objeto de adquirir los anteojos que, según había oído decir, mejoraban la visión de las personas que la tenían débil.
Pero un día volvió a encontrar al ciego y cojo a quien ya una vez diera su moneda de cobre.
-Por desgracia nada tengo -le dijo al re­cibir su petición, aunque, en realidad, guar­daba una buena cantidad de monedas de co­bre-. No puedo darte nada.
-Estoy muriéndome de hambre –exclamó el mendigo.
—Yo también -contestó Lo-Sun.
En aquel instante sintió un dolor agudo en los ojos, percibió una intensa sombra que los cubría y, nuevamente, perdió la facultad de ver la luz del día.
Se quedó desesperado. Habíase esforzado, con grandes trabajos, en llevar una vida lim­pia de pecado. A sí mismo se negó muchas co­sas, ¡y tal era su recompensa!
-Mayores son mis pérdidas –díjose amargamente -que mis ganancias.
Sentíase desalentado una vez más. ¿Qué podía un pobre muchacho ciego, en China, país en donde no había ninguna escuela para los que estaban privados de la vista y los cie­gos se veían arrojados a la calle?
Irritado contra el mundo, con sus conciu­dadanos y con la mala suerte que lo había puesto en situación tan desventajosa, dirigió sus pasos hacia el río, cuyas aguas pasaban rápidas y ruidosas. Era aquélla la estación de las lluvias y un impetuso torrente de irri­tadas aguas se precipitaba por una angostu­ra del cauce, usualmente tranquila. Sentósea la orilla de la turbulenta corriente y se ima­ginó a sí mismo como un palito arrastrado por las aguas, a veces lanzado contra la ori­lla y cuando el caudal crecía impulsado, de nuevo, hacia el centro del río. ¿Acaso no era su fiel perro el único amigo que tenía en el mundo? ¿Y qué podría hacer el pobre animal para devolver a su amo el sentido de la vista que le negaran los dioses? Privado de aquel precioso sentido, no podía abrigar la esperan­za de vivir y prosperar entre los hombres, para alcanzar dinero y una buena posición.
-¡Pobre Fan! -exclamó-. Haces por mí cuanto puedes y, sin embargo no te es posi­ble salvarme-. El agradecido animal lamió o el rostro de su amo-. Tú eres cuanto tengo en el mundo, y nada podrá separarnos, por­que, sin ti, me moriría.
Precisamente, en aquel instante, se oyó una voz que exclamaba:
-¡Un hombre que se ahoga! ¡ Mirad! ¡Allá va en el rabión! Su bote está con la qui­lla al aire y el desdichado no sabe nadar.
Oyó el ciego pasos presurosos desde todas direcciones y muchas personas se congrega­ron allí en pocos instantes. Todos miraron con curiosidad al hombre que luchaba por mantenerse a flote, pero ninguno se atrevía a prestarle socorro.
-Mirad, ¡ya está perdiendo las fuerzas! -exclamaron algunos-. La corriente se le ha llevado la barca y, con ella, toda esperan­za de salir a la orilla. Pronto se hundirá por última vez.
Lo-Sun escuchaba, apenado, aquellas pala­bras y sentía su corazón penetrado de compa­sión. ¿Cómo era posible que aquellos hombres vigorosos pudiesen permanecer allí, impávi­dos, sin intentar ningún esfuerzo para salvar a un hombre de la muerte? Si él se hallara en su lugar, poco tardaría en echarse al agua a fin de socorrer al desdichado y, así les de­mostraría y les echaría en cara su cobardía.
De repente se estremeció, emocionado. ¿Se­ría posible? Sí, lo intentaría, por lo menos. El, a pesar de ser ciego, probaría de llevar a cabo lo que aquellos hombres crueles no intentaban siquiera.
Fan lo salvará! -gritó, poniéndose en pie de un salto-. Mi perro salvará a ese hombre.
-¡Detente! -le gritó uno de los curiosos que ya le conocía y que, temeroso de lo que pudiera intentar, quiso hacerle un favor-. ¡Detente! Ya es demasiado tarde. Sólo con­seguirás perder a tu perro, sin favorecer pa­ra nada a ese desdichado. Déjale que se aho­gue. Por otra parte, no es más que un pordio­sero inútil.
-¡También lo soy yo! -se apresuró acontestar Lo-Sun-. Y ya sabes que los des­dichados se protegen entre sí.
Con la mayor rapidez agarró a su perro por el cuello y lo llevó hasta la orilla del agua.
-¡Busca, Fan, busca! -le gritó, mientras lo empujaba al agua.
Dando un ladrido de comprensión, el animal pareció hacerse cargo de la situación y empezó a nadar vigorosamente hacia aquel pobre hombre. En la orilla reinaba la mayor excitación.
-Ya es demasiado tarde -observaban al­gunos-. Ese hombre no podrá resistir si­quiera un minuto más, y el perro no con­seguirá llegar hasta él.
Nunca experimentó Lo-Sun tanta necesi­dad de ver como en aquel momento, cuando su único amigo estaba en peligro de ser arras­trado por la corriente y de separarse para siempre de él. Y, en su mente, le parecía con­templar lo que, en aquellos momentos, estaba ocurriendo.
Un grito de los curiósos le indicó, clara­mente, que el desdichado se había dado cuen­ta de lo que se realizaba en su favor, y él, por su parte, redoblaba los esfuerzos por soste­nerse a flote, hasta la llegada del perro. Fan avanzaba con la mayor rapidez por entre la espuma de las aguas. Su amo le había dado una orden y él la obedecía. Con la mayor pre­cisión tuvo en cuenta la distancia que había que recorrer el hombre arrastrado por la co­rriente, antes de que él llegase a su lado. En la orilla la multitud grritó, muy excitada, al ver cómo el noble animal cerraba sus dien­tes para asir la destrozada ropa del mendigo en el momento en que éste se hundía ya.
Pero entonces tuvo lugar la más heroica lucha de toda la vida del perro: una lucha contra los elementos por su propia vida y por la del hombre que acababa de salvar. Em­pezó a nadar hacia la orilla, con los grandes ojos fijos en su amo, que, mientras tanto, y en unión de todos los curiosos, había echa­do a correr por la orilla del río. Oíanse mu­chos gritos de alegría y de alabanza dirigidos al valeroso perro, por último, un hombre que estaba en la orilla y que empuñaba un largo botador, pudo agarrar con el gancho la ropa del hombre salvado. El perro, al darse cuen­ta de que había terminado su misión, soltó al mendigo y éste fue subido a tierra.
Pero, ¡ay, pobre Fan! En aquel momento, la corriente se apoderó de él y lo arrastró. Y el desdichado animal estaba ya demasiado débil para seguir luchando, y se sumergió.
Los gritos de los curiosos revelaron a Lo-­Sun la triste suerte de su perro. El pobre cie­go profirió una exclamación de angustia y se dejó caer sobre la arena, hundiendo el rostro en el polvo. Los curiosos allí congregados apenas prestaron atención al pobre ciego, su­mido en el dolor y como ya empezaban a ex­tenderse por la tierra las sombras del cre­púsculo, todos se alejaron.
Pasó Lo-Sun la noche entera en aquel lu­gar, sumido en la desesperación y en el do­lor de haber perdido a su único anlig;o. Al amanecer de la mañana siguiente despertó, pues se había dormido sin darse cuenta, pe­ro ya no estaba allí su fiel amigo que fuese a lamerle la cara y las manos y profiriera ale­gres ladridos al ver que su amo despertaba.
Pero, al levantar la cabeza, observó, con el mayor asombro, que sus ojos quedaban deslumbrados por los ardientes rayos del sol. Miró a su alrededor y pudo ver algunas co­sas, distinguir el curso del río, en cuyas ori­llas crecían algunos sauces y, más allá, co­lumbró también las murallas de la población. Bien era verdad que no le era posible ver cla­ramente los objetos pequeños, pero ¡qué ma­ravilloso y grato era poder contemplar aque­llas cosas que, durante tanto tiempo, no ha­bía podido ver! Y mientras reflexionaba, pas­mado, acerca de cuanto veía, no dejó de darse cuenta de que el sacrificio de Fan, del cual no había dudado un momento en favor de aquel hombre que se ahogaba, era la causa de que recibiera el inapreciable don de la vista.
Mientras Lo-Sun, sentado en el suelo, re­gocijándose con la posición de aquel sentido nuevo para él, vio a un hombre que se acerca­ba. Pudo distinguir perfectamente su figura, pero no sus facciones. El desconocido se acer­caba por momentos, hasta que, al fin, se quedó en pie, al lado del muchacho e inclinado ha­cia él.
-Tú eres, amigo mío, el que ayer me sal­vó la vida -le dijo.
Lo-Sun miró intensamente al desconocido, esforzándose en descubrir las facciones de aquella persona, por la cual había perdido cuanto era suyo y todo lo que quería en el mundo.
-¡Cómo! ¿Eres tú? -exclamó el otro-. ¿Eres el mismo Lo-Sun, mi hijo, al que expul­sé de mi casa?
Profiriendo un gemido de amargura, Lo­-Sun se cubrió el rostro con las manos. Re­sultaba que había salvado a su padre, al hombre que odiaba por su crueldad. ¡Y por su padre había sacrificado a su fiel perro!
En su pecho sintió que se formaban irrita­das palabras y a punto estuvo de maldecir al hombre que lo había tratado con tanta crueldad y de manera tan inhumana y ver­gonzosa. Pero, entonces, creyó oír una voz suave que lo ponía en guardia. Y él, exten­diendo las manos, dijo:
-Padre, te perdono.
Emocionado el padre por lo sucedido y más aún al oír aquellas palabras de su hijo, que, ciertamente, no merecía, lo estrechó cariño­samente entre sus brazos.
-¡Benditos sean los dioses! -exclamó-. Mi pecado ha sido enorme. ¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Yo te expulsé de mi casa y tú no vaci­laste en salvarme la vida.
Y cuando Lo-Sun devolvía a su padre el abrazo que acababa de recibir, desprendióse de sus ojos la última escama que le entorpe­cía la visión y ya pudo distinguir con toda claridad las cosas de este hermoso mundo.



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