70. Cuento popular castellano
Éste era un rey que tenía muchos
deseos de tener un hijo. Y ya le tuvo, y salió muy jugador. Y jugaba tanto que
les dejaba arruinados de tanto juego. Y una noche perdió todo el dinero que
tenía y ofreció el alma al demonio, diciendo que si ganara tanto dinero como
había perdido, que le daría el alma.
Apenas había dicho estas palabras
cuando salió un caballero y le dijo:
-¿Qué ha dicho usted?
-Pues, si ganase tanto dinero como he
perdido, daría el alma al demonio.
-Pues, tome usted esta bolsa de dinero
y esta baraja -le dice el caballero- y juegue usted con ella. Y después me las
lleva usted a las tres torres del Oro.
El muchacho aceptó la bolsa de dinero
y la baraja, y empezó a ganar mucho dinero todas las noches en la banca. Y sus
padres muy contentos. Pero él se ponía muy triste al pensar que tenía que ir a
llevar el dinero y la baraja a las tres torres del Oro.
Ya se puso en camino, con su caballo y
su merienda, en busca de las tres torres del Oro. Iba andando, andando... y ya
se terminó la comida que llevaba y tuvo que comer de las ancas del caballo.
Iba andando, andando..., y se encontró a un águila. Y la dijo:
-Águila, tú que corres tantas tierras,
¿sabrás dónde están las tres torres del Oro?
-No, no -dice.
Y siguió el muchacho caminando,
caminando... Ya vino otro águila, y la preguntó:
-¿Sabes dónde están las tres torres
del Oro?
-Sí -dice-. Mira, por aquella
carretera, andando, andando, andando, llegarás.
Siguió pues, caminando, caminando...,
y cuando ya iba llegando, salió el caballero.
-¡Hola, hombre!
-¡Hola!
-¡Qué tal! ¿Has ganado mucho dinero?
-Sí -dice.
-Bueno, pues ahora tienes que quedarte
aquí y casarte con una de las tres hijas que tengo.
Ya al otro día le llamó y le dijo:
-Mira, tienes que ir a aquel cerro y
plantar viñas. Ahora son las once. A las once y media tienes que traerme una
botella de vino.
-¡Hombre, eso es imposible, porque las
viñas no dan hasta los tres o cuatro años!
-Pues no hay más remedio. Si no lo
haces, te mataré.
-Se marchó el pobre muchacho muy
triste. Y en el camino se encontró a una de las hijas del demonio, a
Blancaflor, y le dice:
-¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan
triste?
-Pues, mira lo que me ha dicho tu
padre -le dice-. Que tengo que ir a aquel cerro y plantar viñas y llevarle una
botella de vino a las once y media. Y ahora son las once.
-No te asustes -le dijo Blancaflor-,
que yo haré todo eso. Y en un momento fue y plantó las viñas y le trajo la
botella con el vino. Y va el muchacho con la botella al padre y al ver la
botella de vino le dice:
-Ah, esto no lo haces tú, que lo hace
Blancaflor. Y el demonio le dice entonces:
-Pues, bueno, ahora tienes que hacer
otra cosa. Mañana, a las once, tienes que ir al mar y sacar un anillo que se le
cayó a mi tatarabuela.
-¡Hombre, eso es imposible!
-Pues no hay más remedio. Si no, te
mataré.
Al otro día se marchó el muchacho muy
triste hacia la orilla del mar, y salió Blancaflor al encuentro. Y le contó lo
que le había dicho su padre.
-Pues, mira -le dice Blancaflor-.
Hazme tajaditas y méteme en esta botella y tírame al mar. Y con esta guitarra
estáte tocando, porque si no tocas, seremos perdidos.
Así lo hizo el muchacho. La hizo
tajaditas, la metió en la botella y la tiró al mar. Y empezó entonces a tocar
la guitarra. Tocó y tocó, y ella no salía, y por fin se quedó dormido. Y ella,
muy asustada, se asomó del mar y le dijo:
-¡Toca, toca!
Y salió con el anillo. Y fue el
muchacho y se lo llevó al diablo. Y entonces, de que se lo llevó, le dijo el
diablo:
-Ah, esto no lo haces tú, que lo hace la Blancaflor. Bueno ,
pues mañana te vas a casar con una de mis tres hijas y tienes que elegir.
Y al otro día le metió en un sótano a
oscuras con las tres chicas y le tapó los ojos y le dijo que eligiera una. Y
empezó a elegir:
-Ésta no. Ésta no. Ésta sí.
Y era Blancaflor. Como había visto al
picarla que tenía un hoyito en la mano, la conoció, y por eso dijo, «Ésta sí».
Ya celebraron las bodas, y por la noche se fueron los dos a su gabinete. Y
ellos, como sabían que el diablo les quería matar, pusieron dos pellejos de
vino en la cama, con una saliva encima de ellos. Y si el diablo decía,
«Blancaflor», respondía la saliva por ella.
Entonces se marcharon en uno de los
caballos del diablo. Y empezó su padre a llamar:
-Blancaflor, Blancaflor, ¿duermes
bien? Y la saliva contestaba:
-Sí, señor.
Y luego allá al rato volvió:
-Blancaflor, Blancaflor, ¿duermes
bien?
-Sí, señor (más bajito). Y luego
volvió otra vez:
-Blancaflor, Blancaflor, ¿duermes
bien?
No contestó, porque se terminó ya la
saliva. Entonces entró en el gabinete y vio que no había nadie. Y del enfado
que les dio, fue la mujer del diablo á buscarlos. Ya los iba alcanzando cuando
el muchacho volvió la cabeza y dijo:
-Oye, Blancaflor, que viene tu madre.
-Déjala que venga -dijo Blancaflor.
Y tiró una toalla, y se hizo un monte
muy espeso, muy espeso. Tan espeso era que la diabla les perdió de vista y tuvo
que volver a casa. Llega a casa, y le dicen las hermanas de Blancaflor:
-¡Ay, tonta, que estaban ellos entre
el bosque, que no les has visto!
Y una de las hermanas dijo:
-Ahora voy yo a buscarles. ¡Verás cómo
les encuentro!
Echó a correr o a volar, y ya los
alcanzaba. Y entonces volvió la cabeza el muchacho y la dice:
-Blancaflor, que viene tu hermana.
-Déjala que venga.
-Déjala que venga.
Y tiró una palancanita que llevaba, y
se hizo un río caudaloso. Y no lo pudo pasar la diabla. Y se volvió a casa
desesperada. Y luego dice la otra hermana:
-¡Ay, tonta, que tampoco les has
hallado tú! Pues, ahora voy yo.
Y ya echó a volar también. Y ya les
iba alcanzando cuando volvió él la cabeza y dice:
-Blancaflor, que viene tu hermana.
-Déjala que venga.
Y ya, cuando llegaba la diabla a
ellos, dice Blancaflor:
-Mira, yo soy la ermita y tú el
ermitaño.
Y ella se hizo una ermita y él el
ermitaño. Y llegó la diabla y preguntó:
-Buen hombre, buen hombre, ¿ha visto
usted un recién casadito y una recién casadita?
-Tindilindín, dilindindán, ¿que si
quiere usted entrar a misa?
-¿Que si ha visto usted un recién
casadillo y una recién casadilla?
-Que voy a tocar a misa, que si quiere
usted entrar. Tilindindfn, dilindindán.
Pues ella, ya enfadada, les echó la
maldición:
-¡Sigún habís sido de queridos, seáis
olvidados!
Pues ya se separaron el muchacho y
Blancaflor a la primera población. Y ella se metió de sastra, y él se puso a
servir. Y él ya se iba a casar con otra. Pero un día fue a hacerse la ropa a
casa de Blancaflor, y entonces se conocieron y se casaron. Y fueron muy
felices.
Sepúlveda,
Segovia. Narrador XII, 25 de marzo, 1936.
Fuente:
Aurelio M. Espinosa, hijo
058. Anónimo (castilla y leon)
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