Todos
habréis oído hablar de Carlomagno, del glorioso emperador, que dominaba una
gran parte de Francia y de Alemania, así como de los Países Bajos y que,
durante tantos años, se distinguió por una lucha incesante y victoriosa contra
los infieles musulmanes. Ayudado por sus paladines y, desde luego, también por
su propio valor, llevó a cabo hazañas increíbles. En España, según cuenta la
leyenda, dió varias batallas a los moros y a causa de la traición de uno de sus
capitanes, sufrió la derrota de Roncesvalles, donde perdió su vida el valeroso
Rolando [1]
, así como la flor y nata de los ejércitos franceses.
Pero, por
fortuna, en la mayor parte de las batallas que daba, solía alcanzar la
victoria, de modo que con el transcurso de los años aumentaba su poderío y su
grandeza, así como, también, la fama que en todo el mundo daba a conocer sus
virtudes y lo señalaba como el monarca más valeroso, más caballeresco y noble
de toda la cristiandad.
Era el
emperador muy buen católico y siempre daba pruebas de la mayor reverencia, con
respecto a las cosas relacionadas con la religión. Cuando ,
por último, decidió hacer de Aquisgrán la capital de su imperio, díjose que
debería hacer construir allí una magnífica catedral. Y tuvo el propósito de que
fuese tan grande y hermosa, que en todo el mundo cristiano no hubiera otra que
se le pudiera comparar.
Quería el
emperador que las torres de la catedral fuesen más altas y más llenas de
calados que las de Notre-Dame, los muros provistos de más ventanales que la de Chartres , el
interior de la nave más policromado que el de la famosa catedral de Santa
Sofía, y que el conjunto fuese aún más monumental que la de Toledo. Además ,
deseaba que su capacidad fuese tal, que en el interior de la iglesia cupiera
holgadamente todo un pueblo. Y en cuanto a todos los ornamentos y objetos
propios del culto, habrían de ser de los más preciosos metales, enriquecidos
por las más espléndidas gemas que se pudieran hallar.
Llamó,
pues, a los mejores arquitectos de aquella época, les ordenó hacer un proyecto
de la catedral soñada y, al fin, tras de muchos tanteos y reformas, el
emperador dió su aprobación a uno de los proyectos.
Entonces
fué preciso pensar en el dinero. La construcción de aquella catedral inmensa,
maravillosa y, sobre toda ponderación, grandiosa, había de exigir sumas
enormes. Grandes eran las riquezas del soberano, y sin vacilar las dedicó por
completo a la realización de tan meritorio proyecto. Se empezaron
inmediatamente las obras, con gran número de obreros y abundantes materiales de
construcción, y aun cuando se daban la mayor prisa en levantar los muros de la
inmensa nave, el trabajo no progresaba mucho, de modo que, después de algunos
años, Carlomagno que, en un claro de sus expediciones por el occidente europeo,
pudo volver a Aquisgrán, observó que al paso que llevaba aquella obra, no la
vería él terminada en todos los días de su vida, por larga y dilatada que
fuese.
Dió mayor
actividad a los trabajos, pero apenas si se consiguió algún progreso sensible.
Carlomagno
estaba muy preocupado, porque, realmente, le interesaba terminar aquella
catedral, y tenía la ilusión de que antes de morir le fuese dable contemplar el
edificio ya construido.
Cierto
día estaba lejos de Aquisgrán, en su tienda de campaña, y pensando en la
catedral.
-Es una
verdadera lástima -se dijo- que yo no pueda dar a los trabajos el impulso que
sería deseable.
Apenas
había pronunciado estas palabras en voz baja, hablando consigo mismo, levantó,
extrañado, la mirada, al ver que, de repente, y sin que él lo viera entrar, se
le había aparecido un caballero.
Era un
hombre alto y flaco, vestía un traje de terciopelo verde, con medias y zapatos
de igual color. De su cinto colgaba una riquísima espada y en la mano izquierda
sostenía un gorro adornado con una espléndida pluma, sujeta por un broche de
brillantes. Las facciones de aquel individuo eran muy raras. Los ojos eran
negrísimos y poseían intenso brillo. La nariz aguileña, la boca de labios
delgados y el bigote y la barba, así como las cejas y el cabello, eran de color
intensamente negro. Hizo una reverencia al soberano y éste, extrañado, le
preguntó quién era.
-Nunca me
habías visto hasta ahora ¡oh, rey! -contestó el desconocido, pero como estoy
enterado de tus cuitas y del ardiente deseo que tienes por terminar la catedral
de Aquisgrán, he venido a ofrecerte mis servicios.
-¿Y quién
eres? -preguntó el soberano, cada vez más extrañado.
-Me
parece imposible que no lo hayas adivinado aun -contestó el desconocido.
Mírame bien y pronto hallarás la respuesta a tu pregunta.
Carlomagno
fijó atentamente los ojos en aquel hombre y al observar la expresión de su
fisonomía ya no tuvo duda ninguna. Era el Diablo.
-¿Acaso debo entender que eres Satanás?
-Preguntó.
-Preguntó.
-El mismo -contestó el interpelado. Y como te
decía antes, he venido a ofrecerte mis servicios, para terminar la construcción
de la catedral. Si
aceptas las condiciones que voy a exponerte, la dejaré terminada en tres meses.
Te proporcionaré todos los tesoros que necesites para llevar a cabo las obras y
éstas progresarán de un modo insospechado y maravilloso, sin que tus obreros
tengan que hacer esfuerzo alguno. Y como única recompensa te pido que me cedas,
en cuerpo y alma, el primer ser viviente que salga a tu encuentro, a saludarte,
cuando llegues a tu palacio de Aquisgrán, después del fin victorioso de la
guerra.
Quedóse
Carlomagno perplejo al oír aquella extraña petición. Se esforzó en recordar
cuál era el primer ser viviente que solía acudir a recibirlo, al regreso de sus
viajes o de sus guerras. Y recordó que, invariablemente, era su fiel perro
Weiss el primero que acudía, gozoso, a dar saltos de alegría a su alrededor y a
lamerle las manos, sin dejar de ladrar. Y aun cuando el emperador quería mucho
al fiel animal, no dudó un instante: más valía terminar rápidamente la
catedral, que la vida de un perro. Además, tuvo la certeza de que Dios le
agradecería aquel sacrificio. Por esto se volvió al Diablo y le dijo:
-Trato
hecho. Puedes tomar las disposiciones necesarias para que se activen las obras
de la catedral y a mi llegada a Aquisgrán te entregaré al primer ser viviente
que acuda a saludarme.
-Contigo
no hay ninguna necesidad de redactar un contrato -replicó Satanás-. Me consta
que eres hombre de palabra y estoy persuadido de que la cumplirás. Por lo
tanto, oye ahora cómo vamos a hacerlo. Una vez haya terminado la construcción
de la catedral y estén hechos los preparativos para celebrar en ella el primer
servicio religioso, tú te dirigirás al edificio, llevando a tu lado, y muy bien
tapado con una manta, el ser que hayas de entregarme. Yo estaré acurrucado
detrás de la huerta principal de la iglesia. Con objeto de que nadie se dé cuenta de
lo que ocurre, ordenarás a unos hombres que introduzcan el bulto y lo dejen
detrás de la puerta de la
iglesia. Yo entonces, lo recogeré y me apresuraré a marchar.
A partir de aquel momento, la catedral será tuya y podrás hacer de ella lo que
te convenga.
-Estamos
de acuerdo -dijo el emperador.
El
desconocido, simplemente, se desvaneció, porque nadie habría sido capaz de
observar su salida. En el aire de la tienda flotó unos instantes un olor raro,
como si se hubiese quemado algo pero no tardó en desaparecer aquella última
huella de la presencia del diablo.
La guerra
en que el emperador estaba ocupado llegaba ya a su terminación. El enemigo
había sido derrotado en dos o tres batallas principales y sólo faltaba acabar
de vencer la resistencia de algunos pequeños núcleos enemigos, de modo que, un
mes después, la empresa había terminado victoriosamente. Reuniéronse los
trofeos conquistados en aquella expedición bélica y, se organizó la marcha
hacia Aquisgrán.
El viaje
duró ocho días. Unos correos precedieron al grueso de la comitiva, para
anunciar la llegada del monarca y de sus victoriosos capitanes, así como,
también, del grupo de jefes enemigos que habían sido hechos prisioneros.
Doblaron y repicaron, gozosas, las campanas de todas las iglesias de la ciudad
y sus vecinos, en traje de fiesta, se lanzaron a la calle para llenar casi el
camino que había de seguir la comitiva al dirigirse al palacio.
La hija
de Carlomagno quería mucho a su padre. La princesa Belle ,
pues tal era el nombre que le daban todos, a causa de su extremada hermosura,
acudía todas las tardes, a la más alta torre de su palacio, para mirar a lo
lejos y darse cuenta de si llegaba la comitiva capitaneada por su padre. Y en
cuanto los correos hubieron anunciado que, pocas horas después, estarían ya en
Aquisgrán, el emperador y todos los que formaban su séquito, la hermosa joven, acompañada
por dos de sus damas, no se movió ya de su observatorio, en espera de la
ocasión de abrazar a su padre, al que, según ya se ha dicho, amaba de un modo
extremado.
En cuanto
descubrió, a lo lejos, la nube de polvo que levantaban los caballos, la joven
profirió un grito de alegría y echó a correr escalera abajo, seguida por sus
damas, con objeto de ser la primera en abrazar a su padre.
Al frente
de todos los cortesanos y de los altos funcionarios del palacio, la joven
aguardaba en el vestíbulo. El emperador, seguido por sus validos, se apeó
delante de la puerta de su palacio, entró en él y se arrojó en brazos de su
hija, sin pensar en otra cosa ni acordarse de la promesa que hiciera al Diablo.
Y tampoco se fijó en que antes de entrar en el edificio, pasó por delante de
una jaula, en la que estaba encerrado un lobo. La fiera, movida por un impulso
realmente extraordinario, e inexplicable, al pasar el emperador dió un gemido,
meneó el rabo y pasó el hocico por entre los barrotes, con el deseo de lamer la
mano del emperador, en el momento en que pasaba por su lado. Este no observó
aquel incidente, pues tenía los ojos fijos en su hija, que se precipitaba en
sus brazos. Pero uno de sus servidores que iba siempre a su lado, muchacho
listo y buen observador, vió, extrañado, la extraordinaria conducta de aquel
lobo.
-¡Querido
padre! -exclamaba, mientras tanto, la princesa Belle , besando y abrazando a
Carlomagno. ¡Cuánto me alegro, de ser la primera en abrazarte y felicitarte
por tu victoria! ¡Oh, qué contenta estoy de que hayas vuelto!
Correspondió
el emperador a las caricias de su hija, pero, de pronto, se quedó rígido,
separó a la joven, poniéndole las manos en los hombros y la abrazó de nuevo,
mientras de sus ojos surgían algunas lágrimas, porque acababa de recordar la
promesa que, imprudentemente, hiciera al Diablo.
-¿Qué
tienes, padre? -preguntó la
princesa Belle , al notar la extraña conducta del emperador.
-Nada,
querida hija -contestó él. Simplemente que la alegría de verte apenas me ha
permitido corresponder a tus caricias. Y ahora bien, ¿qué ha sido de mi perro
Weiss? ¿Por qué no ha venido a mi encuentro?
-Murió
hace muy pocos días, padre. El pobre era muy viejo -contestó la princesa con
acento triste.
Al oír
tales palabras, el emperador dió un gemido. No tenía más remedio que entregar a
su hija al Diablo. Y comprendió que éste había presentido ya la muerte del
perro y le propuso aquel contrato, persuadido de que, gracias a él, lograría
apoderarse de la
princesa Belle.
Pero el
emperador se rehizo, porque era hombre enérgico, valeroso y estaba lleno de
recursos. Y se propuso consultar con los hombres más sabios de su corte, para
ver si podía encontrar el medio de salir del apuro y de salvar a su hija.
Al día
siguiente fué a visitar la catedral en construcción. Las obras progresaban con
extremada rapidez, de tal manera, que los mismos maestros de construcción se
manifestaban verdaderamente extrañados y satisfechos. Vió el emperador que se
habían elevado ya todos los muros y que empezaban los preparativos para
construir los techos, las bóvedas y las cúpulas, así como también se disponían
a rematar las torres. Estas obras quedaron terminadas asimismo con una rapidez
extraordinaria, de tal manera que ya se pudo pensar en el adorno interior del
templo.
Esta era,
quizá, la obra más costosa de todas y la que mayor cantidad de dinero exigiría.
Estaba el emperador algo preocupado por esta circunstancia cuando, un buen día
y mientras se hallaba en el subterráneo del palacio, buscando en el archivo
unos documentos que necesitaba, le llamó la atención ver en un muro unas
señales que le hicieron sospechar la existencia de una puerta tapiada. Mandó
que acudiesen dos albañiles para quitar el obstáculo y de este modo se
descubrió una inmensa cámara desprovista de toda ventana y que resultó estar
llena de fabulosos tesoros en metales, preciosos y gemas de sin igual riqueza.
No tenía
el emperador la más pequeña noticia de aquel tesoro y, fundadamente, supuso que
lo habría colocado allí el Diablo, en cumplimiento de su promesa, con objeto de
permitir la terminación de las obras de la catedral. Y esta
prueba de formalidad por parte del Diablo, dejó anonadado al emperador, porque,
moralmente, lo ponía en mayor obligación de cumplir, a su vez, lo pactado.
Sumido en
sus tristes pensamientos y en gran preocupación, regresó el monarca a sus
habitaciones.
Lo
aguardaba en una de ellas la
princesa Belle que, después de darle un beso y un abrazo, le
preguntó por la causa de su disgusto. El quiso disimular, pero contestó de un
modo tan poco convincente, que la hermosa joven comprendió que no le decía la
verdad y, acosándolo a preguntas, acabó por conocerla.
-Ya ves
-dijo entonces el emperador- cuál es el apuro en que me encuentro, querida
hija. Y lo peor es que aun cuando he consultado a los hombres más doctos de mi
reino, me ha sido imposible encontrar la manera de eludir la obligación
contraída.
Permaneció
Belle unos instantes, pensativa, y luego, sonriente, dijo:
-No te
apures, padre. Con el mayor gusto me prestaré a que cumplas la promesa hecha al
Diablo. Así habrás logrado construir una bellísima catedral, en honor y para
mayor gloria de Dios, de la
Virgen María y de todos sus santos, sin más sacrificio que el
de mi vida, cuya duración nadie podría haber adivinado. Y, además, ¡quién sabe
si el diablo me tratará bien!
-No me
resigno yo tan fácilmente, hija -contestó el emperador cabizbajo-. Convocaré a
mi consejo y buscaremos la manera de arreglar el asunto.
Se
dirigió el rey a su estancia, donde lo esperaba su criado Alain, el mismo que
había observado la extraña conducta del lobo enjaulado, cuando llegó el
emperador. Acogió respetuoso a su señor y al observar que estaba muy
preocupado, se permitió preguntarle si se hallaba indispuesto.
Llevaba
Alain muchos años al servicio del emperador y éste lo quería sinceramente.
Además, en numerosas ocasiones había podido comprobar que era un muchacho fiel
e inteligente. Por eso no tuvo inconveniente en darle cuenta de los motivos de
la pena que sentía. Y en cuanto lo hubo terminado, Alain sonrió y dijo:
-Si no
tienes más motivo de pena que ése, señor, puedes desecharlo. Cuando llegamos a
palacio pude fijarme en que un lobo enjaulado, que se hallaba ante la puerta de
entrada, dió un gemido de pena por no poder llegar hasta ti y sacó luego el
hocico por entre los barrotes, deseoso de lamerte la mano. Ese fué, pues, el
primero que te saludó a tu llegada y ésta, también la víctima que has de
ofrecer al Diablo.
-¿Estás
seguro? -preguntó Carlomagno, sin atreverse a creer en tanta felicidad.
-En
absoluto, señor. Precisamente fué un detalle que me extrañó, porque nunca había
visto a una de esas fieras que manifestara tanto afecto por un hombre.
-Si dices
la verdad, Alain -contestó el emperador-, juro, por la Virgen María y por su
Divino Hijo, que voy a colmarte de riquezas.
Y, muy
satisfecho, el emperador volvió sobre sus pasos, para comunicar a la princesa
la noticia que acababa de recibir. Después se dirigió a la puerta de palacio y
pudo ver que allí continuaba aun encerrado el lobo que lo saludó en primer
lugar a su llegada a Aquisgrán.
Se acercó
a la jaula del animal y pudo observar que éste, como perro sumiso y cariñoso,
meneaba primero el rabo, profería luego unos gemidos de pena y al fin sacaba
repetidamente la lengua, en su deseo de lamer la mano del emperador. En una
palabra, se conducía como hubiera podido hacerlo el más cariñoso de los perros.
-¡Bendito
sea Dios! -exclamó con reverencia el emperador Carlomagno, levantando los ojos
al cielo.
* * *
Mientras
tanto se aceleraban los trabajos en el interior de la iglesia. Llamados
por el emperador, habían acudido a Aquisgrán los mejores artistas y artífices
de la época. Los
primeros cubrieron las bóvedas y algunas paredes con pinturas al temple, que
aun en la actualidad son la maravilla de quienes las contemplan. Otros
construyeron altares, púlpitos, hornacinas y candelabros. Los mejores
imagineros labraron las efigies de la Virgen, de su Divino Hijo y de los santos
más notables de la corte celestial. Los joyeros labraron cálices, custodias,
vinajeras, atriles, incensarios y otros objetos propios del culto. Los
vidrieros cubrieron las ventanas y los rosetones de vidrios de todos los
colores, sujetos por tiras de plomo y de modo que formasen un mosaico en el que
se reproducían imágenes y vidas de santos. Los ebanistas construyeron las
sillas del coro, la parte correspondiente a los altares y los demás muebles
propios de la iglesia, y, en una palabra, todos se esforzaron y esmeraron en
hacer algo maravilloso que. a la vez, deleitaba la mirada, infundía el respeto por
aquella magnífica casa de Dios y daba a entender la munificencia y el acendrado
espíritu religioso del emperador que había imaginado tan hermosa obra.
Y así
llegó el día de la
inauguración. Se eligió con todo cuidado, procurando que
coincidiera con una festividad señalada en el calendario católico. El obispo
bendijo la catedral nueva, con objeto de que al día siguiente pudiera ya
dedicarse al culto. Y llegó el momento en que el emperador había de cumplir la
promesa hecha al Diablo, puesto que era preciso reconocer que este, por su
parte, se había atenido escrupulosamente al contrato.
La
víspera del señalado día, Carlomagno dió a su criado Alain las instrucciones
pertinentes. Y a la mañana siguiente se organizó el cortejo para dirigirse a la catedral. A la cabeza
de todos y separados de la comitiva que presidía el mismo emperador, iban cinco
hombres que sobre unas fuertes barras de madera llevaban algo cuidadosamente
cubierto por las mantas. Y siguiendo las instrucciones que se les habían dado,
aquellos hombres atravesaron la puerta principal de la basílica y, dirigiéndose
luego hacia la izquierda, dieron la vuelta en torno de la media puerta abierta
para dirigirse al rincón que la hoja de madera formaba con la pared. Y allí dejaron en
el suelo el bulto que transportaban.
Apenas lo
hubieron hecho y cuando se incorporaban, pudieron ver en el rincón a un
individuo que, a causa de la obscuridad, se les apareció de un modo vago e
impreciso. En cambio, sus ojos encendidos se divisaban con la mayor claridad. Y
aquel individuo dio un extraño rugido, un salto y, al parecer, enfurecido, se
desvaneció en humo, de modo que los dos servidores del emperador que
presenciaban, mal de su grado, aquella escena espantosa, huyeron despavoridos
hacia el exterior.
Carlomagno,
que ya esperaba algo por el estilo, interrogó a los cinco hombres y al oírla
explicación que ellos le dieron, comprendió muy bien lo sucedido. El Diablo se
había sentido chasqueado y huyó colérico al comprobar que no podría hacerse
dueño de la princesa
Belle.
Carlomagno
elevó los ojos al cielo y, mentalmente, dió las gracias a Dios por la merced
que le había hecho. Y sin explicar a nadie lo sucedido, ni dar cuenta tampoco,
de la alegría que experimentaba, penetró en la basílica, se arrodilló
reverentemente ante el altar mayor y elevó al Altísimo una fervorosa oración.
Y es fama
que aquel lobo, a pesar de su fiereza natural, se convirtió, en adelante, en el
más fiel de los perros para con el emperador. Lo seguía por todas partes y
también a la guerra, y, en más de una ocasión, le salvó la vida. Todos lo temían,
porque de nadie se dejaba tocar siquiera. Sólo el emperador tenía sobre él
absoluto dominio y únicamente, al monarca le dedicaba todo el afecto de que era
capaz.
012. anonimo (alemania)
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