El zorro andaba escondiendosé
siempre en los montes porque sabía que el tigre lo andaba buscando por todas
partes.
En lo que andaba por áhi, un día
encontró una soga de varios metros de largo. La alzó y la enrolló y siguió por
una senda muy estrecha. Por la parte opuesta había entrado el tigre. Se
encontraron sin darse cuenta frente a frente y sin poder retroceder ni uno ni
otro. Entonces, Juan, en su picardía, y mostrandosé cariñoso con su tío que
estaba enfurecido, le dijo:
-Ya va ver. La tierra va a dar
vuelta con tanta velocidá que a todos los habitantes del mundo los va a
despedir al aire, entre las nubes. Entonces yo he conseguido esta soga, que la
conseguí para mí, pero se la puedo dar. Era para atarme fuertemente de un
árbol. Y así podía salvar mi vida. Si quiere, lo puedo atar, así se salva. Yo
voy a buscar otro medio de asegurarme. Yo soy chico, me puedo meter en una
cueva, en cualquier parte.
Y al tigre le entró miedo y dijo que
sí, que lo atara. Que le hiciera ese favor. Y el zorro buscó un árbol bien
fuerte, y lo dejó atado al tigre. Lo dejó bien asegurado y se disparó. Y así se
volvió a salvar el zorro.
Después de varios días, el tigre,
casi muerto de hambre, logró cortarse las ataduras y volvió a su casa enfermo y
cada vez más enojado con el zorro.
Silvano Arístides Hernández, 61
años. Mar del Plata. Buenos Aires, 1958.
Cuento 197. Fuente: Berta Elena Vidal de Battini
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