La torre de las Infantas,
residencia en otro tiempo de las tres encantadoras princesas moras Zayda,
Zorayda y Zorahayda, estaba abandonada. Este abandono obedecía a que nadie se
atrevía a habitarla, ya que, según se decía, la sombra de la joven Zorahayda,
que murió en ella, se aparecía a la luz de la luna, junto a la fuente de la
sala, tocando su laúd maravilloso.
Pero llegó un buen día en
que una señora llamada Fredegunda se fue a vivir a ella con su sobrina
Jacinta, muchacha huérfana y muy bella, a la que se llamó «la Rosa de la Alhambra ». Su tía no le
per-mitía salir jamás de aquella torre y en ella se consumía su juventud.
Cierto día que paseaba
por la Alhambra Ruiz
de Alarcón, el paje favorito de los Reyes, con el halcón preferido de la Reina , advirtió que el ave
de presa, al ver un pájaro sobre un árbol, se lanzó en su persecución. El joven
siguió al pájaro en su vuelo, hasta que lo vio posarse en la alta torre de las
Infantas. Creyéndola deshabitada, se dirigió hacia ella e intentó buscar alguna
portezuela por donde poder entrar. Cuando lo estaba intentando, vio aparecer
por una ventana un hermoso rostro de una muchacha, que desapareció en seguida.
Esperó, para ver si podía verlo de nuevo, pero fue en vano; entonces se decidió
a llamar a la puerta. Al poco tiempo apareció aquel rostro encantador en la
ventana.
-¿Qué deseáis? -dijo.
-Quisiera subir a la
torre para coger mi halcón, que está posado en lo más alto -contestó el paje.
-Perdonad, señor, que no
os abra la puerta; mi tía me lo tiene prohibido.
Pero ante los ruegos del
bello paje, la muchacha aceptó. Si sólo el rostro de la muchacha le había
cautivado, al contemplarla ahora con su corpiño andaluz y su graciosa basquiña,
quedó enamorado de ella. La joven, turbada ante su presencia, dejó caer el
ovillo de seda que estaba devanando, el cual se apresuró a cogerlo galantemente
el paje, y ofrecióselo de rodillas. Estaban absortos uno y otro, cuando se oyó
ruido fuera.
-Es mi tía, que vuelve de
misa -gritó la muchacha-. Señor, os ruego que os marchéis.
El paje aseguró que no lo
haría sin llevarse la rosa que llevaba ella prendida en su cabello. La muchacha
se la dio, y él la cubrió de besos. Después, poniéndose su bonete, se deslizó
por el jardín, llevándose el corazón de Jacinta.
A los pocos días volvió
el paje a la torre; la corte se ausentaba de Granada y venía a despedirse de su
amada.
Jacinta se quedó en el
mayor desconsuelo y no pudo disimular su pena, acabando por confesar a su tía
su pasión por el paje.
Gran indignación se
apoderó de la tía cuando supo que, a pesar de toda su vigilancia, se había
entablado aquella tierna correspondencia entre los dos jóvenes.
Mientras así pensaba la
pobre anciana, la sobrina no olvidaba ni por un instante los juramentos de
amor y fidelidad que le había hecho su amante.
Pasaron días, semanas y
meses, y nada se volvió a saber del doncel de la Reina. Pasó el tiempo,
y el paje no volvía.
La infeliz joven estaba
pálida y melancólica; abandonó sus ocupaciones y entretenimientos. Sus madejas de
seda se quedaron sin devanar. Su guitarra, muda. Sus flores, descuidadas. Ya
no escuchaba los trinos de los pájaros, y sus ojos, antes alegres y
brillantes, se marchitaban llorando en secreto. Si hubiera de buscarse un lugar
apropiado para alimentar la pasión de una triste doncella abandonada, no sería
posible encontrar otro más adecuado que la Alhambra , donde todo parece evocar tiernos y
románticos ensueños. La
Alham-bra es un paraíso de los enamorados.
-¡Ay, inexperta niña! -le
decía, severa y casta, Fredegunda, cuando sorpren-día a su sobrina en los
momentos de aflicción-. Ten la seguridad de que aunque ese joven se hubiera
propuesto serte fiel, su padre, uno de los nobles más orgullosos de la corte,
le prohibiría terminantemente su unión con una joven humilde y desheredada como
tú. Toma, pues, una resolución enérgica y desecha de tu imaginación esas
locas esperanzas.
Las palabras de
Fredegunda sólo servían para acrecentar la melancolía de su sobrina; por lo que
la infeliz criatura tomó el partido de entregarse a solas a su dolor. Cierta
noche de verano, y a hora avanzada, después que la tía se retiró a descansar,
quedóse la sobrina en el saloncito de la torre, junto a la fuente de alabastro,
donde el desleal amante se había arrodillado a besarle la mano por vez primera
y le había jurado su amor. El corazón de la apenada doncella oprimíase con tan
tristes recuerdos y sus lágrimas caían abundantes en la fuente. Poco a poco
comenzó a agitarse el agua y a bullir y formar burbujas, hasta que apareció
ante sus ojos una hermosísima figura de mujer ricamente ataviada con traje
morisco.
Jacinta se asustó de tal
manera que huyó del salón y no se atrevió a volver a él. A la mañana siguiente
contó cuanto había visto a su tía; pero la buena señora lo creyó todo quimera
de su imaginación, o que se habría dormido y lo habría soñado junto a la
maravillosa fuente.
-Habrás estado meditando
en la historia de las tres princesas moras que habitaron en otros tiempos esta
torre -añadió-, y esto te habrá hecho soñar con ellas.
-¿Qué historia es ésa,
tía? No la conozco.
-¿No has oído hablar
nunca de las tres bellas princesas Zayda, Zorayda y Zorahayda, encerradas por
su padre en esta misma torre y que se fugaron con tres caballeros cristianos, aunque
a la menor le faltó valor para seguirlas y fue la que, según cuentan, murió en
esta misma torre?
-Ahora recuerdo haber
oído esa historia -dijo Jacinta-, y muchas veces he llorado por la desventura
de la infortunada Zarahayda.
-Hacías muy bien en dolerte
de su desventura -continuó la tía-, pues el amante de Zorahayda fue uno de tus
antepasados. Por largo tiempo lloró a su adorada princesa mora; pero el tiempo
mitigó su dolor, y se casó con una noble dama española, de la cual tú eres
descendiente.
Cerca de medianoche,
cuando todo estaba en silencio, se fue Jacinta a colocar junto a la fuente del
saloncito. No bien la campana de la lejana torre de la Vela anunció la hora de las
doce, cuando la fuente se agitó de nuevo y empezó a bullir el agua hasta que apareció
la extraña visión. Era joven y hermosa; sus vestiduras estaban adornadas de
riquísimas joyas y llevaba en la mano un laúd. Jacinta quedó trémula y a punto
de perder el sentido; pero se tranquilizó al oír la dulce voz de la aparecida
y al ver la cariñosa expresión de su melancólico y pálido rostro.
-¡Hija de los mortales!
-le dijo- ¿Qué te aqueja? ¿Por qué enturbia tu llanto el agua de mi fuente?
¿Por qué interrumpen tus suspiros y tus quejas el silencio de la noche?
-Lloro la ingratitud de
los hombres y me quejo de mi triste soledad y abandono.
-¡Consuélate, hija mía!
Tus penas pueden concluir. Mira en mí una princesa mora que, como tú, fue muy
desdichada en amores. Un caballero cristiano antecesor tuyo cautivó mi corazón
y hubiérame llevado a su país natal y al seno de tu Iglesia. Me habría
convertido de todo corazón; pero me faltó valor que igualase a mi fe, y vacilé
en el momento supremo, por lo que el espíritu del mal se apoderó de mi, y en
esta torre estoy encantada hasta que un alma cristiana quiera romper el
mágico hechizo. ¿Quieres tú acometer esta empresa?
-¡Ay, sí, sí quiero!
-contestó la joven, conmovida.
-Pues acércate y nada
temas; mete tu mano en la fuente, rocíame con agua y bautízame según el rito de
tu religión. Así concluirá el encantamiento y mi alma en pena alcanzará el
descanso.
La tímida doncella se
aproximó con paso vacilante, introdujo la mano en la fuente y, cogiendo un
poco de agua, verificó la aspersión sobre el pálido rostro de la triste
aparecida. Sonrió con inefable benignidad la bella visión, y dejando caer su
laúd a los pies de Jacinta, cruzó sus blancos brazos sobre el pecho y se
desvaneció, convirtiéndose en lluvia de gotas de rocío que caían sobre la
fuente.
Jacinta se retiró del
salón con cierto terror mezclado de asombro. Dificilmente pudo conciliar el
sueño aquella noche, y cuando se despertó, bajó al saloncito y vio confirmada
la realidad de la aparición, pues al borde de la fuente encontró el laúd de
plata.
Apresuróse a buscar a su
tía y le contó lo que había ocurrido. La virtud del maravilloso laúd se hizo
cada día más famosa. Jacinta pasaba el tiempo tocando el laúd, y cuantos
transitaban por el pie de la torre se detenían encantados, sin atraverse a
respirar, como arrobados.
La fama de este prodigio
cundió por todas partes. Los habitantes de Granada subían a la Alham bra para oír siquiera
algunas notas de la música sobrenatural, que, aunque débilmente, se percibía en
los contornos de la torre de las Infantas.
La encantadora joven
salió al fin de su retiro, pues los ricos y poderosos del país se disputaban a
porfía el oírla y colmarla de distinciones.
Mientras que Andalucía se
hallaba poseída de aquella vehemente pasión musical, otros vientos corrían en
la corte de España, pues al Rey le daba por guardar cama semanas enteras,
quejándose de dolencias imaginarias.
No se encontró otro
remedio más eficaz para calmar las melancolías del augusto Monarca que el poder
de la música.
En la época a que se
refiere nuestro relato habíase apoderado del Rey una monomanía más rara aún
que las anteriores: el rey se obstinó en que se le hicieran en vida las
exequias fúnebres.
Encerrados se hallaban en
este insoluble dilema, cuando llegó a la corte el renombre de la tocadora de
laúd, que estaba causando la admiración de toda Andalucía, e inmediatamente
despachó la Reina
emisarios para que la trajeran a la corte.
Impaciente por hacer la
prueba, la llevó a la habitación del Monarca. Las ventanas se hallaban
cerradas. La oscuridad lo invadía todo, excepto los lúgubres resplandores de
los cirios que rodeaban el catafalco, donde el Monarca se hallaba tendido,
ensayando su última postura.
Jacinta fue introducida
por la Reina en
la cámara y le hizo tomar asiento. Enseguida la muchacha comenzó a tocar el
laúd y todos se quedaron maravillados al oír su melodía. El Monarca levantó la
cabeza y miró a su alrededor; sentóse en su féretro y sus ojos empezaron a
animarse.
El triunfo del mágico
laúd fue completo; el demonio de la melancolía fue arrojado del cuerpo del Rey.
Se abrieron las ventanas
de la habitación y todos los ojos buscaron a la hermosa cantora. El paje Ruiz
de Alarcón se echó a sus pies y la presentó a la corte como su prometida, y
pronto se celebraron con gran ostentación las bodas de esta feliz pareja.
Aquel maravilloso laúd
estuvo algún tiempo en poder de la familia; pero luego se cree que pasó a
Italia, y allí, ignorando su valor, fundieron la plata y utilizaron sus cuerdas
para un viejo violín de Cremona, las cuales han conservado siempre su maravillosa
virtud.
099. Anónimo (andalucia)
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