Calbucoy caminaba una tarde por la ladera de un
cerro, ascendiendo en busca de ciertas semillas secretas que la machi de
su comunidad le había pedido para usar en la confección de amuletos. Él mismo
llevaba, atado a su tobillo, uno hecho con piedras sagradas, plumas de
avestruz, cascabeles y semillas, que lo protegería no sólo de la fatiga y las
mordeduras de serpientes, sino que ahuyentaría a cualquier mal espíritu o
duende maligno que intentara hacer algo contra el joven.
Su madre le había recomendado que ascendiera sólo
hasta pasado el mediodía, y en ese momento regresara, para que la noche no lo
sorprendiese lejos de la comunidad y en senderos del cerro que la oscuridad
volvería desconocidos.
Pero Calbucoy era un muchacho, y quién puede hacerle
recomen-dación alguna a un muchacho…
El sol comenzaba ya a descender, y Calbucoy se
detuvo un momento a beber y descansar. Eligió una estrecha saliente que le
permitía ver por completo, allá abajo, el lago Lácar[1].
La canción del viento sobre las formas visibles e invisibles del paisaje le
trajo a Calbucoy el canto antiguo de los antepasados que se cuela en los
sonidos de la Naturaleza.
No es que el muchacho reconociera esto con demasiada
claridad, pero se esforzaba en hacerlo porque así le contaron los cazadores
mayores que sucedía, y él no quería sentirse menos.
Ensimismado en sus pensamientos ‑que no trataban de
nada en especial, sino que eran como aves encerradas en la confusa jaula de su
cabeza yendo y viniendo y chocando contra los límites del cráneo, pero que sin
embargo se parecían mucho, realmente mucho, a los cantos antiguos que el joven
hubiera querido identificar claramente aunque seguía sin reconocer, Calbucoy no
se dio cuenta de que a medida que corría la tarde el cielo se había ido
anegando con grandes nubes negras y pesadas. Recién se enteró cuando las
primeras gotas mojaron su rostro.
El descenso se convertiría en algo demasiado
dificultoso en caso de que la lluvia se acrecentara, y esto no tardó más de un
par de minutos en suceder. Calbucoy, entre resignado y seducido por la
incipiente aventura que se abría ante él, se dispuso a hallar un lugar cercano
a cubierto del agua, quizá una pequeña cueva, donde hacer un fuego y esperar
que pasara la tormenta o la noche, más probablemente ambas cosas.
Cuando se puso de pie, la vista del lago bajo la
lluvia lo sedujo. Desde esa altura, era un cuadro fascinante. El agua
tormentosa que caía del cielo parecía abrirse al acercarse a la superficie del lago,
y cuando la lluvia se hizo copiosa Calbucoy tuvo la extraña sensación de que
eran las aguas del lago las que se levantaban hacia el cielo, y no al revés.
La lluvia arreciaba. En la ya brumosa imagen que el
muchacho veía allá abajo, de pronto creyó distinguir algo muy extraño: un bulto
grande, vagamente cilíndrico, que surgió por un momento y volvió a hundirse
bajo la superficie del lago.
Calbucoy pensó que había sido una imagen falsa
creada por la lluvia y el viento sobre la agitada superficie del lago. Pero,
poco después, volvió a distinguir esa forma, esta vez con más claridad porque
permaneció algunos segundos como encabritada sobre las aguas antes de volver a
desaparecer.
El muchacho no se decidía a clasificar esa visión.
La idea que le parecía más cercana era la de un tronco. Pensó que, además, eso no
tendría nada de raro. Y en eso estaba cuando nuevamente vio surgir la figura de
las agitas y ahora la distinguió más claramente: no sólo era casi con seguridad
un tronco ‑quizá de roble, como su propio nombre[2]‑,
sino que en esta ocasión le pareció adivinar una silueta encima, como si
alguien estuviera montado en la madera en la pose de quien cabalga. Esto sí
tenía mucho de raro.
Calbucoy no dudó ni un segundo en decidirse a
descender el cerro y llegar hasta la orilla del lago, a pesar de la terrible
tormenta que aconsejaba actitudes mucho más prudentes. Su decisión tenía un
motivo muy claro: él creía saber qué podía ser exactamente lo que había visto,
y no quería perderse la poco frecuente posibilidad de comprobarlo.
Cuando iba descendiendo la ladera del cerro a toda
la velocidad que el terrible clima le permitía, sucedió que llegando a una
curva estrecha contra una de las paredes del cerro oyó, entremezclados con los
sonidos naturales de la tormenta, unos agudos murmullos o chillidos bastante
alarmados, que no se correspondían con nada habitual en la Naturaleza.
Instintivamente se detuvo. Apoyó sus espaldas contra
la pared del cerro para tener un flanco menos que proteger si necesitaba
defenderse (su padre le había enseñado esos pequeños pero fundamentales
ardides) y preparó el laque[3] por
si debía a su vez atacar.
Pero lo que vio doblar la curva en dirección a él no
era nada de lo que podía haber esperado. Las vocecitas chillonas ‑y en este
caso con tonos de alarma e inquietud‑ pertenecían a tres pequeños duendes del nag
mapu[4] que
venían subiendo el cerro entre saltitos y cortos vuelos, sin dejar de discutir
entre ellos.
Esto último no inquietó a Calbucoy: las machi le
habían enseñado que ésa era una forma habitual que tenían esa clase de duendes
para comunicarse entre sí. Pero sí resultaba extraño que él pudiera verlos sin
más.
Esta clase de seres se cuida bien de mostrarse a los
ojos humanos, y sólo son vistos a veces por las machí en estado de
éxtasis. ¿Qué extraña razón hacía que ahora Calbucoy los tuviera ante sus ojos?
También para esto el joven creyó sospechar una explicación, que además
reforzaba sus ideas acerca de lo que había visto sobre la superficie del lago
Lácar unos momentos antes.
Decidido, se echó a andar retornando su camino cerro
abajo, sin detenerse a preocuparse por los duendes. Pero éstos sí tomaron nota
de la presencia del apurado joven, y por un segundo sus chillidos cesaron y las
tres miradas se cruzaron, y luego, fueron a dar sobre las espaldas de Calbucoy
que seguía bajando el cerro a toda velocidad.
En menos de un suspiro los duendes aparecieron de
repente por delante de Calbucoy, que tuvo que clavar sus pies en la mojada
tierra pedregosa del sendero para no chocarlos ‑lo cual, es obvio, no iba a
suceder; pero es común que ante los duendes una persona reacciona como ante
pares.
‑Lo vimos en tus ojos ‑dijo uno de ellos en la
lengua de la tierra.
‑Lo vimos en tus pies que se creen alados ‑dijo el
segundo.
‑Ehsuk akvpvk, wepE, nupalle... ‑dijo el
tercero y se interrumpió al recordar, gracias a la mirada reprobadora de sus
compañeros, que su costumbre de hablar al revés la lengua de la tierra no
contribuía a la comunicación; sin contar con que siempre salía hablando de un
tema distinto del que se estaba tratando.
‑Te hemos visto ‑retomó el primero‑, y no entendemos
cómo se te ocurre correr tan apurado cerro abajo.
Algo impresionado por la forma tan directa en que
los duendes lo habían encarado, Calbucoy balbuceó:
‑Voy... hacia el lago, porque...
‑¿Seres como nosotros se alejan ascendiendo a los
cerros y tú, un simple cachorro de hombre, pretende ir hacia allí? ¿Sabes a qué
te estás exponiendo?
Contrariamente a lo que el duende esperaba, su frase
volvió a envalentonar a Calbucoy. Por eso de que los duendes huían y él no...
‑Claro que lo sé ‑contestó el muchacho‑. Desde
aquella saliente estuve contemplando la tormenta sobre el lago, y vi algo que
quiero comprobar de cerca. Que los duendes y los seres invisibles se estén
refugiando en lo alto de los cerros confirma lo que pensé. ¡Y quiero verlo!
¡No, no te acerques al Aliwen üñfi[5]!
‑gritó en vano uno de los duendes, porque el atrevido joven ya se alejaba a
toda carrera.
En su vertiginoso descenso, Calbucoy se cruzó con
otros habitantes de los mundos espirituales que subían en busca de refugio.
Algunos quisieron advertirle, pero el muchacho ni siquiera se detuvo a oírlos.
Y llegó por fin a la orilla del lago. La lluvia
seguía arreciando. Las aguas se agitaban estremecedoras. Calbucoy aferró en una
mano su maza, y con la otra sostenía el laque. Esperó, respirando
ansiosa-mente.
No tuvo que esperar mucho. De repente, a un tiro de
piedra de la orilla vio surgir de bajo las aguas el enorme tronco sobre el que
iba montado el Rey Inca, monstruoso y fatal, en busca de víctimas para saciar
su crueldad y su resentimiento por estar condenado a vagar eternamente en la
oscuridad montado en su tronco, pudiendo salir al mundo humano sólo en
determinados días de tormenta[6].
Calbucoy no se asustó. No porque fuera ni muy
valiente ni muy inconsciente. Sino porque algo en esa tremenda situación le
transmitió tranquilidad, serenidad, fuerza.
Claro que en ese momento no tuvo tiempo de pensar en
ello. El Rey Inca se movía sobre las aguas del lago con una irreal rapidez, con
vertiginosa amplitud. Casi era imposible seguir con la mirada sus evoluciones.
Y de pronto Calbucoy lo tuvo delante, enorme y bestial, riendo inhumano al ver
al joven como congelado en la orilla.
Pero el muchacho no estaba congelado por el miedo:
sólo permanecía en una completa concentración, listo para actuar. Y así lo
hizo.
Cuando el Rey Inca inclinó su gran torso hacia el
joven como la sombra de una montaña cayendo sobre un débil árbol, Calbucoy
saltó sobre su lugar tan alto como pudo e impulsó una pierna hacia delante,
como pateando el aire. Pero no se trataba de lo que hubiera sido un inútil
intento de defensa, una vana patada humana contra un ser sobrenatural: la
pierna de Calbucoy extendida en ese ágil movimiento, con el amuleto de su machi en torno al tobillo, se convirtió
en un gran junllu[7] que
envió su energía como una k'llín[8] hacia
el maldito espíritu. El Rey Inca, más sorprendido que afectado, retrocedió ante
el sonido de los cascabeles que era imperceptible para cualquier humano en
medio del fragor de la tormenta, pero para él sonaba como truenos intolerables
que lo impulsaron a hundirse en las aguas buscando protección.
Calbucoy no abusó de sus posibilidades y echó a
correr alejándose del lago hasta ponerse a salvo. Lo que lo había empujado a tan
temeraria acción ya estaba cumplido. Y no se había tratado de la típica
inconsciencia de un joven, sino de algo mucho más profundo, aunque él mismo no
pudiera explicarlo claramente en aquel momento.
Se trataba de que en los últimos años Calbucoy había
oído mucho sobre los hombres blancos que avanzaban sobre los dominios del
pueblo de la tierra[9], de
su gente. Y mucho también acerca de que esos invasores estaban robando las
creencias de su gente, la sabiduría ancestral del pueblo de la tierra, e
imponían sus propias creencias acerca de los mundos superiores e inferiores.
Calbucoy, como todo joven, había crecido oyendo las
enseñanzas de los mayores y ni siquiera se había preguntado sobre ellas: las
aceptó sin necesidad de comprobarlas, como era natural. Pero, como todo joven,
cuando empezó a escuchar otras historias fue propenso a la duda.
Por eso, al presentir desde lo alto del cerro que
las historias de su gente estaban surgiendo ante sus ojos, tuvo esa necesidad
irreprimible de correr a comprobarlas, aun arriesgándose más allá de lo
aconsejable. Ningún riesgo ‑Calbucoy no lo pensó con estas palabras, pero así
lo sintió, ya de regreso entre su gente y ante un fuego que lo ayudaba a
reconfortarse‑ es mayor que el de permitir que nos roben la propia identidad.
Fuente:
Néstor Barrón
066. anonimo (patagon)
[1] En mapudungun, Lácar significa,
literalmente, "ciudad sumergida". Así se llama el lago cuya costa
este baña la ciudad turística de San Martín de los Andes. Según la leyenda más
difundida, el lago debe su nombre a que Dios inundó la ciudad donde vivía
cierto rey malvado, quien de todos modos no murió en aquel episodio, sino que
fue condenado a vagar eternamente bajo las aguas padeciendo su propia crueldad.
Este cuento se relaciona con esta leyenda; más adelante el lector podrá leer,
además de esta versión, otras que circulan acerca de este lago y su origen.
[2] En mapudungun el nombre propio Calbucoy
significa, literalmente, "roble azul".
[3] Se trata
del arma conocida como "boleadoras", compuesta de tres cuerdas o
tientos que llevaban atadas en sus cabos tres bolas de madera o bien piedras redondeadas;
ya como arma arrojadiza o a modo de látigo‑maza, se utilizaba en la caza del
avestruz, en la persecución de fugitivos, y como defensa en general.
[4]El nag mapu, como se dijo en la Introducción , es el
suelo o tierra propiamente como tal, en donde conviven el hombre y la Naturaleza y sobre el
que actúan las fuerzas del wenu o auenu mapu, el mundo superior. Duendes,
hadas y otros seres mágicos suelen compartir este terreno con los humanos.
[5] En mapudungun, literalmente, "gran
árbol malo".
[6] Por
obvias razones ‑no arruinar el interés de la narración‑, no explicamos hasta
aquí quién es este personaje fantástico. Tampoco diremos mucho ahora: se trata
de un rey originario del Imperio Inca que dominaba una ciudad ubicada donde hoy
está el lago Lácar, y que por su mala conducta fue severamente castigado por el
dios de los mapuches. La historia completa está en el cuento que sigue a éste,
titulado "La ciudad sumergida". Baste agregar que en los días de
tormenta, para protegerse de la ira de este rey condenado, las sirenas bajaban
a las profundidades del lago, y duendes y hadas subían a los cerros cercanos,
mientras que humanos y animales procuraban alejarse todo lo posible de las
peligrosas orillas.
[7] Varilla
mágica usada por el machi, de unos 30
centímetros de longitud y con cascabeles, que
además de ser un símbolo de la entidad mágica del machi tiene poder de
manejo sobre los espíritus.
[8] En mapudungun, "flecha mágica".
[9] Recordemos
que la palabra mapuche significa "gente de la tierra" o
"pueblo de la tierra".
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