Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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martes, 15 de mayo de 2012

Cabeza pequeña y los hijos del rey

Le aconteció, hace mucho tiempo en Eric (Irlanda) a una mujer que se casó con un hombre de alto rango y tuvieron una hija. Poco después del nacimiento de la hija, el marido murió.
La mujer dejó de ser viuda cuando se casó por segunda vez, y tuvo otras dos hijas. Estas dos hijas odiaban a su her­manastra, pues era ésta de pocas luces, y la pusieron el mote de Cabeza Pequeña.
Cuando la mayor de las dos hermanas cumplió catorce años, su padre murió. La madre se sumió entonces en una gran pena, y comenzó a languidecer. Solía sentarse en un rincón de la casa y nunca salía de ella. Cabeza Pequeña era amable y dulce con su madre, y ésta quería a su hija mayor más que a las otras dos, lo cual hacía que éstas la odiaran más cada día.
Al fin, las dos hermanas decidieron matar a su madre. Un día, cuando su hermanastra estaba fuera, metieron a la madre en una gran marmita, la cocie­ron, y desparramaron sus huesos por el cam-po. Cuando Cabeza Pequeña volvió a casa, no había señal de su madre.
"¿Dónde está madre?", preguntó a las otras dos.
"Salió a alguna parte. ¿Cómo vamos a saber noso­tras dónde está?"
"¡Oh, malvadas criaturas!, habéis matado a ma­dre", exclamó Cabeza Pequeña.
Entonces Cabeza Pequeña decidió no salir nunca de la casa, por lo que las hermanas estaban que rabiaban.
"Ningún hombre se casará nunca con ninguna de nosotras", decían, "si ve antes a nuestra tonta de hermana".
Como no podían hacer salir de la casa a Cabeza Pequeña, deter-minaron irse ellas. Una buena mañana abandonaron la casa sin dar conocimiento de ello a su hermanastra, y viajaron durante muchas millas. Cuando Cabeza Pequeña descubrió que sus herma­nas se habían ido, corrió tras ellas y no se detuvo hasta que las alcanzó. Entonces las obligó a volver a casa con ella, aunque le insultaron y le dijeron cosas terri­blemente desagradables.
Aquellas dos resolvieron matar a Cabeza Peque­ña. Un día cogie-ron veinte agujas y las esparcieron sobre un montón de paja.
"Vamos a aquella colina", le dijeron, "a pasar la tarde, y, si no tienes todas las agujas que hay en esa paja recogidas sobre la mesa para cuando volvamos, te quitaremos la vida".
Y se fueron a la colina. Cabeza Pequeña se sentó, y se puso a llorar amargamente, cuando un pequeño gato gris entró y le habló.
"¿Por qué lloras y te lamentas de ese modo?", pre­guntó el gato.
"Mis hermanas me insultan y me golpean", res­pondió Cabeza Pequeña. "Esta mañana han dicho que me matarían al anochecer, a menos que tenga todas las agujas que hay en la paja reunidas de­lante de ellas."
"Siéntate ahí", ordenó el gato, "y seca tus lá­grimas".
El gato pronto encontró las veinte agujas y se las dió a Cabeza Pequeña. "No te muevas ahora", dijo el gato, "y escucha lo que voy a decirte. Yo soy tu madre; tus hermanas me mataron y destruyeron mi cuerpo, pero no les hagas daño; haz el bien; haz lo que puedas para ayudarlas; sálvalas: obedece mis palabras y te alegrarás por ello al final".
El gato se marchó, las dos hermanas regresaron al anochecer y las agujas estaban en la mesa delante de ellas. Oh, pero, ¡qué rabia y qué resquemor sintieron, cuando vieron las veinte agujas! Tan sólo pudieron exclamar que alguien diabólico la había ayudado, mas no la hicieron ningún mal.
Otra noche, cuando Cabeza Pequeña estaba en la cama dormida, ellas se fueron de nuevo de la casa, resueltas esta vez a no volver jamás. Cabeza Pequeña durmió hasta bien entrada la mañana. Cuando vio que sus hermanas se habían ido, las siguió y rastreó de un sitio a otro, preguntando aquí y allá día tras día, hasta que, una noche, alguien le dijo que estaban en casa de una vieja bruja, una terrible hechicera, que tenía un hijo y tres hijas: pero que aquella casa era un mal sitio para ir, porque la vieja bruja poseía más poder mágico que nadie, y era muy malvada.
Cabeza Pequeña corrió a salvar a sus hermanas, y, cuando llegó a la casa, llamó a la puerta, y rogó, por Dios, que le dieran alojamiento.
"¡Oh, bueno!", dijo la bruja, "sería difícil negar alojamiento a alguien en una noche de tanto viento y tormenta. Me pregunto si tendrás algo que ver con las jovencitas que vinieron por aquí esta tarde".
Las dos hermanas oyeron esto y se enfadaron mucho al saber que Cabeza Pequeña estaba allí, pero no dijeron nada, pues no querían que la vieja bruja conociera su parentesco. Después de la cena, la bruja dijo a las tres forasteras que durmieran en una habita­ción, en la parte derecha de la casa. Mas cuando sus propias hijas se fueron a la cama, Cabeza Pequeña vio cómo ataba una cinta alrededor del cuello de cada una de ellas, y le oyó decir: "Vosotras dormiréis en la parte izquierda."
Cabeza Pequeña corrió y dijo a sus hermanas: "Venid conmigo rápidamente, o le diré a la mujer quiénes sois.”
Entonces se apresuraron a la cama del dormitorio izquierdo antes de que llegaran las hijas de la bruja.
"Oh", exclamaron éstas cuando vieron su apo­sento ya ocupado, "bueno, la otra cama dará igual". Y se fueron a la cama del dormito-rio derecho.
Cuando Cabeza Pequeña supuso que las hijas de la bruja estaban dormidas, se levantó, les quitó las cin­tas del cuello, y las puso en los de sus hermanas y en el suyo propio. Permaneció despierta y las vigiló. Des­pués de un rato, oyó a la bruja decir a su hijo:
"Ahora ve, y mata a las tres muchachas; tienen buenas ropas y dinero."
"Ya has matado bastante en tu vida; deja en paz a éstas", rogó el hijo.
Pero la vieja bruja no le escuchó. El muchacho se levantó, pues sentía miedo de su madre, y, cogiendo un largo cuchillo, fue al dormitorio de la derecha y cortó las gargantas de las tres muchachas que no tenían cintas. Luego se fue a la cama, y, cuando Cabeza Pequeña vio que también la vieja bruja estaba dormida, despertó a sus hermanas, les contó lo que había pasado, las hizo vestirse a toda prisa y seguirla. Podéis creerme que esta vez la siguieron de buen grado.
Las tres muchachas se alejaron lo más rápido que pudieron, y llegaron pronto a un puente llamado por aquel entonces "El Puente de la Sangre". Quien­quiera que hubiese matado a alguna persona no podía cruzarlo. Cuando las tres hermanas llegaron al puente, las dos más jóvenes se detuvieron: no podían dar ni un solo paso adelante. Cabeza Pequeña que lo había cruzado volvió corriendo hacia ellas.
"Si no supiera ya que vosotras matasteis a mi madre", dijo, "ahora lo sabría, porque éste es el Puente de la Sangre".
Entonces llevó a una hermana sobre su espalda, y luego a la otra. Apenas había hecho esto cuando la bruja llegó al puente.
"¡Maldita sea tu suerte, Cabeza Pequeña", gritó, "no supe que eras tú, cuando viniste anoche. Has matado a mis tres hijas".
"No he sido yo quien las ha matado, sino tú misma", dijo Cabeza Pequeña.
Mas la vieja bruja no pudo atravesar el puente, y comenzó a maldecir, y arrojó todo tipo de maldicio­nes sobre Cabeza Pequeña.
Las hermanas prosiguieron su viaje hasta que lle­garon al castillo de un rey y oyeron que necesitaban a dos sirvientes en él.
"Id allí ahora", aconsejó Cabeza Pequeña a las dos hermanas, "y pedid los dos puestos. Sed leales y por­taos bien. Pues nunca podréis volver por el camino que habéis venido".
Las dos encontraron empleo en el castillo del rey. Cabeza Pequeña pidió alojamiento en la casa de un herrero que vivía cerca de allí.
"Me gustaría poder conseguir un puesto de don­cella en el castillo", dijo un día Cabeza Pequeña a la mujer del herrero.
"Yo iré al castillo y encontraré algo para ti, si puedo", aseguró la mujer.
La mujer del herrero encontró un puesto para Cabeza Pequeña, como doncella de cocina en el casti­llo, y ésta acudió allí al día siguiente.
"Debo tener cuidado", pensó Cabeza Pequeña, "y hacerlo bien. Estoy en un sitio extraño. Mis dos her­ manas están aquí, en el castillo del rey. ¿Quién sabe?, aún podría sonreírnos la fortuna".
Se vistió con esmero, y estaba contenta. Todos sintieron simpatía por ella, más que por sus herma­nas, aunque éstas fueran más bonitas. El rey tenía dos hijos, uno vivía en casa y el otro viajaba por alguna tierra desconocida.
Cabeza Pequeña pensó un día para sí: "Ya es hora de que el hijo que está en el castillo se case. Le hablaré la primera vez que tenga ocasión."
Un día lo vio solo en el jardín, se acercó hasta él y le dijo: "¿Por qué no te casas, si ya es tiempo de que lo hagas?"
El se rió, y pensó que era muy atrevida, pero luego, pensando que la muchacha era un poco simple de mente y sólo quería ser agra-dable, dijo:
"Te diré la razón: Mi abuelo hizo prometer a mi padre que no dejaría a su hijo mayor casarse, hasta que éste consiguiera apoderarse de la Espada Lumi­nosa. Así que me temo que voy a estar mucho tiempo soltero."
"¿Sabes dónde está la Espada Luminosa, o quién la tiene?", preguntó Cabeza Pequeña.
"Lo sé", contestó el hijo del rey, "la tiene una vieja bruja, que posee poderes mágicos, y que vive a mucha distancia de aquí, más allá del Puente de la Sangre. Yo no puedo ir allí. No puedo cruzar el puente, porque he matado muchos hombres en las batallas. Y, aun­que pudiera cruzar el puente, no iría, porque muchos son los hijos del rey a los que la bruja ha destrui­do o encantado".
"Supón que alguna persona te trae la Espada Luminosa, y que esa persona es una mujer, ¿te casa­rías con ella?"
"Claro que lo haría", exclamó el príncipe.
"Si me prometes casarte con mi hermana mayor, yo trataré de traer la Espada Luminosa."
"Te lo prometo de buen grado", aceptó el hijo del rey.
A la mañana siguiente, muy temprano, Cabeza Pequeña empren-dió su viaje. Llamando a la primera tienda, compró una stone [1] de sal, y prosiguió su camino, sin detenerse ni descansar, hasta que llegó a la casa de la bruja, cuando la noche ya caía. Trepó hasta el alero, miró abajo, y vio al hijo preparando una gran marmita de potaje para su madre, y a ella metiéndole prisa. "¡Tengo más hambre que un hal­cón!", gritaba.
Cada vez que el muchacho miraba a otra parte, Cabeza Pequeña dejaba caer sal sobre la olla; y, sin que el chico la viera, echó sal y más sal hasta que toda acabó dentro del potaje. La vieja bruja esperaba y esperaba impaciente, hasta que por fin gritó: "Trae el potaje. ¡Me muero de hambre! Vamos, trae la mar­mita. Comeré directamente de ella. Y trae también leche."
El muchacho llevó el potaje y la leche, y la vieja bruja empezó a comer, pero, a la primera cucharada que se llevó a la boca, escupió y gritó: "¡Has puesto sal en la olla en vez de comida!"
"No es cierto, madre."
"Sí lo hiciste, y es una sucia jugada la que me has hecho. Tira este potaje, dáselo al cerdo, y ve al pozo por más agua.
"No puedo ir", se excusó el muchacho, "la noche es demasiado oscura; podría caerme en el pozo".
"Ve y tráeme agua; no puedo estar sin comer hasta mañana."
"Yo tengo tanta hambre como tú", dijo el mucha­cho, "pero, ¿cómo puedo ir al pozo sin luz? No iré, a menos que me des una luz".
"Si te doy la Espada Luminosa alguien podría seguirte; ¿quién sabe si ese diablo de Cabeza Pequeña no está ahí fuera?"
Pero, ante la perspectiva de ayunar hasta el día siguiente, la vieja bruja entregó la Espada Luminosa a su hijo, advirtiéndole que tuviese buen cuidado con ella. El tomó la Espada Luminosa y salió. Y como no vio a nadie al llegar al pozo, dejó la Espada en el pri­mero de los peldaños que descendían hasta el agua, para tener así buena luz. No había bajado muchos peldaños cuando Cabeza Pequeña tenía ya la espada en su poder, y con ella corrió a través de colinas, valles y cañadas, hacia el Puente de la Sangre.
El muchacho gritó y voceó con todas sus fuerzas. En seguida salió la bruja. "¿Dónde está la espada?", gritó.
"Alguien la cogió del escalón", musitó el mu­chacho.
Disparada salió la bruja, siguiendo la luz; pero no estuvo cerca de Cabeza Pequeña hasta que ésta se encontró encima del puente que no podía cruzar.
"Dame la Espada Luminosa, o maldeciré tu suerte para siempre", exclamó la bruja.
"Desde luego que no lo haré; me la quedaré, y sea tu suerte la maldita", contestó Cabeza Pequeña.
A la mañana siguiente se acercó al hijo del rey, y le dijo:
"Tengo la Espada Luminosa; ahora, ¿te casarás con mi hermana?"
"Lo haré", dijo él.
El hijo del rey se casó con la hermana de Cabeza Pequeña y obtuvo la Espada Luminosa. Cabeza Pequeña no se quedó un día más en la cocina: a su hermana le daba lo mismo tenerla en la cocina que en el salón.
El segundo hijo del rey regresó a casa. No llevaba mucho tiempo en el castillo, cuando Cabeza Pequeña se dijo a sí misma, "puede que él se case con mi segunda hermana".
Un día le vio en el jardín, y se acercó a él; intercam­biaron unos saludos y entonces le preguntó: "¿No crees que ya va siendo tiempo de que te cases, como tu hermano?"
"Cuando mi abuelo estaba muriendo", explicó el joven príncipe, "hizo prometer a mi padre que no dejaría que su segundo hijo se casara, hasta que consi­guiera el Libro Negro. Este libro solía irradiar luz más brillante aún que la Espada Luminosa; y supongo que todavía lo hace. La vieja bruja que vive más allá del Puente de la Sangre tiene el libro, y no hay quien se atreva a acercarse a ella, porque, como sabes muchos son los hijos de reyes muertos o encantados por esa mujer".
"¿Te casarías con mi segunda hermana si te consi­guiera el Libro Negro?"
"Desde luego; me casaría con cualquier mujer que me proporcionase el Libro Negro. La Espada Luminosa y el Libro Negro eran de nuestra familia hasta los tiempos de mi abuelo; entonces fueron robados por esa vieja bruja maldita."
"Yo me haré con el libro", aseguró decidida Cabeza Pequeña, "o moriré en el intento".
Sabiendo que el potaje era la comida principal de la bruja, Cabeza Pequeña resolvió gastarle otra jugada. Tomando una bolsa, escarbó en la chimenea del Palacio hasta tener una stone de hollín, y se fue con ella. La noche era oscura y lluviosa. Cuando llegó a la casa de la bruja, trepó por la chimenea y vio al hijo pre­parando potaje para su madre. Entonces, vertió poco a poco el hollín, hasta que la stone entera estuvo dentro de la marmita; luego, escarbó la parte superior de la chimenea hasta que un terrón de hollín cayó en la mano del muchacho.
"Oh, madre", dijo éste, "la noche está mojada, y el hollín se cae reblandecido".
"Tapa la marmita", dijo la bruja. "Y date prisa con ese potaje, que estoy hambrienta."
El muchacho llevó la olla a su madre.
"¡Maldito seas!", gritó la bruja nada más probar el potaje, "esto está lleno de hollín; échaselo al cerdo".
"Si lo tiro no habrá más agua dentro de la casa para hacer más potaje; con esta lluvia y oscuridad, yo no voy al pozo."
"¡Irás al pozo!", gritó ella.
"No moveré un pie fuera de aquí, a menos que tenga alguna luz con que alumbrarme."
"¿Es en el Libro en lo que estás pensando, estú­pido, para que lo pierdas como hiciste con la espada? Cabeza Pequeña te vigila."
"¿Cómo va a estar Cabeza Pequeña, esa criatura, fuera todo el tiempo? Si no quieres el agua, pasa sin ella."
Antes que ayunar hasta la mañana siguiente, la bruja prefirió darle el Libro a su hijo, diciéndole: "No lo dejes en ningún sitio, ni lo sueltes de la mano hasta que hayas vuelto, o te mataré."
El muchacho cogió el Libro y se fue hacia el pozo. Cabeza Pequeña lo siguió con cuidado. Llevó el libro con él hasta el mismo pozo, y, cuando se inclinó para coger agua, ella se lo arrebató y tiró al chico dentro, donde estuvo a punto de ahogarse.
Cabeza Pequeña estaba ya lejos cuando el mucha­cho se recobró, y comenzó a gritar llamando a su madre. Esta acudió a toda prisa, y viendo que el Libro había desaparecido, fue presa de tal rabia que clavó un cuchillo en el corazón de su hijo, y salió corriendo tras Cabeza Pequeña, la cual había cruzado el puente antes de que la bruja pudiera alcanzarla.
Cuando la vieja vio a Cabeza Pequeña al otro lado del puente, desafiándola y danzando posesa, gritó:
"Te llevaste la Espada Luminosa y ahora el Libro Negro, y tus dos hermanas están casadas. Maldita sea tu suerte, donde quiera que vayas. Has matado a todos mis hijos, y ahora estoy sola, yo, una pobre y débil anciana."
"Tu suerte sí es maldita", respondió Cabeza Pequeña. "Y no tengo miedo de ninguna maldición que provenga de ti. Si hubieses seguido una vida honesta, no te encontrarías así ahora."
"Ahora, Cabeza Pequeña", exclamó la vieja bruja, "me lo has robado todo, y has destruido a mis hijos. Tus dos hermanas están bien casadas. Tu fortuna comenzó con mi ruina. Regresa, ahora, y cuida de esta pobre anciana. Levantaré de ti mis maldiciones, y tendrás contigo la buena suerte. Prometo que nunca dañaré ni a un solo pelo de tu cabeza".
Cabeza Pequeña meditó durante unos minutos y prometió hacer esto, diciendo: "Si me haces daño, o intentas dañarme, será mucho peor para ti."
La vieja bruja se tranquilizó y regresó a casa. Cabeza Pequeña volvió al castillo, y fue recibida con gran alegría. A la mañana siguiente, encontró al hijo del rey paseando por el jardín, y le dijo: "Si te casas con mi hermana, el Libro Negro será tuyo."
"Me casaré con gusto", aceptó el hijo del rey.
Al día siguiente se celebró la boda y el hijo del rey obtuvo el Libro.
Cabeza Pequeña permaneció en el castillo alrede­dor de una semana, entonces deseó buena salud a sus hermanas y partió hacia la casa de la bruja. La vieja se sintió contenta de verla y le mostró su trabajo. Todo lo que Cabeza Pequeña tenía que hacer era servir la comida a la vieja y dar de comer al enorme cerdo que tenía.
"Estoy cebando a ese cerdo", explicó la bruja; "ahora tiene siete años, y, cuanto más tiempo se man­tiene a un cerdo, más dura se hace su carne: manten­dremos este cerdo un poco más, y entonces lo mataremos y nos lo comeremos".
Cabeza Pequeña hacía bien su trabajo; la vieja bruja le enseñó algunas cosas, pero Cabeza Pequeña aprendió mucho más de lo que la propia bruja hubiera soñado. Alimentaba al cerdo tres veces al día, sin pensar nunca que pudiese ser otra cosa que un cerdo. La bruja había mandado un mensaje a una her­mana suya que vivía en el Mundo Oriental, invitán­dola a venir, pues iban a matar el cerdo y celebrarían un gran banquete. La hermana vino, y un día, cuando la bruja iba a dar un paseo con su hermana, dijo a Cabeza Pequeña:
"Dale a este cerdo hoy toda la comida que quiera; ésta es la última comida que hará; déjale que se harte."
El cerdo adivinó lo que se le avecinaba. Entonces, puso su hocico bajo la marmita y la volcó sobre los pies descalzos de Cabeza Pequeña. La muchacha corrió a la casa por un palo, y, viendo una vara al borde del pajar, la cogió y golpeó al cerdo.
Al instante el cerdo se convirtió en un esplén­dido joven.
Cabeza Pequeña se quedó pasmada.
"No temas", dijo el joven, "soy el hijo de un rey a quien la vieja bruja odiaba, el rey de Munster. Ella me arrebató de mi padre hace siete años y me encantó, haciendo un cerdo de mí".
Cabeza Pequeña contó entonces al hijo del rey cómo la bruja le había tratado. "Mas debo convertirte en cerdo otra vez", le dijo, "porque la bruja se acerca. Ten paciencia y te salvaré, si me prometes que te casarás conmigo".
"Te lo prometo", aseguró el hijo del rey.
Le dio un golpecito con la vara, y volvió a ser un cerdo. Puso el palo donde estaba, y cuando las dos hermanas volvieron la encontraron dedicada a su tra­bajo. El cerdo comió a gusto su comida, pues se sentía seguro de su rescate.
"¿Quién es esa muchacha que tienes en la casa, y dónde la encontraste?", preguntó la hermana de la bruja.
"Todos mis hijos murieron de la plaga, y cogí a esta chica para ayudarme. Es muy buena sirviente." respondió.
Cuando llegó la noche, la bruja dormía en una habitación, su hermana en otra y Cabeza Pequeña en una tercera. Mientras las dos hermanas dormían pro­fundamente, Cabeza Pequeña se levantó, robó el Libro Mágico a la bruja y cogió la vara. Después fue donde estaba el cerdo, y con un golpe de la vara hizo de él un hombre.
Con la ayuda del Libro Mágico, Cabeza Pequeña se transformó a sí misma y al hijo del rey en dos palo­mas, elevaron su vuelo a través de los aires y siguieron volando sin detenerse. A la mañana siguiente, la bruja llamó a Cabeza Pequeña, pero ésta no acudió. Enton­ces corrió a ver el cerdo. El cerdo había desaparecido. Corrió después por su Libro, pero no halló ni sombra de él.
"¡Oh!" exclamó, "esa canalla de Cabeza Pequeña me ha robado de nuevo. Se ha llevado mi Libro; ha hecho del cerdo un hombre, y se lo ha llevado también".
No tuvo más remedio que contar toda la historia a su hermana. "Ve tú", le dijo, "y síguelos. Tú posees más magia que Cabeza Pequeña".
"¿Cómo los voy a reconocer?", preguntó la her­mana.
"Trae las dos primeras cosas extrañas que encuen­tres; seguramente se habrán convertido en algo maravilloso."
La hermana, entonces, se transformó en un hal­cón y emprendió el vuelo, tan veloz como el viento de marzo.
"Mira atrás", dijo Cabeza Pequeña al hijo del rey algunas horas más tarde, "y ve si alguien nos sigue".
"No veo nada", dijo él, "tan sólo un halcón acer­cándose veloz".
"Es la hermana de la bruja", aseguró. "Posee tres veces más magia que la propia bruja. Pero, descenda­mos hasta la cuneta de aquel camino y picoteemos, como hacen las palomas en tiempo lluvioso, y quizá pase sin vernos."
El halcón vio a las palomas, pero no considerán­dolas nada mara-villoso, siguió volando hasta el ano­checer, y entonces regreso a casa de su hermana.
"¿Has visto algo maravilloso?"
"No; sólo vi dos palomas, que picoteaban en la cuneta."
"Idiota, esas palomas eran con seguridad Cabeza Pequeña y el hijo del rey. Sal otra vez por la mañana, y no quiero verte regresar sin traer a los dos contigo."
Allá voló el halcón por segunda vez, y, rápidos como Cabeza Pequeña y el hijo del rey volaban, el hal­cón ganaba más y más distancia sobre ellos. Viendo esto, Cabeza Pequeña y el hijo del rey volaron hasta una gran ciudad y, siendo día de mercado, se convir­tieron en dos escobas de brezo. Las dos escobas comenzaron a barrer la calle sin que nadie las sostu­viera, y barrían la una hacia la otra. Esto era tan gran prodigio que una enorme multitud se congregó alre­dedor de las dos escobas.
La vieja bruja, que volaba sobre el lugar en forma de halcón, lo vió y, pensando que debían ser Cabeza Pequeña y el hijo del rey, descendió, volvió a tomar la forma de una mujer, y se dijo:
"Conseguiré esas dos escobas."
Entonces, con el fin de abrirse camino entre la multitud, empujó con tanta violencia que casi de­rribó a un hombre que había delante de ella. El hom­bre se enfadó.
"¡Maldita vieja bruja!", gritó "¿es que quieres tirar­nos a todos?" Y le dio un golpe, y la mandó hasta otro hombre; éste le dio un empujón que la mandó dando vueltas hasta un tercero, y así sucesivamente hasta que, entre todos, estuvieron a punto de acabar con su vida, arrojándola lejos de las escobas. Una mujer de la multitud dijo en alto:
"No sería ningún pecado quitarle la cabeza a esa vieja bruja, que intenta apartarnos de la gracia de Dios; porque es Dios quien ha mandado las escobas para que barran la calle por nosotros."
"Es verdad", agregó otra mujer. Y los ánimos de la gente se fueron exaltando, tanto que ya estaban dis­puestos a matar a la bruja. Así que cuando iban a cor­tarle la cabeza, la bruja se transformó en halcón y escapó volando, jurando que no volvería a hacer ni un solo trabajo más para su hermana.
Cuando el halcón desapareció las dos escobas de brezo levantaron de nuevo su vuelo en forma de palo­mas. La gente ya no tuvo duda, cuando vieron a las palomas, de que las escobas eran una bendición del cielo, y que la vieja bruja las había espantado.
Al día siguiente, Cabeza Pequeña y el hijo del rey divisaron el castillo de su padre, y los dos descendie­ron, un poco antes de llegar a él, tomando sus propias formas. Cabeza Pequeña era ahora una mujer muy bonita, ¿y por qué no? Poseía la magia y no la esca­timó. Se hizo tan bonita como siempre había soñado ser: no se vio a nadie que la igualara en todo aquel reino ni en los demas.
El hijo del rey inmediatamente se enamoró de ella, y no quiso ya separarse de ella, pero ella no fue con él al castillo.
"Cuando estés en el castillo de tu padre", dijo Cabeza Pequeña, "todos se llenarán de contento al verte, y el rey dará una gran fiesta en tu honor. Pero, si besas a alguien, o dejas que alguien te bese a ti, me olvidarás para siempre".
"No dejaré que me bese ni mi propia madre", ase­guró él.
El hijo del rey fue al castillo. Todos se regocijaron al verle; le habían dado por muerto, pues no lo habían visto en siete años. Pero no permitió que nadie se acer­cara a besarle. "Tengo prohibido, bajo juramento, besar a nadie", explicó a su madre. Mas en aquel momento, un viejo perro galgo entró, y, de un salto, se echó encima de él y empezó a lamerle la cara: y de pronto todo lo que había vivido durante siete años lo olvidó al instante.
Cabeza Pequeña fue mientras tanto hasta una fra­gua próxima al castillo. El herrero tenía una mujer mucho más joven que él, y una hijastra. No eran nin­guna belleza. Detrás de la fragua había un pozo, y un árbol crecía al lado. "Me subiré a ese árbol", pensó Cabeza Pequeña, "y pasaré en él la noche", subió y se sentó, justo encima del pozo. No llevaba mucho rato en el árbol, cuando la luna apareció en lo alto, sobre las cimas de las colinas, y brilló sobre el pozo. La hija del herrero vino por agua y, al mirar al interior del pozo, vio el rostro de la mujer que había encima del árbol y, pensando que era su propio rostro, exclamó:
"Oh, tener que estar llevando agua a un herrero, siendo tan bella. No volveré a llevarle ni una gota." Y, dicho esto, arrojó el cubo a la zanja, y se fue corriendo a encontrar algún príncipe con el que casarse.
Cuando vio que no volvía con el agua, el herrero, que estaba esperando para lavarse tras su jornada de trabajo en la fragua, envió a la madre. La madre no tenía más que una cacerola para coger agua, y allá fue con ella, y, cuando llegó al pozo, vio el bello rostro en el agua.
"iOh, negro y atezado patán de herrero", exclamó, "maldita la hora en que te encontré, pues soy muy bella. Jamás volveré a coger una gota de agua para ti.
Y arrojó la cacerola al suelo, la rompió, y corrió en busca de algún hijo de rey.
Cuando ni la hija ni la madre regresaban con el agua, el propio herrero fue a ver qué era lo que les retenía. Vio el cubo en la zanja y, cogiéndolo, fue hasta el pozo; cuando se acercó vio la hermosa cara de una mujer reflejada en el agua. Siendo un hombre, sabía que aquélla no era su propia cara, miró arriba, y allí, en el árbol, vio a una mujer. Y le dijo:
"Ahora sé por qué mi mujer y mi hija no traían el agua. Vieron tu cara en el pozo y, creyéndose dema­siado guapas para mí, me dejaron. Ahora debes venir tú a cuidar de mi casa hasta que las encuentre."
"Te ayudaré", dijo Cabeza Pequeña. Bajó del árbol y fue a la casa del herrero, y le mostró el camino que habían tomado las dos mujeres. El herrero corrió tras ellas, y las encontró a las dos en un pueblo a diez millas de allí. Les explicó su propia locura, y volvie­ron a casa con él.
La madre y la hija lavaban lino fino para el castillo. Cabeza Pequeña las vio planchar un día, y dijo:
"Sentaros: yo plancharé por vosotras."
Cogió la plancha, y en una hora tenía hecho el tra­bajo del día.
Las mujeres estaban encantadas. Por la tarde, la hija llevó el lino al ama de llaves del castillo.
"¿Quién ha planchado este lino?", preguntó.
"Mi madre y yo."
"Oh, desde luego que no. Vosotras no podéis hacer un trabajo semejante; dime quién lo hizo."
La chica tuvo miedo ahora, y respondió:
"Es una mujer que está ahora con nosotros quien lo ha planchado."
El ama de llaves le enseñó el lino a la reina.
"Envíame a esa mujer al castillo", solicitó la reina.
Cabeza Pequeña fue al castillo, la reina le dio la bienvenida y se quedó maravillada por su belleza; y la puso al mando de todas las doncellas del castillo. Cabeza Pequeña podía hacer cualquier cosa; todo el mundo la quería. El hijo del rey pronto sintió que la había visto antes; y así durante un año estuvo en el castillo, haciendo todo aquello que la reina le decía.
El rey mientras tanto arregló el casamiento de su hijo con la hija del rey de Ulster. Se celebró una gran fiesta en el castillo en honor de la joven pareja, que una semana más tarde sería matrimonio. Para ella, el padre de la novia trajo a un buen número de magos expertos en toda clase de trucos y encantamientos, que alegraron a los invitados.
Mas el rey sabía que Cabeza Pequeña podía hacer muchas cosas notables, pues nunca había habido nada, de cuanto él mismo o la reina le pidieran, que ella no realizara en un parpadeo.
"Ahora", dijo en cierto momento el rey a la reina, "creo que ella debe hacer algo que esta gente no pueda hacer". Y mandando llamara Cabeza Pequeña, le preguntó:
"¿Puedes divertir a los extranjeros?"
"Puedo, si queréis que lo haga."
Cuando llegó el momento, y los hombres de Uls­ter habían hecho gala de sus mejores trucos, Cabeza Pequeña se adelantó y abrió de par en par la ventana, que estaba a cuarenta pies del suelo. En la mano tenía un pequeño ovillo de hilo; ató un extremo del hilo a la ventana, y tiró fuera el ovillo, sobre una muralla cercana; entonces, atravesó la ventana, y caminó por el hilo, moviéndose al compás de una melodía tocada por músicos que nadie podía ver. Luego volvió a entrar. Todos la aclamaron con entusiasmo pues estaban absoluta-mente maravillados.
"Yo también puedo hacer eso", dijo la hija del rey de Ulster, y saltó a la ventana, y fue a pisar sobre la cuerda, pero se cayó y se rompió el cuello contra las piedras del patio. Hubo gritos y lamentaciones y, en vez de una boda, tuvieron un funeral.
El hijo del rey estaba apenado y enojado, y quería expulsar a Cabeza Pequeña del castillo.
"Ella no tiene la culpa", dijo el rey de Munster, quien no hacía sino alabarla.
Pasó otro año: el rey acordó casar a su hijo con la hija del rey de Connacht. Hubo una gran fiesta antes del día de la boda, y, siendo la gente de Connacht muy aficionada a la magia y brujería, el rey de Munster llamó a Cabeza Pequeña y le dijo:
"Hoy, muéstranos el mejor de tus trucos."
"Lo haré", dijo Cabeza Pequeña.
Cuando el banquete hubo terminado y la gente de Connacht había enseñado todos sus juegos, el rey de Munster llamó a Cabeza Pequeña.
Ella compareció ante toda la compañía allí pre­sente, arrojó dos granos de trigo al suelo, y dijo algu­nas palabras mágicas. Ante los ojos de todos aparecie­ron una gallina y un gallo de hermoso plumaje; arrojó otro grano de trigo en medio de los dos; la gallina se lanzó por él, y el gallo le dio un picotazo; la gallina retrocedió, le miró, y le dijo:
"Maldita sea tu suerte, no habrías hecho nada parecido cuando yo servía a la vieja bruja y tú eras su cerdo, y yo hice de ti un hombre, devolviéndote tu forma natural."
El hijo del rey miró a la encantadora, y pensó, "aquí hay gato encerrado".
Cabeza Pequeña tiró un segundo grano. El gallo picó a la gallina otra vez. "Oh", dijo la gallina, "no habrías hecho eso el día que la hermana de la bruja andaba detrás de nosotros, y nosotros éramos dos palomas".
El hijo del rey estaba cada vez más intrigado.
Arrojó un tercer grano. El gallo atacó a la gallina, y ésta dijo; "No habrías hecho eso el día en que te con­vertí y a mí misma en dos escobas de brezo." Y tiró un cuarto grano. Y el gallo picó a la gallina por cuarta vez. "No habrías hecho esto el día en que prometiste no permitir que ser vivo alguno te besara, ni tú besar a nadie, excepto a mí: pero dejaste a tu perro lamerte, y me olvidaste."
El hijo del rey dio un salto, abrazó y besó a Cabeza Pequeña, y contó al rey su historia completa, desde el principio hasta el fin.
"Esta es mi mujer", dijo; "no me casaré con nin­guna otra".
"¿Y de quién será esposa mi hija?, preguntó el rey de Connacht.
"Oh, será la esposa del hombre que se case con ella", exclamó el rey de Munster, "mi hijo dio su pala­bra a esta mujer antes de que nunca hubiera visto a tu hija, y la debe mantener".
Y así pudo Cabeza Pequeña casarse con el hijo del rey de Munster.

024. Anónimo (celta)

[1] 6,348 Kg. (n. del t.).

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