En otro tiempo, un muchacho, que se llamaba
Jaime, vivía con su madre en un pueblo muy feo y triste. Ambos eran muy pobres
y la anciana madre se ganaba la vida hilando, pero el hijo, en cambio, era tan
perezoso que se negaba a llevar a cabo trabajo alguno, pues prefería tostarse
al sol, durante buen tiempo, y permanecer sentado al lado el hogar, durante el
invierno.
Por esta razón, todos lo llamaban "el
perezoso". Su madre, a pesar de todos los esfuerzos que hacía, jamás pudo
lograr que el muchacho la ayudase en el menor de sus trabajos y así fue como,
cansada, al fin, de aquella situación, tomó un día al muchacho por su cuenta y
le dió a entender claramente que si no estaba dispuesto a trabajar para ganarse
la comida, ella lo expulsaría de la casa, para que viviera como mejor le
pareciese.
Jaime comprendió que aquella vez iba de
veras. Y, en consecuencia, fué a pedir trabajo a un agricultor vecino, quien lo
contrató con el salario de un penique cada día. Trabajó durante aquella jornada
y se dirigía a su casa muy satisfecho, con el penique que acababa de cobrar.
Pero como no estaba acostumbrado a llevar dinero, perdió la moneda al atravesar
un arroyo.
‑¡Idiota! ‑le dijo su madre, en cuanto él le
hubo referido su desventura‑. Pero ¿no comprendes que debías haberte guardado
el penique en el bolsillo?
El permaneció silencioso unos momentos y, al
fin, contestó:
‑Otra vez lo haré así.
Al día siguiente, Jaime salió de nuevo y se
contrató con un pastor de vacas, que, a cambio de su trabajo, le dió, por la
noche, una jarra de leche. Jaime la tomó y, recordando el consejo que le diera su madre, el día anterior, la
vació en uno de los bolsillos de su chaqueta. Y, como se comprende, al llegar a
su casa ya no le quedaba una sola gota de líquido.
En cuanto lo supo la madre, le armó un
escándalo fenomenal, poniéndolo de vuelta y media y maldiciendo su suerte, que
le había dado aquel hijo tan tonto e incapaz de hacer una sola cosa con sentido
común. Después de demostrarle una y cien veces la tontería que acababa de cometer,
a pesar de que el muchacho insistía en que no hizo más que seguir los consejos
recibidos el día anterior, de que había de guardar en el bolsillo lo que le
diesen por su trabajo, acabó convenciéndolo de que había obrado como un tonto
de remate. Y él, entonces, le prometió que se enmendaría.
‑Ya comprenderás ‑acabó diciendo la madre ‑que
deberías haberte puesto el jarro de leche sobre la cabeza.
‑Bueno, otra vez ya lo haré así ‑prometió
Jaime.
Al día siguiente fué a contratarse de nuevo
para trabajar, a las órdenes de un agricultor, quien le prometió darle, por la
noche, un pedazo de queso de crema. Trabajó durante todo el día y en cuanto
hubo terminado su tarea, el agricultor le dio el queso. Jaime, recordando las
instrucciones de su madre, se lo puso sobre la cabeza y, como se comprende, al
llegar a su casa el queso estaba completamente estropeado; una parte de él se
había perdido y como el queso era muy tierno, le resbaló el resto por la cara y
le ensució el cabello y el traje.
Se indignó la madre al ver lo ocurrido.
Desesperada, empezó a arrancarse los cabellos y dirigió toda suerte de
invectivas al estúpido de su hijo. El aguantaba, en silencio, aquella rociada
de insultos y de malas palabras, sin comprender que habla obrado mal, puesto
que, en su fuero interno, estaba muy satisfecho de haber seguido las
indicaciones de su madre; y al notar que ésta se callaba probablemente por no
saber ya qué decirle, se defendió asegurando que había hecho te lo que le
mandará.
-Pero ¿no comprendes, animal -exclamó la
madre -que lo que te dije con respecto a la leche no tenía ninguna aplicación para el queso? Si
tuvieras algo en la cabeza, te darías cuenta de que era preciso llevarlo cuidadosamente
en las manos y no en la cabeza.
‑Bueno, no se enoje, madre ‑contestó el
muchacho. Le prometo que otra vez ya lo haré así.
Al día siguiente salió Jaime y encontró
ocupación en casa de un panadero, el cual, a cambio de aquella jornada de
trabajo, le prometió darle un gato.
Pasó el día amasando la harina, según las instrucciones
que le daba el panadero y en cuanto terminó su tarea, recibió, según se había
convenido, un hermoso gato negro.
Jaime lo tomó y, con el mayor cuidado, lo
llevaba en las manos. Pero el gato, que no lo conocía y que estaba asustado a
más no poder, se resistió tanto y le dió tales arañazos, que, al fin, Jaime no
tuvo más remedio que soltarlo.
En casa le esperaba una nueva reprimenda más
violenta que la de los días
anteriores, no por el valor del gato, sino porque su madre advirtió que su hijo
no tenía sentido común ni era capaz de comprender nada en absoluto. Lo regañó,
pues, largo rato, haciéndole comprender la torpeza que había cometido y él la
escuchó sumiso quizá dándose cuenta de la razón que asistía a su madre y
prometió enmendarse.
‑Ya comprenderás ‑acabó diciendo ella ‑que
debieras haber atado el gato con un cordel y tirar de él para que te siguiera.
‑Bueno, madre ‑contestó Jaime humildemente‑.
Le prometo que otro día lo haré así.
Al siguiente, Jaime fue a trabajar a casa de
un carnicero. Pasó todo el día ayudando a su amo a servir a los compradores y
al terminar la jornada recibió en pago de su trabajo una pata de carnero.
Cuando la tuvo en sus manos reflexionó un rato, tratando de recordar las
instrucciones recibidas, pero en realidad solamente pudo hallar en su memoria
las que su madre le diera la tarde anterior. Por consiguiente buscó un largo
cordel, ató la pata de carnero la puso en el suelo y luego echó a andar, arrastrándola.
Ya se comprende que al llegar a su casa la carne que no había quedado
convertida en piltrafas entre las piedras del camino, estaba completamente
estropeada por el polvo y el barro.
Aquella vez su madre se encolerizó en extremo,
porque lamentaba como se comprende, que, a causa de la estupidez de su hijo no
podrían ya regalarse con aquella buena porción de carne. Y como las provisiones
que había en la vivienda eran muy escasas, al día siguiente, que era domingo,
viéronse obligados ambos a contentar-se con una col por toda comida.
Después de dirigir a su hijo una filípica monumental,
la pobre mujer acabó diciéndole:
‑¿No comprendes, idiota, que debías haber
llevado la pierna de carnero sobre el hombro?
Jaime que, a pesar de su estupidez y de su
pereza, era un muchacho humilde y respetuoso, prometió que otra vez se
acordaría de aquellas instrucciones.
Al lunes siguiente, salió de nuevo y encontró
trabajo al lado de un pastor, quien, en pago, le regaló un asno viejo. Y aunque
Jaime era un muchacho muy fuerte, como es cosa bastante frecuente entre los
tontos, le costó lo indecible y tuvo que hacer extraordinarios esfuerzos para
cargarse el burro sobre los hombros. Al fin lo consiguió y, despacio, porque
no le permitía otra cosa la carga que llevaba, emprendió el camino hacia su
casa, muy satisfecho de su conducta y seguro de que aquella vez su madre no tendría
nada que echarle en cara.
Ocurrió que, en su camino, había de pasar
por delante de la casa de un hombre muy rico, que vivía en compañía de su hija
única, hermosa muchacha, aunque afligida por la desgracia de ser sordomuda.
Nunca, en toda su vida, se había reído una sola vez. Y los numerosos médicos
que la visitaron estaban de acuerdo en que sólo recobrarla el uso de la
palabra, cuando alguien lograse hacerla reír.
Estaba la hermosa muchacha mirando a través
de la ventana, cuando pasó Jaime con el burro a cuestas; el animal agitaba las
patas en el aire, resistiéndose a ser llevado de aquel modo. Y su peso, añadido
a la agitación de todo su cuerpo, eran tal vez más de lo que Jaime podía
resistir, a pesar de que, según ya se ha dicho, era un muchacho vigoroso y
estaba dotado de fuerzas muy superiores a las de su edad.
Pero él y su burro formaban un grupo tan
cómico, que la joven no pudo continuar en su acostumbrada seriedad, sino que
empezó a reírse a carcajadas, de tal modo que se vio obligada a llevar las
manos a la cintura para contenerse un tanto.
Al mismo tiempo y sin darse cuenta ella
misma de lo que le sucedía, profirió algunas palabras entre sus carcajadas.
Ya se puede imaginar cuál sería la alegría
de su padre al observar aquel milagro, que, hasta entonces, nunca se había
atrevido a esperar. A. su vez, acudió a la ventana y viendo a Jaime cargado con
el burro, estalló en carcajadas.
Pero cumplió la promesa que había hecho y
casó a Jaime con su hija, en premio de haberle procurado el uso de la palabra.
De este modo Jaime, a pesar de su tontería,
se convirtió en un rico caballero. En adelante vivió en la hermosa casa de su
suegro y la madre del muchacho también fué a vivir allí y hasta el día de su muerte
gozó de un bienestar y de unas comodidades que nunca había conocido.
035. Anónimo (escocia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario