Se cuenta que a las afueras de un
pueblo llamado El Pirú hay un árbol muy grande y viejo: es un pirú. Y dicen que
esconde tantos secretos, que la gente tiene miedo de pasar por ahí. Y no
precisamente durante la noche, sino al mediodía: es la hora en que el tronco
del árbol se abre y se oye el repicar de unas campanas. Pero eso no sucede
todos los días. Según algunas personas, sólo el 24 de agosto, día de San
Bartolomé.
Una vez, un vecino del poblado fue
al campo muy temprano a cortar elotes [1].
Con su burro se introdujo en medio de las milpas [2]
y ahí estuvo mucho rato buscando las mejores mazorcas. Cuando tenía una buena
cantidad de maíz, se puso a cargar el burro para regresar al pueblo. Eran casi
las doce del día. De pronto, al pasar cerca del árbol encantado, oyó un repique
de campanas.
"No puede ser que hasta acá se
escuchen las campanas de la iglesia", pensó sorprendido el hombre.
Se detuvo un momento y volvió a
escuchar las campanas aún más cerca.
"Tal vez sean las campanas de
la vieja hacienda. ¿Pero quién andará por ahí, si son puras ruinas?",
siguió pensando aquel hombre, tratando de darse una explicación.
Caminó, entonces, muy despacio con
su burro y paró más la oreja. Seguía escuchando el repique.
“Además, lo que queda de la
hacienda está todavía muy abajo y las campanas se oyen arriba. ¿Qué será...,
que será...?”, se preguntaba, ahora con un poco de miedo.
De pronto, el hombre se quedó
quieto, muy quieto.
-Ahora sí, como quien dice, ya me
dieron las doce -dijo, al advertir, por fin, que las campanadas salían del
viejo pirú.
Se armó de valor y decidió
acercarse poco a poquito, muy quedito. Pero ya no alcanzó a oír nada. Le dio
vueltas al pirú y nada. En eso estaba cuando comenzó a acordarse de todo lo que
su abuelo le decía del pirú encantado:
-Ese árbol escoge a las personas,
permitiéndoles escuchar las campanas de una iglesia -contaba su abuelo.
-Y si alguien oye las campanadas,
¿qué tiene que hacer? -preguntaba él.
-Debe regresar al pirú en la noche,
exactamente a medianoche, pero con un niño recién nacido.
-¿Y eso para qué, abuelo?
-Para dejar al niñito junto al
árbol durante toda la noche; solito, sin compañía. Así, aquella persona que
dejara al niño debía regresar al día siguiente, luego que amaneciera.
-¿Y llevar a otro recién nacido?
-No, solamente para ver el pueblo
que aparecería. Dicen que es un poblado muy grande, con iglesia y todo. En esa
iglesia retechula se venera a San Bartolomé. Eso cuentan.
-¿Y qué se supone que le pasaría al
recién nacido que hubiera dejado aquella persona?
-No sé, pues al niñito ya no lo
hallarían nunca, figúrate nada más. El árbol lo habría tomado a cambio de
permitirle ver el pueblo encantado.
Así recordaba el hombre las
palabras de su abuelo. Parecía que se lo estuviera contando nuevamente, con
todos sus detalles. Entonces pensó para sus adentros:
"Estaría yo turulato si dejara
a un pobre inocente tirado ahí, junto al árbol encantado. ¿Qué ganaría? A ver,
¿qué ganaría? Seguro que nada bueno... En fin, lo mejor es que me vaya de aquí,
no vaya a ser que se me aparezca el pueblo aunque no traiga niño ni nada".
Y se fue, casi corriendo, hacia su
casa. Cuando llegó le platicó a su mujer todo lo que había oído cerca del pirú.
Y también le contó lo que le había dicho su abuelo hacía mucho tiempo.
-¡Ah! Pues fíjate, viejo, que
también mi abuela me contó toda esa historia del árbol y el pueblo encantado.
Sólo que me platicó de otra manera -le dijo la mujer.
-¡Qué! ¿Es otra historia diferente?
-No, es la mismita, nada más que mi
abuela sabía otras cosas. Contaba que el día que se oían las campanadas
aparecía una iglesia con los portones abiertos. Era la iglesia de San
Bartolomé, como toda la gente sabe. Y la persona que la llegara a ver tenía que
entrar corriendo y sin perder ni un minuto. Ya adentro, debía tomar los dos
únicos candelabros del altar y salir otra vez corriendo.
-Mira nada más. ¿Y para qué diablos
iba a querer esos candelabros?
-Pues dicen que de esa manera el
pueblo se desencantaría y aparecería con todas sus casas e iglesia en el mismo
terreno donde está ahora el pirú.
-Eso sí no te lo creo, vieja. Que
el árbol deje ver el pueblo, bueno. Pero que el pueblo aparezca y se quede, eso
sí que no.
Y así continuaron discutiendo
aquellos señores sobre las historias del árbol encantado.
Todos los que viven en el El Pirú
cuentan los secretos del árbol encantado de un modo y de otro. Pero lo cierto
es que a las doce del día se oye muy clarito el repique de las campanas.
Si algún día quieres oírlo, no
tienes más que ir a El Pirú y visitar el árbol encantado a mediodía, y si
quieres ver el pueblo que aparece a esa hora, tendrás que ir solo; si no, nunca
verás nada...
063. anonimo (mexico)
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