Hace una infinidad de años
que en una apacible aldea vivían un hombre joven y su esposa. Sol amente tenían una hija, niña de corta edad a la
que querían de todo corazón. Pero lo malo del caso es que hace tanto tiempo de
esto, que ni siquiera se recuerdan los nombres de esas tres personas, Lo único
que se sabe es que el hecho ocurrió en una aldea llamada Matsuyama,
perteneciente a la provincia de Echigo.
En fin, proseguiremos la historia
lo mejor que se pueda, y diremos que cuando todavía la niña se hallaba en su
primera infancia, su padre tuvo precisión de ir a la capital del Japón para
evacuar ciertos negocios. La distancia era demasiado considerable para que la madre y la hija le
acompañasen y por esta causa se marchó solo, aunque les prometió llevarles
algún regalo.
Es de advertir que ni el
padre ni la madre, y mucho menos la niña, habían salido nunca de su aldea, de
modo que los primeros estaban algo impresionados al pensar en aquel largo viaje.
Especialmente la esposa se quedó llena de temor de que a su amado espeso pudiera
ocurrirle algún accidente; mas, por otra parte no dejaba de llenarla de
satisfacción la idea de que su marido fuese la única persona de la comarca que hubiese
realizado un viaje tan largo y visitado, además, la capital del Imperio, de la
que todos contaban maravillas, sin haberlas visto y solamente basándose en las
vagas y confusas noticias recibidas de los que oyeron hablar de aquellas cosas.
Por eso la esposa se proponía
tener largas conversaciones con su marido para hacerle referir cuanto hubiese visto,
y luego podría darse tono con las vecinas, cuyos maridos apenas hablan visitado
la aldea más próxima.
Esperó con impaciencia el
día de la llegada, y aunque su marido no pudo señalársela con precisión,
porque no sólo dependía de que sus asuntos le retuviesen más o menos en la
corte, sino, además, de las mil incidencias posibles en su viaje, el caso es
que apareció en la aldea en la misma fecha
que había indicado como probable. La esposa
que ya le esperaba vestida con lo mejor que tenía y que de la misma manera
había engalanado a la niña con su mejor traje, se alegró en extremo al ver de
regreso a su amado esposo, bueno, sano y contento. La feliz familia volvió a
reunirse contentísima, y en cuanto hubieron cruzado las primeras frases de
afecto el padre se apresuró a desenvolver el paquete en que llevaba los regalos
prometidos a su mujer y a su hija. Entregó a ésta los bonitos juguetes que
adquiriera y tomando luego una caja redonda y envuelta en papel de arroz de
color rojo, se volvió a su mujer y le dijo:
‑Te he traído una cosa muy
linda. Se llama un espejo. Mira, y dime qué cosa ves en él.
Le entregó la caja y en
cuanto la esposa la hubo abierto encontró dentro un objeto redondo, de metal. Por
un lado era de color plateado y estaba adornado con figuras de pájaros y de
flores y por el opuesto era brillante y estaba tan pulimentado como si fuese
una hoja de cristal.
La joven y feliz madre miró
aquel objeto y cuando contempló la cara pulimentada observó con la mayor
sorpresa y agrado que desde el fondo de aquella superficie maravillosa,
contemplaba un rostro alegre y sonriente, de labios rojos y de brillantes ojos,
que no se parecía en nada a las imágenes que viera pintadas, porque además de
ser infinitamente más perfecta que aquéllas, estaba dotada de vida, puesto que
se movía y parecía una persona viva.
Su marido observaba complacido
y feliz el asombro y el gozo de su esposa, y de pronto le preguntó:
-¿Qué ves ahí dentro? ¿Qué te
parece de eso?
‑Pues veo una mujer hermosa
que me contempla fijamente y que mueve los labios cual si hablara, pero sin que
me sea posible oír sus palabras. Además, da la casualidad de que lleva un
quimono amarillo igual que el mío. ¿Quién es esa mujer? -añadió extrañada y
con la mayor inocencia del mundo.
El marido sonrió antes de
contestar, y luego acercándose a su esposa, le dijo:
-¿No lo sabes? Pues mírala
bien, porque estoy persuadido de que la conoces.
Como es natural, la esposa,
que no sospechaba siquiera la existencia de un objeto capaz de reflejar su
propia imagen, que hasta entonces sólo
había visto de un modo confuso en el agua, no atinaba, de pronto,
acerca de la identidad de aquella figura y en vista de ello su esposo, añadió:
-¡Eres tú misma, querida
mía! Fíjate bien y verás que esa imagen repite fielmente todos los movimientos
que hagas. Y también verás cómo si yo acerco mi rostro al tuyo, aparecerá al
lado del de la mujer que ahora está en el fondo de esa lámina de metal.
Hizo lo que decía y, en
efecto, la esposa vio cómo al lado del suyo propio, aparecía el rostro de su
marido en el fondo del espejo.
-Eso se llama un espejo ‑continuó
diciendo él‑. En la capital, todo el mundo tiene por lo menos uno, aunque en
estos pueblos nadie haya oído hablar de semejante cosa.
La mujer no le contestó
siquiera. Estaba tan absorta contemplando su propia imagen, que apenas oía las
palabras de su marido. Y tanto le embelesaba contemplar aquel milagro, pues tal
le parecía, que, durante muchos días, dedicó todos sus momentos libres a
ponerse ante el espejo.
No se debe creer que hiciera
eso por coquetería ni por vanidad, sino, sencillamente porque se hallaba ante un hecho maravilloso, que
hasta entonces no había podido soñar siquiera. Claro está que también le complacía
contemplar su lindo rostro; pero, al fin, cuando ya el espejo no fué una
novedad para ella, consideró que era un objeto demasiado precioso para ser
usado diariamente y lo guardó de nuevo en su caja y lo encerró juntamente con
sus mayores tesoros.
Pasaron varios años y el
matrimonio se guía siendo feliz, aunque ya su mayor alegría era su hijita, cada
vez más parecida a su madre y crecía tanto en belleza como en bondad de manera
que no solamente era adorada por sus padres y sino también muy querida por
cuantos la conocían.
Su madre, que la veía tan
hermosa, guardaba con el mayor celo su espejo, con el fin de evitar que aquel
objeto maravilloso sirviera para desarrollar la vanidad en su hija, y ni
siquiera le reveló la existencia de tal tesoro. En cuanto al padre ya no se
acordaba de semejante cosa, y si alguna vez pasaba por su imaginación debía de
creer que se habría perdido o que estaba roto. Gracias a estas precauciones, la
niña ignoraba que era tan hermosa como lo fue su madre, y, por consiguiente, se mostraba tan sincera e inocente como se puede suponer, y jamás le pasó por la
mente valerse de su condición de hermosa para obtener algo o para influir en
alguien.
Pero en el mundo no hay nada
eterno, y tampoco podía serlo la felicidad de aquella modesta familia. La buena
y cariñosa madre cayó enferma y, a pesar de los cuidados que de día y de noche
le prodigaba su hija, no fué posible impedir que se agravase en tales términos,
que la misma paciente comprendió que le quedaba poco tiempo de vida.
En la pequeña aldea no había
médicos y toda la ciencia de curar de aquella buena gente consistía en propinar
al enfermo algunas infusiones de hierbas, de modo que cuando alguien se sentía
aquejado de un grave mal, casi puede decirse que no tenía remedio posible.
Por esto, el padre y la hija
de la enferma, al observar que por días aumentaba la gravedad de su mal,
comprendieron que era preciso renunciar a toda esperanza. Ella, por su parte,
también lo entendía así, y esto le causó gran tristeza, pues más que la misma
vida, sentía verse obligada a dejar a su esposo y a su hija, a los que era muy
necesaria. Por fin, aprovechando un momento en que su dolencia la dejó más
tranquila, llamó a su hija, y cuando la joven se hubo acercado a la cabecera de
su cama, le dijo:
‑Bien sabes que estoy muy
enferma, hijita mía, de manera que moriré muy pronto y me veré obligada a
dejarte a ti y a tu querido padre.
-¡Oh, no, madre mía! ¡Eso no
puede ser! ‑exclamó la joven sollozando‑. Ten ánimo, y ya verás como te pones
buena otra vez.
‑No. No es posible -contestó
la enferma con triste sonrisa-Siento perfecta-mente que me muero y, por lo
tanto, no hay necesidad de que te esfuerces en convencerme de lo contrario, y
tanto más cuanto que tú misma no crees en mi posible restablecimiento. Escucha.
Por desgracia no poseo bienes ni cosa alguna que pudiese legarte y que,
naturalmente, no deba ser tuya. Pero poseo un objeto maravilloso, que he
guardado siempre con el mayor cuidado, esperando este día para confiártelo.
Tómalo -añadió sacando la
caja del espejo de debajo de la esterilla en que estaba tendida‑, aquí tienes
este objeto maravilloso, que se llama espejo. Cuando me haya muerto, prométeme
que mirarás todos los días dos veces este espejo, al levantarte y antes de
acostarte,
Así podrás verme en él y
sabrás que continúo velando por ti,
La joven, derramando
abundantes lágrimas, le prometió hacerlo así, y sin ocuparse más del espejo fué
a guardarlo, con objeto de volver cuanto antes al lado de su madre. Esta siguió
empeorando por momentos, y aquella misma noche, antes de que se ocultara la
luna, exhaló el último suspiro.
Grande fué la desesperación
del padre y de la hija, al verse privados de la compañera de su vida y de la
persona a la que querían más que a sí mismos. La enterraron con las ceremonias
acostumbradas y con asistencia de todos los habitantes de la aldea, y no
tuvieron más remedio que continuar viviendo lo mejor que les fuese posible,
aunque echando de menos a cada instante a la que les había dejado solos con su
dolor.
La hija, fiel a la promesa
que hiciera a su madre antes de morir, no olvidó el último encargo que recibiera de ella y
todas las mañanas y también por las noches, sacaba el espejo de su caja y se
miraba largos ratos en él. Entonces podía contemplar el rostro sonriente y extraordinariamente
animado de vida de su madre, que le devolvía sus sonrisas, y lo más maravilloso es que su madre no se le aparecía
con el rostro pálido y flaco de sus últimos tiempos, sino llena
de salud y de belleza, como si se encontrara aún en los primeros años de su
juventud, de manera que la hija pudo, gracias al espejo, evocar el rostro que
tenía su amada difunta cuando, muchos años atrás, ella era todavía muy pequeñita.
Y así todos los días. Por la
noche contaba a su madre las pequeñas dificultades y los leves contratiempos
del día, y ella le sonreía con cariño o se quedaba seria cual si buscase la
manera de evitar tales contratiempos a su hija. Y ésta, por las mañanas, iba a
saludar a su madre y a pedirle alientos para las tareas que la aguardaban.
Y estaba tan convencida de
que, en efecto, podía contemplar el amado rostro de la madre, que no solamente
no dejaba ni un día de mirar el espejo, sino que, además, se esforzaba en
complacerla, como durante su vida, y hacía todo lo posible para que, por las
noches, aquélla le dirigiese una sonrisa de aprobación.
Por eso la mayor
satisfacción de la joven era poder mirar al espejo y decir al mismo tiempo:
Hoy, madre mía, he sido tan
buena como tú habrías podido desear.
Y dichas estas palabras
sonreía, observando, al mismo tiempo, que la imagen correspondía a su sonrisa
con otra más cariñosa, si eso era posible.
Un día el padre se fijó en
la conducta de su hija, y le llamó la atención observar que al parecer dirigía
la palabra al espejo. Intrigado por esto, le preguntó la causa y, con gran
sorpresa por su parte, la joven le contestó:
-iOh, es un misterio, padre
mío! Hasta ahora no te lo había dicho, pero seguramente no debo guardar tal
reserva contigo. Has de saber que todos los días, por la mañana y por la noche,
contemplo el espejo, donde veo el rostro de mi adorada madre.
Luego, seguidamente, lo
explicó la promesa que hiciera a aquélla pocas horas antes de su muerte y le aseguró
que ni un solo día se había olvidado de tan agradable deber.
El padre se quedó emocionadísimo
al darse cuenta de tanta inocencia y admirado a la vez de la tierna idea que
tuviera su esposa antes de morir. Le impresionó también el amor filial de que daba
muestras su hija y no pudiendo contenerse por más tiempo se echó llorar.
Pero cuando se hubo
tranquilizado un tanto, guardose muy bien de destruir aquella ilusión, diciendo
a su hija que el rostro que contemplaba no era el de su madre,
sino el suyo propio. No hizo nada de eso, sino que, por el contrario, le aseguró que, en efecto, gracias al espejo podía
ver el dulce rostro de su madre y era tanta la ternura con que miraba la hija
la pulimentada hoja de metal, que, a medida que pasaban los días, iba
pareciéndose más y más a su
difunta e inolvidable madre.
040 Anónimo (japon)
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