Hubo una doncella coreana
llamada Flor de Peral y que se quedó huérfana de madre en los primeros años de
su vida.
Cuando su padre, Kang Wa,
que era un magistrado de alta categoría, se casó en segundas nupcias, hízolo
con una viuda orgullosa que tenía una hija llamada Violeta.
Tanto la madre como la
hija no tenían ninguna afición a los quehaceres de la casa, y aprovechando el
ascendiente que entonces ejercían sobre Kang Wa decidieron cargar a Flor de
Peral todas las faenas pesadas, como, por ejemplo, limpiar el arroz, guisar y
cuidar del fuego en la cocina, etc.
Por si eso no fuera
bastante, trataban muy mal a la pobre niña y sobre no dirigirle nunca una
palabra afable, le dieron el apodo de Cerdita, cosa que a la niña la hacía
llorar con frecuencia. No se atrevió, sin embargo, a quejarse a su padre,
porque éste siempre estaba muy ocupado. Fumaba en su larguísima pipa y jugaba
al ajedrez hora tras hora y, al parecer, le importaba mucho más tener su gran
capa blanca bien almidonada y lustrosa que la felicidad de la hija de su primer
matrimonio. Exigía que su ropa interior fuese golpeada con una maza, después de
enjabonada, hasta que resplandeciese con la blancura de la escarcha y así, a
excepción de su sombrero de piel de caballo y de anchas alas, aparecía vestido
de blanco de un modo inmaculado cuando se dirigía a la oficina del Gobierno.
Tal era la vida de la pobre Cerdita cuando
llegó la ocasión de que en la ciudad se celebró un gran festival. En la casa de
la niña empezaronse muchos días antes los preparativos para que el padre
pudiese llevar su mejor traje y su sombrero más elegante y a fin de que la
madrastra y su hija pudiesen lucir sus mejores galas cuando se dirigieran a
visitar al Rey y a presenciar el paso de la comitiva regia.
Como se comprende, a la pobre Cerdita le
habría gustado mucho presenciar aquellas espléndidas fiestas, pero la cruel madrastra
le puso delante un enorme saco de paja lleno de arroz sin descascarillar y
luego le entregó un enorme jarro de agua, roto, ordenándole que quitara la
cáscara a todo el arroz y que luego fuese a sacar agua del pozo y llenase el
jarro hasta el borde antes de atreverse a salir a la calle.
La tarea de
descascarillar aquel enorme saco de arroz y de llenar un jarro agujereado era,
desde luego, imposible, y Cerdita, comprendiéndolo así, se echó a llorar
amargamente. ¿Cómo podría cumplir aquellas órdenes?
Sin dejar de lamentarse,
abrió el saco de paja y extendió el arroz sobre unas esterillas. De repente oyó
ruido de alas y vio, muy sorprendida, que acudía a su lado una bandada de
palomas. Muchas de ellas se posaron en su cabeza y en sus hombros y luego, acercándose
a las esterillas donde estaba tendido el arroz, empezaron a trabajar con la
mayor diligencia con las uñas y con los picos, de modo que, a los pocos
minutos, estaba todo el arroz a un lado, limpio y blanquísimo, en tanto que las
palomas, con sus patas, se llevaban las cáscaras y las apilaban en otro montón.
Después de arrullar a la
niña y de darle algunos leves picotazos en señal de afecto, las palomas
emprendieron el vuelo y se alejaron.
Tan asombrada estaba
Cerdita ante el asombroso trabajo de las aves, que apenas sabía cómo
manifestarles su agradecimiento. Pero, ¡ay!, entonces recordó que aún le
quedaba la tarea más difícil, por no decir imposible, o sea la de llenar el
jarro rajado.
Pero cuando empuñaba el
cubo para hacerlo descender por el pozo, salió de la chimenea del hogar el
geniecillo del hollín, llamado Tokgabi.
-No llores -dijo con voz
chillona-. Voy a arreglar inmediatamente la raja del jarro, poniéndole una
buena laña.
En efecto, tomó el jarro,
rellenó la raja con arcilla húmeda y luego sacó una docena de cubos de agua del
pozo y de este modo quedó llena la jarra hasta el borde. Luego Tokgabi hizo una
profunda reverencia a la niña y desapareció por el cañón de la chimenea antes
de que ella tuviese tiempo de darle las gracias.
Gracias a estos auxilios
inesperados, Cerdita tuvo tiempo de ponerse su traje sencillísimo, pero muy
limpio y blanco como la nieve, y pudo presenciar el paso de la comitiva regia,
de los estandartes reales y aun vio perfecta-mente al Rey, acompañado de
millares de cortesanos y de soldados.
Otro día la madrastra y
su hija organizaron una merienda en la montaña. Por consiguiente, hiciéronse los
preparativos necesarios de refrescos y de provisiones de toda clase y Cerdita
vióse obligada a trabajar de firme para almidonar y planchar las prendas de las
dos mujeres, es decir, chaquetas, largas camisas, cinturones, fajas y otras
muchas cosas, hasta que la pobre quedó derrengada y casi cayéndose de fatiga.
La madrastra y su hija,
en vez de darle las gracias y de dirigirle algunas palabras de aliento, le
dijeron que no podría salir de casa hasta que no hubiese arrancado todas las
hierbas malas del jardín y las que crecían entre las piedras del sendero.
La pobre niña se entregó
de nuevo al llanto, pues aquella orden le pareció cruel sobremanera. La dejaron
sola en la casa, en tanto que ellas salían muy elegantes, con abundantes
provisiones y bien dispuestas a divertirse de lo lindo todo el día.
Mientras sollozaba la
niña, llegó a su lado una enorme vaca negra que la miraba compadecida a la
pobre esclava de la
cocina. Luego , en diez bocados, el enorme animal se comió
todas las hierbas malas y, ayudándose con las pezuñas, no tardó en dejar
perfectamente limpio el jardín y el sendero.
Secándose las lágrimas,
Cerdita seguía por todas partes a aquel animal maravilloso y así llegó a un
hermoso prado rodeado de bosque en donde encontró y cogió las frutas más
deliciosas que viera en toda su vida. Merendó, pues, magníficamente, gozó de la
belleza del paisaje, del aire puro y de la luz del sol, escuchó el canto de los
pajarillos y luego regresó, apaciblemente, a su casa.
Cuando la cruel y celosa
hermanastra se enteró de las maravillosas cosas llevadas a cabo por la vaca
negra, decidió pasar también una tarde agradable en el prado. Así, aprovechando
la fiesta más próxima, se quedó en su casa y permitió que Cerdita saliese de
paseo. Esta no comprendía la razón de aquel permiso, aunque sólo fuese por unas
cuantas horas, y le extrañó que no le mandasen permanecer en compañía de los
potes y de las cacerolas, pero aun tuvo mayor sorpresa al ver que su madrastra
le entregaba una cuerda llena de monedas de cobre ensartadas para que se las
gastara en golosinas [1].
La niña, muy agradecida, dio las gracias a su madrastra, se puso su mejor traje
y no tardó en llegar a la calle principal de la ciudad, donde se divirtió en
extremo al ver la alegría general y al contemplar los escaparates llenos de
lindísimos objetos.
Además, vio a unos
funámbulos que bailaban sobre la cuerda floja, a unos músicos que tocaban la flauta
y el tambor, otras bandas que recorrían las calles, prestidigitadores, mimos y
cómicos, bailarines y aun payasos que la divirtieron de lo lindo. Circulaban
por entre la multitud numerosos muchachos que vendían azúcar de cebada y dulces
de todas clases. Cerdita entró en una casa de comidas y allí se hizo servir
pescado frito, arroz hervido con pimiento rojo, nabos, nísperos secos, castañas
asadas y naranjas confitadas, de modo que se sentía tan feliz como una reina.
Mientras tanto, su
egoísta hermanastraa permanecía en casa, no para aliviar a Cerdita de su
trabajo, sino con el propósito de ver a la vaca negra; y así, en cuanto
apareció dicho animal y vio que su amiguita ya no estaba y que, por lo tanto,
no tenía nada que hacer allí, emprendió la carrera hacia el bosque. La
hermanastra se apresuró a seguirla de cerca, pero la vaca corría mucho y se
metió en lugares desagradables. Así fue como la muchacha se vio de pronto en un
marjal, se hundió hasta la cintura en una charca, de la que salió llena de lodo
y arañada por los espinos. Pero ella, confiada todavía en que hallaría buenas
frutas que comer, continuo siguiendo a la vaca hasta que ya no pudo más. Por
otra parte había perdido de vista a aquel extraño animal.
Entonces, llena de barro,
arañada, dolorida y fatigada, quiso regresar a su casa, pero los espinos le
destrozaron la ropa, le dejaron las manos y el rostro hecho una lástima y
cuando, por último, casi muerta de cansancio, llegó a su casa, estaba fea que
daba miedo y tenía un aspecto horrible.
En cambio, Cerdita,
sonrosada y lozana, estaba tan bella que un joven del Sur, de buena familia, que aquel día visitaba la capital, quedó
impresionado por su hermosura. Y como, precisamente, quería casarse, creyó
oportuno averiguar dónde vivía la linda muchacha. Se enteró de ello sin
dificultad ninguna y entonces se apresuró a buscar a un intermediario que se
encargó de visitar a las dos familias y de hacer todos los preparativos para
celebrar los esponsales y la boda.
Esta última ceremonia fue,
realmente, magnífica. El novio, llamado Su‑wen, vestía un traje de seda de
color blanco y negro, se cubría la cabeza con un rico sombrero de crin de
caballo, que indicaba claramente su rango como caballero o Yang‑ban. En el
pecho, sobre el cual cruzaba una banda bordada en plata, veíase un cuadrado
dorado y también bordado, en el cual se representaban unas cigüeñas volando por
encima de las olas, es decir, el símbolo de un cargo civil oficial. Además era
un muchacho alto, guapo, muy culto y que ya había alcanzado buena fama como
poeta y que conocía perfectamente los clásicos.
Flor de Peral estaba,
realmente, encantadora. Ya nadie la llamaba Cerdita. Vestía
un traje de brocado de largas bocamangas que partían de su traje interior, de
seda blanca como la
nieve. Calzaba unos zapatitos rojos de cabritilla con la
puntera encorvada y con un tahalí bordado en plata, una larga camisa de alta
cintura, con varios forros de su ropa interior que se asomaban lindamente al
cuello de la joven, que llevaba en uno de sus dedos la sortija nupcial de
plata; estaba tan hermosa, y elegante como una princesa.
Aparte de su dote nupcial,
su padre rogó a Flor de Peral que le indicase qué cosa desearía como regalo
especial. Y cuando ella se lo dijo, el padre se echó a reír de buena gana.
Sin embargo, cumplió sus
deseos, y así, en el tocador de Flor de Peral, que ahora se llama señora de Su‑wen,
hay una figurita de barro que representaba una vaca negra, que fue moldeada y
cocida con la arcilla de su provincia natal, en tanto que los palomos gustan de
revolotear por encima de un peral, que florece todas las primaveras y cubre el
suelo con una verdadera nevada de blancos y olorosos pétalos.
026. Anónimo (corea)
[1] Las antiguas monedas de
Corea estaban agujerendas por su centro como las monedas de 0'50 de peseta,
españolas, y existía la costumbre de ensartarlas en una cuerda que se llevaba
colgada de la cintura.
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