Anónimo
(camboya)
Cuento
“Cuéntame otro cuento, por
favor”, suplicó Lom. “No ya es hora de dormir”, contestó su anciano criado. Así
que el pequeño se acurrucó en la cama y pensando en la historia que acaba de
escuchar.
Desde que Lom era muy niño, el viejo criado le contaba cada noche
historias maravillosas: cuentos sobre enormes gigantes y poderosos magos,
tigres feroces y sabios elefantes, emperadores opulentos y hermosas princesas.
Cada noche tocaba una historia nueva, y a Lom le encantaba escucharlas. Sabía
que el criado había oído los cuentos de labios de su madre, su abuela, su
bisabuela, y que eran historias muy antiguas.
Lom solía alardear delante de sus amigos de saberse muchos
cuentos. “¿Por qué no nos cuenta uno?”, le pedían una y otra vez. “No –gritaba
Lom-, son míos, y no se los contaré a nadie”.
Todo el mundo sabe que los cuentos están para ser contados, pero
como Lom no los compartía con nadie, se iban quedando aprisionados en una vieja
bolsa, colgada en su habitación.
Lom siguió creciendo, acompañado por los cuentos que el viejo
criado le contaba cada noche, y se convirtió en un apuesto joven. Decidió
casarse con una bonita joven de un pueblo vecino. La noche antes de la boda, el
viejo criado oyó unos extraños murmullos en la habitación de Lom. ¿Qué será
eso?”, refunfuño, y se puso a escuchar atentamente.
Los murmullos venían de la vieja bolsa. Eran los cuentos, que
charlaban entre sí lamentándose: “Mañana se casa y por su culpa nos quedamos
aquí apretujados”.
“Debió dejarnos salir”, se
quejó otro cuento. “Le haremos pagarlo claro”, gritó un tercero. “Tengo un
plan”. Dijo el primer cuento. “Cuando vaya mañana al pueblo para la boda le
entrará sed. Me convertiré en pozo y, cuando beba agua, le entrará un dolor de
estómago terrible”.
“Por si el plan no
funciona, yo me convertiré en sandía. Cuando se la coma, sufrirá un dolor de
cabeza espantoso”, dijo el segundo cuento.
“Yo me convertiré en
serpiente y le morderé”, dijo el tercero. “Sentirá un dolor insoportable en la
pierna.” Y los cuentos se rieron cruelmente tramando su venganza.
El viejo sirviente se quedó horrorizado. “¿Qué hago?”, se
preguntó. “Tengo que evitarlo”. El criado pasó toda la noche entera pensando
como salvar al joven.
Por la mañana, cuando Lom se disponía a partir en su caballo al
pueblo vecino, el criado salió apresuradamente y agarró las bridas del animal.
Guió al animal por las colinas hasta llegar a un pozo.
“¡Alto! -gritó Lom-, tengo
sed”, pero el anciano hizo seguir al caballo sin detenerse en el pozo. Al poco
llegaron a sembrado repleto de sandias. “¡Para!, gritó Lom.
“Estoy muerto de sed. Quiero una sandía”. El criado no quiso
detenerse y siguieron adelante.
Llegaron al pueblo y durante la boda el criado se pasó todo el
tiempo mirando por todas partes, pero no vio ninguna serpiente.
Al anochecer, los novios se dirigieron a su casa. Los vecinos
habían cubierto todo el suelo de la casa de alfombras.
De repente, el viejo criado entró corriendo en los aposentos de
los novios. “¿Cómo te atreves a entrar aquí de ese modo?”
El viejo criado levantó la alfombra y dejó al descubierto una
serpiente venenosa. La cogió por la cabeza y la tiró por la ventana. “¿Cómo
sabías que estaba ahí?”, preguntó Lom asustado.
El criado le habló de los cuentos apretujados en la bolsa y de sus
planes de venganza por haberlos olvidado y no compartirlos con nadie.
Desde aquel día Lom empezó a contarle los cuentos a su mujer. Uno
por uno, fueron saliendo todos los cuentos de la bolsa con gran alegría.
Año más tardes, Lom se los contó a sus hijos, y a su vez, ellos se
los contaron a los suyos.
Hoy en día se siguen contando. Lo sé muy bien, porque yo también
los he escuchado y porque yo uno de esos cuentos apretujados en la bolsa.
(Cuentos populares del mundo. Usborne Publishing, Estados
Unidos, 2002.)
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