(El salvador de los suyos)
Dos hermanos se disponían a hacer un
largo viaje. Su hermana, viuda, quiso acompañarles, pero ellos se opusieron y
emprendieron la marcha.
Pocas horas después, la hermana dio a
luz un niño que, inmediatamente, abrió los ojos y rompió a hablar.
-¡Madre! -gritó-. ¡Lávame!
La madre respondió:
-Puesto que sabes hablar, lávate tú
solo. Cuando el niño se hubo lavado, preguntó:
-¿Dónde está mi padre?
La madre contestó:
-Ha muerto.
-¿Y no tienes familia alguna? -siguió
preguntando el recién nacido.
-No tengo más que dos hermanos que
acaban de emprender un largo viaje.
El niño quedó pensativo un momento y
luego dijo:
-Voy a reunirme con ellos... Les
amenazan muchos peligros y quiero evitarlos.
Levantóse, tomó una hoz diminuta y un
hilo de pescar y se lanzó corriendo por el camino que habían seguido sus tíos.
Éstos se hallaban ya en las cercanías
de un poblado habitado por hechiceros, brujos y magos, siendo su jefe una
hechicera, mil veces más bruja y perversa que todos ellos.
El camino estaba guardado por
infinidad de perros y toros que mataban a los que no tenían nada que darles de
comer.
El niño, que se llamaba Amadú
Kekediurú, es decir, Amadú que-no-teme-a-los-brujos, había llevado también
consigo un haz de heno. Con el hilo de pescar, provisto de varios anzuelos en
un extremo, consiguió pescar algunos peces y se los metió en su zurrón.
A pesar de esta carga, volaba como el
viento detrás de sus tíos.
Amadú llegó junto a ellos en el
momento en que iban a ser devorados por los toros y los perros.
-¡Tíos, no temáis nada! -les gritó-.
¡Voy a ayudaros!
Echó a los toros el haz de heno y
lanzó los peces a los perros. Las feroces bestias se dedicaron a comer
tranquilamente y no se ocuparon de los hombres ni de su sobrino.
-Continuemos la marcha -dijo el niño-
Soy vuestro sobrino... Os acompa-ñaré...
-Nada de eso -respondieron los tíos-.
Nos has salvado de los toros y de los perros, pero no permitiremos que nos
acompañes... Por otra parte, es imposible que seas nuestro sobrino, ya que
nuestra hermana no tenía ningún hijo cuando abandonamos nuestra tienda...
Y los dos hombres prosiguieron su
camino, abandonando al niño.
Amadú se convirtió entonces en un
"dibrí" o sombrero cónico de paja y se situó en el borde del camino,
delante de sus tíos.
El mayor de ellos descubrió el
sombrero y exclamó:
-¡Mira qué suerte, hermano! Este
sombrero me protegerá contra la lluvia.
Y se lo colocó en la cabeza.
El sombrero gritó entonces:
-No soy un sombrero, tío, sino tu
sobrino Amadú...
Al oír esto, el tío se quitó el
cubrecabezas y lo arrojó al suelo, de donde desapareció como si se lo hubiera
tragado la tierra.
El niño se transformó en una sortija y
fue a apostarse en la carretera, en un punto donde no tenían más remedio que pasar
sus tíos.
Esta vez fue el más joven de ellos el
que lo descubrió.
Lanzando un grito de alegría, recogió
el anillo y se lo puso en el dedo.
Entonces el anillo habló y dijo:
-No soy un anillo, tío, sino tu
sobrino Amadú.
El menor de los tíos se quitó enfurecido
la sortija y la tiró al suelo.
Inmediatamente Amadú recobró la forma
humana y habló de este modo:
-Si no me permitís que os acompañe,
tíos míos, os pesará... Acordaos de lo que os sucedió con los toros y con los
perros...
El mayor de los tíos repuso entonces:
-Puesto que persistes en llamarnos
tíos, empiezo a creer que eres en realidad nuestro sobrino... Acompáñanos...
Llegaron finalmente al poblado de los
hechiceros. La reina les hizo un magnífico recibimiento.
Al caer la tarde, cada uno de los forasteros
recibió una gran calabaza llena de "to", o cuscús, que les enviaba la
reina.
El mijo de la primera estaba cubierto
de carne de buey; el de la segunda, de carne de perro, y el de la tercera, de
carne humana.
Cuando los esclavos portadores de los
regalos se hubieron retirado, Amadú les dijo a sus tíos:
-No toquéis el "to" hasta
que yo os diga.
Acercóse a las calabazas y metió su
dedito en la primera, sin que ocurriera nada. Hizo luego lo mismo con la
segunda y cuando quiso retirar el dedo, el "to" se había adherido a
él de tal modo que no pudo conseguirlo; con la tercera sucedió exactamente
igual.
-Comed de la primera calabaza
-aconsejó a sus tíos-; las otras contienen carne mala.
Los dos tíos siguieron el consejo de
su sobrino.
Durante este tiempo, la reina
hechicera había ordenado a sus esclavos que pusieran agua a hervir en gran
cantidad, pues tenía la intención de lavar bien a sus víctimas después de
degollarlas.
Hacia la medianoche, armada de una
enorme lanza, se dirigió a la tienda en que reposaban sus huéspedes.
Cuando llegó ante la puerta de la
tienda, Amadú la oyó y gritó:
-¡Eh, no entres todavía! ¡No me puedo
dormir!
-¿Y por qué no te has dormido aún?
-preguntó la bruja.
-Porque no me has dado de cenar lo que
mi padre acostumbra a darme todas las noches.
-¿Y qué te da tu padre, nenito?
-Estrellas.
-Voy a cogerte unas cuantas -contestó
la hechicera.
Y se pasó la noche haciendo señas a
las estrellas para que vinieran a ponerse al alcance de sus manos.
Durante cuatro noches consecutivas
repitióse la misma escena entre la reina hechicera y Amadú.
La sexta noche, el niño dijo a la
vieja:
-Si quieres que me duerma la noche
próxima, trae a tus dos hijas para que me hagan compañía durante esta velada.
Quiero aprender las canciones del país y que me cuenten cuentos.
Al día siguiente por la tarde, la
reina llevó a sus dos hijas, las cuales, enseñaron las canciones del país y
contaron algunos cuentos maravillosos a Amadú.
Llegada la medianoche, las dos hijas
se acostaron en una habita-ción contigua.
De madrugada, la hechicera volvió a la
tienda, golpeó el suelo por tres veces con su lanza y, comprobando que nadie le
respondía, entró sigilosa-mente.
Amadú, al percibir los pasos de la
vieja, se había subido al techo y se escondió entre las maderas que sostenían
la paja.
Antes había despojado a las hijas de
la hechicera de sus cabellos y se los había colocado a sus tíos, como si fuesen
pelucas. Cuando la reina hechicera entró, palpó las cabezas de los tíos y
notando que tenían cabellos creyó que eran sus hijas. Entonces penetró en el
cuarto contiguo, y empuñando la lanza mató a los que allí dormían, mató a sus
dos hijas, creyendo que eran los dos tíos de Amadú.
Luego se retiró silenciosamente.
Antes de que saliera el sol, Amadú
despertó a sus tíos y todos juntos regresaron corriendo a su poblado.
En el mismo instante, la hechicera
envió un esclavo, para que despertara a sus hijas.
El esclavo volvió minutos después para
anunciarle que habían sido sus hijas y no sus huéspedes los degollados.
-¿Qué dices, insensato? ¿Quieres darme
a entender que ya estás lo suficientemente gordo para servirme de almuerzo?
-No -respondió el esclavo-. Te anuncio
que has matado a tus propias hijas en vez de a los forasteros.
La hechicera, enfurecida, lo ensartó
con la lanza.
Luego envió a otro esclavo en busca de
sus hijas.
A su regreso, éste dijo simplemente:
-Ve tú misma a ver lo que ocurre. La
reina se dirigió a la tienda y vio a sus hijas bañadas en su propia sangre.
Sin una lágrima, sin volver a casa
siquiera, la reina se lanzó tras las huellas de los fugitivos.
-¡Amadú Kekediurú es el culpable de la
muerte de mis hijas! - gritaba-. ¡Me vengaré! ¡Me vengaré!
Pero antes de que lograra alcanzarles,
Amadú y sus tíos habían entrado ya en su poblado.
Cuando la hechicera se encontró frente
a las primeras chozas, se convirtió en un gran azufaifo cargado de apetitosas
yuyubas. De este modo esperaba atraer a los niños y, entre ellos a Amadú.
En efecto; tan pronto como vieron el
árbol frutal, todos los niños se apresuraron a trepar a sus ramas; solamente
Amadú se abstuvo de hacerlo, pues se dio cuenta de la identidad del azufaifo.
-¡No subáis a ese árbol, camaradas!
les dijo-. Tengo la seguridad de que se trata de una hechicera disfrazada.
Apenas sintió en sus ramas el peso de
los niños, el azufaifo se puso en marcha hacia el poblado de los brujos.
Pero Amadú llegó antes que la
hechicera, pues convirtiéndose en tórtola, pudo hacer el camino volando.
Cuando se encontró entre los suyos, la
hechicera abandonó su aspecto de azufaifo y recobró su forma natural.
La reina llamó entonces a su boyero y
le dijo:
-Es necesario que hoy mismo tenga la
vaca negra un ternerillo para que esos niños, que no tienen nada que hacer,
cuiden de él. Si no consigues que lo tenga, te comeré.
El boyero salió de la tienda real
derramando abundantes lágrimas.
Amadú, que había recobrado la figura
humana, salió a su encuentro y le preguntó:
-¿Por qué lloras, boyero?
El desgraciado refirió al niño lo que
esperaba de él la reina.
Entonces, Amadú le dijo:
-No llores más. Ata la vaca en un
árbol del bosque y vuelve al poblado. Yo me encargaré de lo demás.
El boyero obedeció.
Aquella misma noche, la vaca tuvo un
ternerillo.
El desgraciado boyero, loco de alegría
al ver el milagro, fue a contarlo a la reina, que acudió para convencerse por
sus propios ojos.
Después de mirarlo bien, como en su
calidad de hechicera podía ver cosas que se le ocultaban a los demás, declaró
perpleja:
-Este ternerillo tiene expresión
humana.
Una de los asistentes protestó:
-¡No intentes ver lo que no hay, mi
ama! ¿No ves que tiene cuatro patas y dos orejas como todos los animales de su
especie?
Al día siguiente, el ternerillo fue
entregado a los niños para que lo guardaran.
La mitad de los pequeños condujeron al
animal a pacer al prado, pero el becerro se puso a correr delante de ellos y
les hizo alejarse un buen trecho del poblado de los brujos.
Allí recuperó su aspecto, normal y les
dijo:
-Soy Amadú Kekediurú, vuestro camarada
de juegos... He venido para llevaros con vuestros padres.
-¿Y los otros? -preguntó uno de los
niños.
-Vuelve tú solo al poblado de la
hechicera y dile que no podéis llevar el ternerillo hasta allí y que es preciso
que vengan los demás niños a ayudaros.
El muchacho obedeció.
Regresó al poblado de los hechiceros y
transmitió las palabras de Amadú a la reina, que inmediatamente dispuso que
salieran los demás niños a ayudar a los otros a traer el ternerillo
recalcitrante.
Cuando Amadú vio que estaban todos los
niños junto a él, los condujo a sus casas.
Al enterarse de que Amadú había conseguido
arrebatarle sus jóvenes cautivos, la reina se dirigió una vez más al poblado de
aquél y se transformó en una preciosa piragua, colocándose a la orilla del
riachuelo que atravesaba la aldea.
Los niños, acompañados de Amadú,
fueron al riachuelo a bañarse.
Lentamente, la piragua se aproximó al
lugar en que ellos se hallaban.
-¡No subáis a la piragua! -gritóles
Amadú-. ¡Os llevaría al poblado de los brujos, igual que hizo el árbol!
Pero los niños no le hicieron caso y
subieron a la piragua que, inmediata-mente, se puso en camino y los condujo, a
pesar de sus protestas, a la aldea de los hechiceros.
Amadú se convirtió entonces en un
cervatillo y se puso a saltar ante los niños, cuando éstos abandonaron la
piragua, consiguiendo que corrieran tras él con la esperanza de atraparlo y
alejándolos así de las garras de la terrible reina.
Cuando los vio fuera de peligro,
recobró la forma humana y los condujo una vez más a las tiendas de sus padres.
La reina hechicera, desesperando de
lograr sus propósitos, se convirtió inmediatamente en una joven bellísima y se
dirigió al poblado de Amadú Kekediurú, declarando que sólo aceptaría por esposo
al menor de los tíos de este último.
-¡No te cases con esa desconocida!
aconsejóle el sobrino-. ¡Es la vieja hechicera que quiso mataros!
Pero el tío no quiso hacer caso del
consejo de su sobrino y le respondió que aquella misma noche se casaría con la
joven.
Inmediatamente se empezó a construir
una choza para ella. Mientras la edificaban, Amadú estuvo pronunciando palabras
mágicas ante cada uno de los materiales que se utilizaban: paja, madera y
lianas. Además, en el centro del lugar elegido para erigir la cabaña, enterró
unos polvos extraños.
Llegada la noche, el tío se casó con
la falsa joven.
Hacia la medianoche, la esposa se
levantó dispuesta a estrangular a su marido; luego le llegaría el turno a Amadú
y al otro tío.
Pero la paja gritó en aquel momento:
-¡Eh! ¿Adónde vas?
La manta habló a su vez y dijo:
-¡No seas parlanchina! Todavía no ha
conseguido salir de debajo de mí.
Las lianas declararon:
-Como intente salir la
estrangularemos.
Y el suelo anunció con voz ronca:
-Como ponga el pie encima de mí me la
tragaré.
Espantada, la hechicera volvió al
acostarse.
Al día siguiente dijo a su marido:
-Esta choza no me conviene. Tienes que
hacerme otra... Además, no quiero que Amadú esté presente cuando la construyan.
El tío accedió a los deseos de su
esposa y, para obligar a Amadú a estarse quieto, lo ató a un árbol mientras se
edificaba la cabaña nueva.
Hacia la medianoche, la hechicera se
levantó sin que nada ni nadie la amenazara, pronunció algunas palabras pegando
la boca a las palmas de sus manos, luego se las frotó, después de escupir en
ellas.
A renglón seguido fue a sentarse a la
cabecera de su marido y dijo en voz baja:
-¡Que tus ojos vengan a mis manos!
Instantáneamente se realizó su deseo.
Salió entonces de la choza e hizo lo
mismo con el otro tío, pero a Amadú no pudo encontrarlo por parte alguno.
Cansada de la infructuosa búsqueda del
pequeño, la reina emprendió el regreso a su poblado, llevando consigo los ojos
de los tíos.
Al día siguiente, por la mañana, Amadú
dijo a los dos ciegos:
-Ha sido culpa vuestra, por no haberme
dejado asistir a la construcción de la segunda choza. Pero no temáis;
recobraréis la vista...
Dirigióse inmediatamente al poblado de
los hechiceros, tomando la figura de una de las hijas de la vieja hechicera,
que se hallaba ausente desde hacia una infinidad de tiempo, presentándose ante
ésta.
-Mamá -le dijo-, me he enterado de que
un diablillo llamado Amadú Kekediurú te ha estado proporcionando enormes
disgustos... ¿Es verdad?
-Verdad es, hija mía -respondió la
hechicera-, pero me he vengado con creces... Le he quitado los ojos a sus
tíos...
-¿Y ya no podrán ver en toda su vida?
-A menos que yo quiera, no... En mi
cabaña tengo un saquito con polvos mágicos... Si se diluyen en agua unos pocos
de estos polvos y se frota uno las manos, formulando al propio tiempo el deseo
de que aparezcan en ellos los ojos de los dos hombres, así sucederá... Y nada
más fácil que volver a colocárselos en sus lugares respectivos... Pero
solamente tú, hija mía, sabes este maravilloso secreto y no creo que lo digas a
nadie...
Pensad cuál sería la alegría de Amadú
Kekediurú al enterarse del secreto. Esperó a que la hechicera saliera a
medianoche para dedicarse a sus brujerías e inmediatamente se aprovechó de su
ausencia para apoderarse del saquito de los polvos mágicos.
Luego se lanzó a todo correr hacia su
poblado, entró en su tienda y siguió las indicaciones que le diera la engañada
reina.
Aquella mismo noche, sus dos tíos
habían recobrado la vista.
La cólera de la hechicera al darse
cuenta de que Amadú había vuelto a hacerla víctima de su ingenio, fue terrible.
Inmediatamente se convirtió en un
hermoso caballo y se presentó en el poblado de Amadú.
Pero éste la reconoció en el acto.
Cogió al caballo por la crin, lo condujo a su casa, lo ensilló, le colocó un
buen bocado, montó en él y, cuando estuvo con los pies en los estribos, gritó:
-¡Te he reconocido, vieja hechicera!
Ahora no bajaré de aquí hasta que hayas muerto.
Hincó entonces las agudas espuelas en
los ijares del caballo, y éste salió al galope tendido a través de selvas,
montañas y ríos...
Amadú, sin dejarse desmontar, obligó
al animal a correr tanto, que lo reventó de fatiga.
Y así fue cómo Amadú Kekediurú salvó a
los suyos de la perversa reina hechicera.
009. Anónimo (africa)
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