Hubo hace
muchísimos años un gran señor que poseía incalculables riquezas, pero no era
feliz por carecer de heredero a quien legárselas a su fallecimiento.
Así llegó a
la madurez, sintiéndose cada día más viejo y en este estado de ánimo acudía
semanalmente a misa, acompañado de su esposa, para pedir a Dios que le
concediera un hijo.
En esta
triste situación permanecieron muchos años. Finalmente les nació un robusto
niño, pero la noche anterior tuvo el padre un sueño extraño.
Le pareció
ver a un anciano que le predijo el nacimiento de un varón, anunciándole que
debía procurar que no tocara el suelo con los pies antes de cumplir los doce
años, si no quería que le sucedieran irreparables desgracias.
Innumerables
nodrizas a quienes se le confió el cuidado del tierno infante recibieron
oportunas instrucciones para que no le permitieran tocar el suelo hasta llegar
a la edad fijada.
Ya habían
transcurrido once años y once meses desde el día de su nacimiento; se aproximaba
la fecha en que el maleficio fatal dejaría de existir.
Los padres,
contentos, se proponían dar una fiesta para conmemorar el fausto suceso.
De repente,
una mañana antes del cumpleaños, hubo un temblor de tierra; la nodriza, que
tenía en sus brazos al niño, lo dejó caer asustada.
Cuando
quiso recogerlo no lo encontró. Había desaparecido como si se lo hubiese
tragado la tierra.
Atraídos
por sus gritos y lamentaciones, acudieron los demás criados del castillo y poco
después se presentó también el señor.
Muy
alarmado al observar la inquietud de los domésticos, preguntó dónde estaba su
hijo, y la nodriza, temblando como las hojas del álamo y con los ojos arrasados
en lágrimas, le refirió lo sucedido.
Fácil es
imaginarse la angustia del padre al ver desvanecerse en un instante sus más
caras esperanzas. Inmediatamente despachó varios criados en todas direcciones,
encargándoles que no volvieran sin su desaparecido hijo. Rogó, suplicó, vertió
el oro a manos llenas y prometió crecidas recompensas.
Pero todo
fue inútil. La tierna criatura no pudo ser hallada. Había desa-parecido, tal vez
para siempre.
Pasó el
tiempo. Un día el afligido padre se enteró de que en una de las más amplias
salas del castillo se percibía al llegar la medianoche un rumor de pasos y el sonido
inconfundible de quejas amargas exhaladas por una garganta humana.
Deseoso de
averiguar la causa de aquella anomalía, con la intuición de que aquel
descubrimiento podía llevarle tal vez al conocimiento de lo que tan
ardientemente deseaba, hizo pregonar en todas las aldeas de sus dominios que
entregaría trescientas coronas de oro a quien se atreviera a pasar una noche en
el interior de la estancia de referencia.
No faltaron
personas que se prestaron a hacer la prueba, pero ninguna llegó al fin. Cuando,
a la medianoche, empezaban a percibirse los gemidos, todos salían disparados,
prefiriendo conservar la vida pobres a arriesgarla por trescientas coronas.
De ese modo
el noble castellano permanecía todavía en la duda de que el autor de aquellos
gemidos fuese su hijo o alguna ánima en pena.
Sucedió,
empero, que en las inmediaciones del castillo habitaba una pobre viuda,
molinera de profesión y madre de tres hijas de notable hermosura.
Cuando a la
humilde cabaña llegó la noticia de que el señor del castillo ofrecía
trescientas monedas de oro a quien osara dormir una noche en la cámara donde se
percibían los extraños ruidos, la hija mayor dijo a su madre:
-Creo,
madre mía, que no tenemos nada que perder. Esas trescientas coronas aliviarían
bastante nuestra miseria. ¿Por qué no me permites que pruebe?
La pobre
madre vaciló, pero ante la insistencia de la hija y, sobre todo, atemorizada
por los días de hambre que se le avecinaban, consintió al fin.
Al día
siguiente, la mayor de las hijas de la molinera se encaminó resueltamente al
castillo.
-Vengo a
dormir esta noche en la cámara de los duendes -dijo al criado que salió a
abrirle la puerta.
El mismo
señor salió entonces a recibirla y le preguntó:
-¿No te
dará miedo, muchacha?
-¡Bah! Más
miedo me da el hambre. Lo único que leruego es que me proporcione provisiones
suficientes para hacerme una buena cena, pues tengo un apetito de avestruz.
El
castellano ordenó que se le facilitara todo cuanto pidiera y la muchacha no se
quedó corta, pues con los víveres que exigió se habrían podido confeccionar más
de doce platos distintos.
Tan pronto
como los tuvo en su poder, la garrida moza se encerró en la habitación,
encendió una bueno hoguera, puso en ella agua a calentar y luego puso la mesa y
se preparó la cama.
Lentamente
fueron pasando las primeras horas de la velada. Finalmente
dieron las doce, y, apenas hubo el reloj desgranado la última campanada de la
medianoche, cuando la molinera percibió los pasos de alguien que se aproximaba.
Llena de
temor, levantó la cabeza y se encontró con un adolescente que la miraba con
fijeza y que le preguntó:
-¿Para
quién es esa cena!
Ella repuso
secamente:
-Para mí
sola.
Se nubló de
tristeza el pálido semblante del desconocido. Dirigió una nueva mirada pesarosa
a la muchacha y, tras algunos instantes de mutismo, tornó a preguntar:
-¿Para
quién has servido la mesa?
-Para mí
sola -contestó ella con la misma acritud que antes.
La frente
del mancebo sé arrugó. Sus hermosos ojos azules se humedecieron. Con voz
trémula, dijo interrogativamente:
-¿Para
quién has mullido esa cama?
A lo que
ella respondió con la misma indiferencia egoísta:
-Para mí
sola.
El
desconocido se echó a llorar como una Magdalena, se retorció deses-peradamente
las manos y desapareció.
A la
siguiente mañana, la mayor de las hijas de la molinera relató al noble
castellano todo cuanto había sucedido durante la noche, sin hacer referencia a
la penosa impresión que la sequedad de sus respuestas había producido al
fantasma.
El
desdichado padre pagó religiosamente las trescientas coronas y se regocijó en
medio de su pesar por haber logrado descorrer un tanto el velo del impenetrable
misterio.
Se presentó
aquel atardecer la segunda de las hijas de la molinera que había recibido
instrucciones de su hermana sobre lo ocurrido y conocía las preguntas que el
aparecido había de hacerle.
El señor
del castillo la acogió con grandes muestras de alegría y ordenó a sus criados
que le facilitasen todo cuanto apeteciera. Inmediatamente se trasladó ella a la
sala, encendió una buena fogata, puso a hervir sus pucheros, cubrió la mesa con
albo mantel y, mientras se hacía la cena, mulló cuidadosamente el colchón de la
cama.
Al dar la
medianoche notó los pasos del desconocido, que se aproximó a ella sin que la
hija de la molinera experimentara el menor temor, y le preguntó:
-¿Para
quién has hecho esa cena?
-Para mí
sola -respondió ella con la misma sequedad que su hermana.
Con
profunda tristeza retratada en su hermoso semblante continuó preguntando el
doncel:
-¿Para
quién has servido era mesa?
-Para mí
sola -contestó la muchacha sin volver la cabeza.
El mancebo
lanzó un suspiro melancólico.
-¿Para
quién has mullido esa cama?
-Para mí
sola.
Se retorció
desesperado las manos el desconocido y desapareció.
Cuando la
segunda de las hijas de la molinera refirió al noble castellano cuanto había
visto y oído, éste le entregó las trescientas coronas estipuladas y quedó
ensimismado en profundos reflexiones.
Pero
aquella misma tarde se presentó en el castillo la tercera y más joven de las
hijas de la molinera, que se ofreció a pasar la noche en la cámara de los
misterios, después de haber obtenido la aprobación de su madre, no sin gran
trabajo, pues aquélla amaba a su hija menor mucho más que a sus hermanas.
El señor
del castillo la recibió con tanta deferencia como a las mayores y dispuso que
se le diese lo suficiente para dar de comer a seis personas, eligiendo él mismo
los manjares, y entregándole un servicio completo de platos y cubiertos para
dos personas.
La muchacha
penetró en la estancia, encendió el fuego y puso las vituallas a calentar,
haciendo entretanto la cama.
Mientras
terminaba de hacerse la cena, la muchacha puso sobre la mesa un rico mantel, y
encima de éste los platos, los cubiertos y las servilletas, así como los vasos.
Lenta, muy
lentamente, sonaron las doce campanadas de la medianoche.
Inmediatamente se percibió un ruido extraño, rumores de
pasos, suspiros entrecortados, quejas, llantos...
Asustada,
la molinerita miró en torno suyo, pero no vio a nadie. Ya iba a lanzar un grito
de espanto, por miedo a lo sobrenatural, cuando distinguió de repente a un
pálido mancebo que la miraba con tristes ojos.
Ella le
sonrió entonces y lo invitó a sentarse con un gesto, pero él, antes de aceptar,
le preguntó:
-¿Para
quién es esa cena que preparas?
-Para
nosotros dos -respondió la muchacha sin vacilar.
-¿Para
quién has puesto esa mesa?
-Para
nosotros dos. ¿No ves acaso los dos cubiertos?
El mancebo,
con los ojos brillantes de alegría continuó preguntando:
-¿Para
quién es esa cama?
-Para ti
solo. Yo dormiré en una silla.
Trémulo de
júbilo, el joven se arrodilló a los pies de la molinerita y cubrió de besos sus
manos.
-¡Gracias,
muchas gracias! -exclamó.
Luego se
levantó y añadió:
-Pero antes
de cenar tengo que transmitir mi reconocimiento a mis bienhechores.
Un soplo de
aire fresco inundó de repente la habitación. En el centro de ésta se había abierto
una trampilla por la cual se apresuró a descender el desconocido, pero la joven
molinera, que se sentía invadida por la curiosidad, se agarró al extremo de su
capa y bajó detrás de él.
Llegaron al
fondo y allí se desplegó ante los ojos de la muchacha un mundo extraño.
Corría a su
diestra un río de oro líquido, mientras que a su siniestra se alzaban colinas
del mismo resplandeciente metal. Frente a ella se extendía una pradera
vastísima, esmaltada con césped de un verdor deslumbrante y flores policromas.
A medida
que avanzaba el desconocido, lo seguía la joven a muy poca distancia,
procurando que él no la descubriese.
Ella lo vio
saludar a las flores del prado con tanta deferencia y cariño como si fuesen
antiguas conocidas, besando a algunas, acariciando a otras, despidiéndose de
ellas con frases amorosas y lisonjeras.
Finalmente
penetraron en una selva cuyos árboles eran de oro macizo. Multitud de pájaros
de todas clases y colores empezaron a lanzar armoniosos trinos cuando
distinguieron al pálido mancebo, revoloteando alrededor de él y posándose
familiarmente en su cabeza y hombros, mientras él acariciaba a las lindas
avecinas.
La
molinerita quebró una de las ramas de un árbol y se la guardó en el pecho para
tener un recuerdo de aquel reino de maravilla.
Pasaron de
la selva de oro a otra cuyos árboles eran todos de plata. Infinidad de animales
de todas especies saludaron con grandes muestras de alegría la llegada del
mancebo, acercándose a recibir sus caricias.
Él les
dirigió la palabra a cada uno de ellos, pasándoles las manos por sus lustrosos
lomos, mientras que la molinera, aprovechando el ruido que formaban con sus
voces, quebró una de las argentadas ramas y se la guardó junto con la otra.
-Así me
creerán mis hermanas cuando les cuente todas las preciosidades que he visto
esta noche -se dijo.
Cuando el
doncel se hubo despedido de todos sus amigos, volvió sobre sus pasos por el
mismo sendero que tomara a la ida.
La doncella
regresó detrás de él, sin que el muchacho se diese cuenta de su presencia.
Cuando el
joven se volvió hacia la chimenea, la doncella estaba sentada ya a la mesa y le
hacía señas de que se acercara.
-Ya me he
despedido de todos mis amigos -dijo él con voz alegre-. Ahora vamos a cenar.
Cuando
hubieron aplacado su apetito, propuso el muchacho:
-¿No crees
que es hora de descansar?
Ella sonrió
y repuso:
-Descansa
tú. Yo me acomodaré en una silla junto a la chimenea y dormitaré un poco. Ya no
tardará mucho en amanecer.
-Nada de
eso -contestó él, alegremente-. Seré yo quien se coloque junto al fuego. Tú
dormirás en la cama. Si
te hice la pregunta fue para probar tus sentimientos.
La
molinerita se dejó caer, vestida, en el blando lecho, mientras que el
desconocido, tomando una silla, se sentó junto a la chimenea, lanzando de vez
en cuando miradas amorosas a la muchacha, que no tardó en dormirse
apaciblemente.
Ya había
avanzado mucho la mañana y el noble castellano no podía contener su
impaciencia, pues la hija de la molinera no se había presentado todavía a
cobrar su pago.
Inquieto,
se dirigió a la sala y abrió la puerta.
Dos
exclamaciones de alegría sonaron al unísono.
-¡Hijo mío!
-¡Padre!
Emocionados,
se abrazaron llorando.
La molinera
se despertó, se levantó apresuradamente y las dos ramas que cortara durante su
visita al país maravilloso cayeron al suelo con metálico ruido.
El joven se
volvió hacia ella, y, al ver las dos ramas, le dijo asombrado:
-¿Me
seguiste hasta allá, pícara?
Ruborizada,
ella no respondió.
-Pues bien
-añadió él- esas dos ramas se convertirán en dos palacios, uno de los cuales
habitaremos nosotros cuando nos casemos y en el otro vivirá tu familia.
Y así
sucedió.
Los dos
jóvenes contrajeron matrimonio dos días después, siendo invitados a la boda
todos los habitantes del lugar, que todavía recuerdan alborozados el
pantagruélico banquete que se sirvió.
Yo, como
era pequeñito, me quedé aquella noche solo en la cama, por lo que pasé un miedo
terrible.
019 Anónimo (bohemia)
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