En
Sz-Chuan había un juez llamado Wang-Chr-Fu. Tenía fama de severo y
le gustaba entremezclarse con la gente. De esta forma podía más
fácilmente descubrir sus necesidades y dictar después sentencias
justas. Un día, cuando paseaba en su litera por la plaza del
mercado, vio un gran grupo de gente.
-Acerquémonos
-ordenó a los que le llevaban. No está bien pasar de largo cuando
alguien nos necesita.
No
se equivocó Wang-Chr-Fu. Cuando se hubo abierto paso entre la gente
vio a un niño que estaba llorando.
-No
puedo soportar ver llorar a nadie. ¿Qué te pasa? -preguntó al
mucha-cho.
-Me
han robado -respondió éste. Como bien sabéis, yo soy vendedor de
churros.
-¿,Tú?
-volvió a preguntar el juez asombrado.
-Sí,
yo -continuó el niño. Mi padre tiene una churrería. y yo le ayudo.
Hace más o menos diez minutos me entraron ganas de mear y, como no
dejan meter bolsas en los retretes, dejé la mía sobre esta piedra.
Cuando salí había desaparecido.
El
juez Wang-Chr-Fu se quedó admirado de lo bien que hablaba el chico.
-¿Y
llevabas mucho dinero?
-Toda
la venta de hoy, porque ya me iba para casa: cinco monedas de oro en
céntimos de cobre.
El
niño se echó a llorarr otra vez.
-¿Qué
va a pensar de mí mi padre? -decía. No me creerá. Seguro que dirá
que me lo he jugado todo con otros chicos.
El
juez Wang-Chr-Fu preguntó a los que estaban allí, pero nadie supo
darle razón de la bolsa.
-Yo
no sé. Yo acabo de llegar ahora mismo -dijeron unos.
-A
mí no me pregunte. Yo no quiero líos con la justicia -se
disculparon otros.
Los
más se encogieron de hombros.
-¡Esto
es increíble! -se quejó el juez. ¿Es que no hay ni una sola
persona honrada en esta ciudad?
Entonces
hizo venir a los soldados y ordenó que acordonaran la plaza. Pero
todos protestaban:
-¡Yo
soy inocente! ¿Por qué me detienen?
Los
más reflexivos, sin embargo, murmuraron en voz baja:
-El
juez Wang-Chr-Fu se está volviendo viejo. Ya no distingue entre
inocentes y culpables.
-¿Quién
ha dicho que estáis detenidos? -se disculpó el juez. Simplemente he
hecho venir a tantos soldados porque, como nadie ha cogido el dinero
de este niño, por fuerza ha tenido que ser la piedra, y ya veis lo
pesada que es. Desde luego que yo solo no podría llevarla hasta el
patio de audiencias.
Nadie
daba crédito a lo que oía.
-¿Juzgar
a una piedra? -se preguntaban entre sí .¿En dónde se ha visto cosa
igual?
Y
lo tomaron a juerga. Sin embargo. hubo muchos que no estaban de
acuerdo.
-¡Seremos
el hazmerreír de todo el reino! -decían. Nadie volverá a tomarnos
en serio.
Pero
no se atrevieron a oponerse a las órdenes del juez. porque era el
representante del Hijo del Cielo.
-Dejadle
que se desacredite él mismo -se dijeron. Entonces acudiremos a quien
debemos acudir y le depondrá.
Los
soldados arrestaron, finalmente, a la piedra y se la llevaron. Toda
la ciudad se lanzó a la calle para verla pasar. Muchos la siguieron
hasta el gran patio de audiencias.
-Esto
no me lo pierdo yo -decían, ni aunque el bandido Du ataque a esta
ciudad.
-¿Se
dará cuenta de lo que hace? Este hombre se toma su oficio tan en
serio que por la noche, en vez de dormir, somete a interrogatorio a
sus almohadas.
Pero
el juez Wang-Chr-Fu no se lo tomó a broma. Hizo poner a la piedra en
el lugar de los acusados y le preguntó, como si se tratara de un
malhechor:
-¿Se
puede saber por qué has robado el dinero a este muchacho? ¡Mírale
bien! Es sólo un niño. ¿No te da vergüenza?
La
gente congregada en el patio de audiencias soltó la carcajada. Pero
el juez siguió adelante con su interrogatorio. Se enfadó con la
piedra y gritó, malhumorado:
-¿Por
qué no respondes? ¿Tan dura es tu conciencia que no te atreves a
admitir en público tu crimen? ¡Responde de una vez! Mira que tengo
medios para hacerte cantar. Te concedo dos minutos para que
recapacites.
Como
era de esperar, la piedra permaneció muda.
-Tú
lo has querido -volvió a decir al cabo de los dos minutos. Por
obstinada, recibirás cien azotes.
El
gentío que llenaba la sala de audiencias soltó la risa. Apenas si
podían sostenerse en pie, cuando aparecieron, en efecto, los
verdugos y empezaron a dar porrazos a la piedra.
-¡Que
lo representen todos los años! -gritaban los jóvenes. ¡Esto es lo
más divertido que hemos visto en nuestra vida!
Entonces
el juez Wang-Chr-Fu montó en cólera. Su rostro era
como el de los guardianes pintados en las puertas de las pagodas.
-¡Silencio!
-ordenó con voz potente.
Pero,
como la algarabía era muy grande, nadie pudo oírle.
¡Silencio!
-volvió a bramar. Esto es un tribunal de justicia y no permito
desmanes.
Nadie
se daba por enterado.
¿No
me hacéis caso? Está bien. ¡Que todos los aquí presentes, en
castigo, paguen a este tribunal una moneda de cobre!
La
medida dio resultado. Poco a poco corrió la voz de la multa y se
hizo el silencio. Sin embargo, algunos murmuraron:
-No
está bien aprovecharse de esta forma de los pobres. ¡Todo esto es
una farsa! ¡Hasta el mismo juez lo sabe!
Wang-Chr-Fu
lo oyó e inmediatamente hizo que tocaran el gong. Eso suponía que
la multa tenía que ser pagada en el acto bajo pena de cárcel.
Además, el juez añadió una condición totalmente pueril:
Que,
al pagar la moneda de cobre, todos la hagan saltar sobre la piedra
acusada. De esa forma, su castigo será mayor.
Los
alguaciles trajeron un cubo, y todos los presentes fueron depositando
en él sus monedas. Antes, no obstante, la hacían saltar sobre la
piedra.
Así,
así está bien -decía, complacido, el juez Wang-Chr-Fu. ¡El
siguiente!
Pero
llegó uno que no pudo hacer saltar su moneda. La tiró contra la
piedra y se quedó pegada en ella. El juez ordenó inmediatamente a
los guardias:
-Prendedle.
Ese es el ladrón.
-Pero,
señor respondió el hombre, ¿qué culpa tengo yo de que esta
moneda no salte? Seguro que es defectuosa.
-No
lo creo, pero puedes intentarlo de nuevo -replicó el juez.
El
hombre rebuscó en su bolsa y, al fin, dio con una que parecía de su
agrado. Pero tampoco saltó. Desesperado, el hombre arrojó no menos
de treinta monedas contra la piedra.
-¿No
lo ves? -volvió a preguntar el juez. Las monedas no saltan porque tú
eres el ladrón.
El
juicio de la piedra
-¡Os
contradecís! -replicó el hombre. Antes habéis dicho que el ladrón
era la piedra. ¿Cómo podéis acusarme a mí ahora? ¿Acaso pensáis
que he colaborado con ella?
El
juez Wang-Chr-Fu le miró con pena y dijo:
-La
piedra está aquí como testigo. Es ella la que te ha descubierto,
porque te vio coger la bolsa del niño.
-Yo...
-empezó a decir el hombre.
-¡No
me interrumpas! -gritó, severo, el juez. Todas tus monedas se han
quedado pegadas en la piedra porque, como el muchacho vendía
churros, están aceitosas y no pueden saltar.
En
el patio de audiencias se hizo un silencio respetuoso. Todos estaban
asombrados de la sagacidad del juez Wang-Chr-Fu.
-Es
un sabio -decían unos.
-Es
un honor para nosotros tener un juez tan eminente -comentaban otros.
Y
todos pensaban en su interior:
«Si
un hombre es sensato en diez mil ocasiones, no hay que dudar de él
cuando aparenta no serlo, porque su corazón es siempre el mismo.»
0.005.1 anonimo (china) - 049
No hay comentarios:
Publicar un comentario