Chen-Shr-Shan
había sido tan pobre que ni ropa llegó a tener. Pero trabajó duro
en su juventud, y ahora poseía un caballo. Con él transportaba
mercancías de una parte a otra, y así se ganaba la vida. En
realidad, se trataba de un buen negocio, porque ahora tenía una casa
y a sus hijos no les faltaba de nada.
Un
día, el hombre más rico de su aldea se fue a vivir a la ciudad y le
encargó que le llevara sus cosas a su nuevo domicilio. Eran muchas.
y el caballo, más que animal, parecía dragón enjaezado.
-No
puedo llevártelas todas de un viaje -dijo Chen-Shr-Shan. Es
demasiado peso para un solo caballo.
Pero
el hombre montó en cólera y le amenazó, diciendo:
-Si
no lo tengo todo en mi nueva casa dentro de tres días, no te pagaré.
Así
que Chen-Shr-Shan tuvo que agachar la cabeza y aceptar sus
condiciones.
-Está
bien -dijo, resignado. Pero yo tendré que hacer el camino a pie,
porque este caballo, cuando está muy cansado se pone como una fiera.
Esa
misma noche abandonó la aldea y se dirigió a la ciudad. Caminó
durante toda la noche. A la salida del sol descansó un poco, pero en
seguida reanudó el camino.
-Es
penoso transformar a un caballo en una bestia de carga -se dijo con
el corazón oprimido. Pero este es mi negocio, y en casa me esperan
unas cuantas bocas que alimentar.
Sin
embargo, pronto lamentó haber aceptado ese encargo. El día resultó
tan caluroso que hasta las piedras se derretían. Entonces vio un
árbol con mucha sombra, y ató en él al caballo.
-Por
lo menos que descanse el animal un poco, ya que es él el que hace
todo el trabajo -y se marchó a buscar agua.
Al
regresar vio acercarse a un hombre montado en un burro. Era de su
misma aldea, y Chen-Shr-Shan le saludó con afecto.
-Si
quieres agua -le dijo, aquí cerca hay un arroyo. Estoy seguro de que
el burro te lo agradecerá.
Pero
el hombre no le respondió, porque también él se dedicaba al
transporte, y Chen-Shr-Shan tenía siempre más clientes. Sin hacerle
caso, se bajó del burro y fue a atarle bajo el mismo árbol que el
caballo.
-No
hagas eso -le aconsejó Chen-Shr-Shan. Cuando mi jamelgo está muy
cansado se transforma en una fiera.
-¿Acaso
es tuyo ese árbol? ¡La sombra es de todos!
Pero,
mientras discutían inútilmente, el caballo de Chen-Shr-Shan empezó
a dar coces al burro y le mató.
-¿No
te lo advertí? -dijo, apesadumbrado, Chen-Shr-Shan. Ahora tu burro
está muerto y ya no tendrás con qué alimentar a tu familia.
Pero
el hombre le tenía tanta envidia que sólo deseaba su ruina. Agarró
una cuerda y le ató, como si fuera un criminal.
-¡Te
llevaré ante el juez! -gritaba, fuera de sí. Has intentado arruinar
mi negocio, así que voy a acusarte de ladrón.
Entonces
se montó en el caballo de Chen-Shr-Shan.
-Ten
cuidado -le advirtió éste-. A mi caballo el peso le vuelve loco.
Aún
no había terminado de hablar. cuando el animal dio un salto y el
hombre cayó por tierra.
-Si
a esta bestia tuya no le gusta llevar peso -dijo con rabia, tú serás
el que cargue con todo.
Y
empezó a tirar al suelo lo que llevaba el caballo. Aunque tenía las
manos atadas, Chen-Shr-Shan lo recogió todo y lo cargó sobre sus
espaldas. Así recorrieron varios kilómetros. Por fin, llegaron a un
pueblo, y la gente le preguntó sorprendida.
-¿Por
qué vas tú tan cargado mientras tu amo cabalga sin nada a lomos de
un caballo?
-Estáis
equivocados. Ese hombre sin entrañas no es mi amo. Entonces los
habitantes del pueblo se encararon con él diciendo:
-¿Te
parece bien llevar así a quien ni siquiera es tu esclavo?
-Decís
bien -respondió el hombre, porque éste que veis aquí es uno de los
ladrones más peligrosos que hay en toda esta comarca.
Los
campesinos cogieron palos y, sin pensárselo dos veces, empezaron a
dar una paliza a Chen-Shr-Shan.
-¿Por
qué hacéis eso? -protestó, desesperado. Yo soy tan honrado como
vosotros.
Pero
nadie hizo caso de sus gritos. Sólo dejaron de atizarle cuando uno
de ellos dijo:
-No
le matéis. En realidad no sabemos si este hombre es un ladrón o no.
Sin embargo, si le decimos al juez que nos ha robado todo nuestro
grano hará que nos lo devuelva, y así tendremos una cosecha doble.
-Tienes
razón -dijeron todos los campesinos y, para no dejar escapar tan
buena ocasión, decidieron ir también ellos a la ciudad.
Justamente
a sus mismas puertas les salió al encuentro el cliente de
Chen-Shr-Shan. Estaba impaciente, porque habían pasado ya dos días
y creía que había perdido para siempre todas sus cosas. Al ver a
Chen-Shr-Shan se echó a reír, y le preguntó:
-¿Qué
haces con todo eso a tu espalda? ¿Acaso has perdido la razón y
piensas que eres un caballo?
Pero
el hombre y los campesinos le aconsejaron:
-Es
mejor que no hables con él. Es el ladrón más peligroso de todo el
reino. Agradécenos que le hayamos pescado con todo lo tuyo antes de
que lo vendiera.
El
cliente sabía que Chen-Shr-Shan era una persona honrada. Pero, como
también él era muy avaro, se dijo: «Si le acuso de ladrón, no
tendré que pagarle nada por el porte», y los acompañó al palacio
del juez.
Allí
expusieron todos a la vez sus quejas. El juez no sabía de qué iba
el asunto, porque tanto el hombre como los campesinos y el juez
querían ser atendidos los primeros.
«Seguro
que este hombre no tiene mucho dinero -pensaba cada uno de ellos. Si
dejamos que otros sean indemnizados antes que nosotros, lo más
probable es que no nos llegue ni una moneda de cobre.»
Como
era imposible, pues, escuchar a tanta gente, el juez se volvió a
Chen-Shr-Shan.
-¿Se
puede saber qué es lo que tienen contra ti todos éstos? -preguntó
con impaciencia.
Pero
Chen-Shr-Shan se puso a mirar al techo e hizo como si no hubiera oído
la pregunta. El juez no sabía a qué atenerse.
-¡Este
es un juicio de locos! -comentó con los alguaciles. Los acusadores
no paran de hablar y el acusado es sordomudo.
Entonces,
el hombre logró hacerse oír por encima de toda aquella algarabía y
dijo:
-No
le creáis. Este hombre habla y oye tan bien como vos y yo.
Los
demás lo corroboraron. Pero el juez estaba harto de aquel alboroto y
gritó furioso:
-¡Vuestro
turno ha terminado! ¿Acaso creéis que yo estoy aquí para someterme
a vuestros caprichos?
Y
no volvió a oírse más voz que la suya. Con increíble paciencia
interrogó a Chen-Shr-Shan. Pero éste continuó fingiendo ser
sordomudo y no dijo ni media palabra. Así transcurrieron quince
días. Al decimosexto, el cliente se dijo:
«Si
sigo aquí no podré dedicarme a mis negocios y perderé más dinero
que el que pensaba ganar», y abandonó la sala de audiencias.
Lo
mismo les ocurrió a los campesinos y al hombre. Todos se fueron
marchando poco a poco, y al final sólo quedó Chen-Shr-Shan.
-No
hay razón para continuar este juicio -declaró el juez. Los
acusadores han renunciado a su derecho.
Entonces
Chen-Shr-Shan abrió la boca por primera vez y contó todo lo
ocurrido. Los alguaciles soltaron la carcajada. Pero el juez alabó
su astucia y le nombró ayudante suyo.
-Sólo
quien conoce el valor del silencio -dijo- puede tomar decisiones
justas.
Y
desde aquel día le consultó en todos los pleitos que le expusieron.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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