Al
emperador sólo le gustaban las diversiones. Amaba la juerga por
encima de todo. Pero tanto se divirtió que, al final, nada era capaz
de arrancarle el aburrimiento del corazón.
-¿Por
qué no vais a Yang-Lang? -le preguntó uno de sus consejeros. Es un
lugar donde nadie se aburre y todo es bello.
-¿Yang-Lang?
-el emperador ni siquiera había oído hablar de ese sitio. ¿Dónde
está ese paraíso?
El
consejero se lo enseñó en el mapa y el emperador arrugó el
entrecejo.
-Está
demasiado lejos -dijo.
Ya sabes que a mí me cansa cabalgar. ¡Lo encuentro tan aburrido!
-¿Quién
habla de cabalgar? Un viaje hasta allá en barco os reanimará el
corazón -insinuó el consejero.
El
emperador decretó entonces que debía hacerse un gran canal que
uniera la capital con Yang-Lang.
-¡Pero
no podéis hacer eso! -protestó el más viejo de sus ministros.
-¿Por
qué no? ¿No soy, acaso, el emperador?
-Sí.
Pero el pueblo es pobre y nuestras arcas están vacías. Sin embargo,
el emperador sólo pensaba en lo bien que iba a pasarlo.
Durante
meses todos los habitantes del imperio trabajaron como esclavos. Los
que sabían leer hacían de ingenieros; los demás les obedecían sin
rechistar.
-¡Es
inhumano trabajar como carabaos! -protestaban los más viejos. Seguro
que el Señor del Cielo nos ha confundido con ratones.
-Por
lo menos, continuamos vivos. Ya visteis lo que les pasó a los que se
opusieron a la orden imperial.
-Sí,
estamos vivos. Pero. ¿a qué precio?
Cada
día, en efecto, morían en los trabajos más de diez mil hombres.
Ninguno de ellos era enterrado. Se los arrojaba al canal y se
confundían con la tierra removida.
-¿Para
qué perder tiempo? -decía el emperador. Al fin y al cabo, no van a
levantarse para tomar otra vez la pala.
Pero
los espíritus de los que morían se presentaron en seguida ante el
Señor del Cielo y le exigieron justicia.
-¿No
veis, acaso, qué hace vuestro hijo? Es indigno de llevar vuestro
nombre.
-La
tierra ha dejado de estar poblada por hombres. Ahora sólo la habitan
ratones. ¿Es que no lo veis?
El
Señor del Cielo se asomó por una ventana y miró hacia la tierra.
Vio que era verdad cuanto le decían, pero no abrió la boca. Se mesó
la barba y empezó a pensar.
-¿Es
que no veis con qué crueldad trata al pueblo? -insistieron los
espíritus.
-Ya
llegará el momento de la justicia -respondió el Señor del Cielo, y
se le llenaron de lágrimas los ojos.
Mientras
tanto, el canal iba avanzando en dirección a YangLang. Al llegar a
la mitad del camino, el emperador no pudo dominar por más tiempo su
impaciencia.
-¿Es
que no hay nada que valga la pena en el camino? -preguntó. ¿Por qué
he de esperar hasta el final?
-¡Oh,
la primera mitad del viaje es divertidísima! -le dijo el consejero.
Cuando queráis, podéis ver lo ridículas que son las costumbres de
vuestros súbditos.
Inmediatamente
el emperador mandó construir un barco que tuviera todas las
comodidades de palacio. Sus artesanos trabajaron día y noche sin
parar durante treinta días. Al final, hasta él mismo se quedó
asombrado.
-¿Es
esto un barco? -preguntó, indeciso.
-Nunca
un Hijo del Cielo tuvo nada semejante -le halagó el consejero,
porque vos sois el más grande de todos.
El
barco tenía la forma de un fénix. Sus ojos eran rubíes y sus alas
estaban hechas de oro y plata. Diez mil esclavos le hacían
deslizarse por las aguas.
-Jamás
imaginé que un fénix nadara.
-¿No
es ésa la mejor diversión que puede ver el ojo humano?
Pero
al emperador no le bastó. Cuando el barco llegaba a un lugar, se
celebraban opíparos banquetes y fastuosos bailes. El pueblo tenía
que aportar cuanto tenía.
-¿De
qué vamos a vivir durante el invierno? -se preguntaban los más
viejos. El canal nos ha arrancado a nuestros hijos y ahora el barco
se lleva cuanto poseemos.
-De
la tierra -respondían los que aún tenían fuerzas para hablar. La
escarbaremos con nuestras manos. Estamos acostumbrados a ello.
Sin
embargo, al emperador no le importaba la pobreza de sus súbditos. El
sólo seguía pensando en divertirse en su barco en forma de fénix.
Al
llegar a la aldea de Yang-Chiou, le salió al encuentro un bonzo y le
dijo:
-No
debes atravesar este lugar. Aquí yacen nuestros antepasados y no
estaría bien que los deshonréis con vuestra reprobable conducta.
El
emperador montó en cólera e hizo que inmediatamente le arrojaran
por la borda. Todos cuantos le acompañaban aplaudieron tal decisión.
-¿Qué
sabrá un cabeza rapada de la vida? -se preguntaron unos a otros y
continuaron bebiendo y bailando.
Sin
embargo, aquella noche se abrió la tierra y se tragó al fénix de
oro. El emperador y sus amigos descendieron hasta las profundidades
del abismo. Allí les asaltaron unos guerreros con cara de topo.
-iSoltadme!
-gritaba el Hijo del Cielo. ¿Acaso no sabéis quién soy yo?
-iClaro
que lo sabemos! -le respondieron a coro los soldados. ¿Crees que, si
no lo supiéramos, ibas a haber llegado hasta aquí con vida?
-¡Entonces
obedeced mis órdenes!
Pero
los guerreros con cara de topo no le hicieron caso. Le pasaron una
argolla de hierro alrededor del cuello y le llevaron ante un
personaje de larga barba y venerable aspecto.
-CQuién
eres tú? -preguntó, orgulloso, el emperador.
El
anciano le miró a los ojos y sus pupilas llameaban como el fuego.
-Esa
pregunta debes hacértela a ti mismo -dijo con voz amenazante.
-¿Por
qué? -volvió a preguntar el Hijo del Cielo. ¡Yo sé bien quién
soy!
-¿Estás
seguro?
Las
palabras del anciano estaban ahora cargadas de ironía. Entonces el
emperador se miró el cuerpo y vio, con horror, que se había
convertido en una rata.
-Así
es como has tratado tú a tu pueblo -dijo el anciano, severo. Por
tanto, te condeno a que seas tú mismo el que termine tu propio
canal.
-¡Yo
no soy una rata! ¡Soy un hombre! -gritaba, desesperado, el
emperador.
Pero
el anciano ya había desaparecido. Dio entonces media vuelta y vio
que sus compañeros de juerga habían sufrido su misma suerte: todos
se habían convertido en ratones.
Los
guerreros con cara de topo tiraron de las argollas y les llevaron
hasta el final de una galería. Allí les hicieron cavar con hocicos
y uñas, como si fueran ratones haciendo sus huras.
-¿Por
qué me dejaría llevar por mi afán de diversión? -se lamentaba el
emperador.
Pero
ya era demasiado tarde. Su castigo duró diez mil lunas nuevas. Sólo
escapó de él el sabio que tan mal le había aconsejado. Apareció
un día de otoño a orillas de un río de He-Nan.
«He
tenido que estar soñando -se dijo, pero no puedo explicarme cómo he
llegado hasta aquí.»
Entonces
se dirigió a una aldea cercana y exigió que le dieran dinero y
comida.
-¿Por
qué habríamos de ser tan generosos contigo, si ni siquiera sabemos
quién eres? -le preguntaron los aldeanos.
-¡Porque
soy consejero del emperador! -respondió, orgulloso, y dijo el nombre
del Hijo del Cielo, al que tan mal había servido.
Los
aldeanos se miraron extrañados.
-Ese
loco murió hace más de cien años -le explicaron con lástima,
porque pensaron que también él estaba mal de la cabeza.
-Le
mataron sus propios soldados, creo -puntualizó uno que parecía
saber de letras. Le ahorcaron con una argolla de hierro.
El
consejero estaba desesperado.
-Pero...,
O el canal? -pudo preguntar, por fin.
-iAh,
eso! El canal lo terminaron unos ratones. Nadie sabe de dónde
salieron. Se hicieron cargo el mismo día que murió el emperador y,
según dicen, eran enormes: casi tan grandes como un hombre.
El
consejero entonces se arrojó al suelo y empezó a arañar la tierra
con las uñas.
-¡Eh,
eh! -se rieron los aldeanos. ¿Acaso piensas tú que eres uno de esos
animales que terminaron el canal de los ratones? No te estropees tan
inútilmente las manos, por favor.
Pero
el consejero estaba demasiado obsesionado con la tierra y a partir de
aquel día los aldeanos le usaron para arar sus campos.
-¿Cómo
decías que se llamaba aquel emperador? -le preguntaban con sorna.
Y
el consejero no respondía, porque había olvidado el lenguaje
humano.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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