Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 22 de octubre de 2014

El canal de los ratones

Al emperador sólo le gustaban las diversiones. Amaba la juerga por encima de todo. Pero tanto se divirtió que, al final, nada era capaz de arrancarle el aburrimiento del corazón.
-¿Por qué no vais a Yang-Lang? -le preguntó uno de sus consejeros. Es un lugar donde nadie se aburre y todo es bello.
-¿Yang-Lang? -el emperador ni siquiera había oído hablar de ese sitio. ¿Dónde está ese paraíso?
El consejero se lo enseñó en el mapa y el emperador arrugó el entrecejo.
-Está demasiado lejos -dijo. Ya sabes que a mí me cansa cabalgar. ¡Lo encuentro tan aburrido!
-¿Quién habla de cabalgar? Un viaje hasta allá en barco os reanimará el corazón -insinuó el consejero.
El emperador decretó entonces que debía hacerse un gran canal que uniera la capital con Yang-Lang.
-¡Pero no podéis hacer eso! -protestó el más viejo de sus ministros.
-¿Por qué no? ¿No soy, acaso, el emperador?
-Sí. Pero el pueblo es pobre y nuestras arcas están vacías. Sin embargo, el emperador sólo pensaba en lo bien que iba a pasarlo.
Durante meses todos los habitantes del imperio trabajaron como esclavos. Los que sabían leer hacían de ingenieros; los demás les obedecían sin rechistar.
-¡Es inhumano trabajar como carabaos! -protestaban los más viejos. Seguro que el Señor del Cielo nos ha confundido con ratones.
-Por lo menos, continuamos vivos. Ya visteis lo que les pasó a los que se opusieron a la orden imperial.
-Sí, estamos vivos. Pero. ¿a qué precio?
Cada día, en efecto, morían en los trabajos más de diez mil hombres. Ninguno de ellos era enterrado. Se los arrojaba al canal y se confundían con la tierra removida.
-¿Para qué perder tiempo? -decía el emperador. Al fin y al cabo, no van a levantarse para tomar otra vez la pala.
Pero los espíritus de los que morían se presentaron en seguida ante el Señor del Cielo y le exigieron justicia.
-¿No veis, acaso, qué hace vuestro hijo? Es indigno de llevar vuestro nombre.
-La tierra ha dejado de estar poblada por hombres. Ahora sólo la habitan ratones. ¿Es que no lo veis?
El Señor del Cielo se asomó por una ventana y miró hacia la tierra. Vio que era verdad cuanto le decían, pero no abrió la boca. Se mesó la barba y empezó a pensar.
-¿Es que no veis con qué crueldad trata al pueblo? -insistieron los espíritus.
-Ya llegará el momento de la justicia -respondió el Señor del Cielo, y se le llenaron de lágrimas los ojos.
Mientras tanto, el canal iba avanzando en dirección a YangLang. Al llegar a la mitad del camino, el emperador no pudo dominar por más tiempo su impaciencia.
-¿Es que no hay nada que valga la pena en el camino? -preguntó. ¿Por qué he de esperar hasta el final?
-¡Oh, la primera mitad del viaje es divertidísima! -le dijo el consejero. Cuando queráis, podéis ver lo ridículas que son las costumbres de vuestros súbditos.
Inmediatamente el emperador mandó construir un barco que tuviera todas las comodidades de palacio. Sus artesanos trabajaron día y noche sin parar durante treinta días. Al final, hasta él mismo se quedó asombrado.
-¿Es esto un barco? -preguntó, indeciso.
-Nunca un Hijo del Cielo tuvo nada semejante -le halagó el consejero, porque vos sois el más grande de todos.
El barco tenía la forma de un fénix. Sus ojos eran rubíes y sus alas estaban hechas de oro y plata. Diez mil esclavos le hacían deslizarse por las aguas.
-Jamás imaginé que un fénix nadara.
-¿No es ésa la mejor diversión que puede ver el ojo humano?
Pero al emperador no le bastó. Cuando el barco llegaba a un lugar, se celebraban opíparos banquetes y fastuosos bailes. El pueblo tenía que aportar cuanto tenía.
-¿De qué vamos a vivir durante el invierno? -se preguntaban los más viejos. El canal nos ha arrancado a nuestros hijos y ahora el barco se lleva cuanto poseemos.
-De la tierra -respondían los que aún tenían fuerzas para hablar. La escarbaremos con nuestras manos. Estamos acostumbrados a ello.
Sin embargo, al emperador no le importaba la pobreza de sus súbditos. El sólo seguía pensando en divertirse en su barco en forma de fénix.
Al llegar a la aldea de Yang-Chiou, le salió al encuentro un bonzo y le dijo:
-No debes atravesar este lugar. Aquí yacen nuestros antepasados y no estaría bien que los deshonréis con vuestra reprobable conducta.
El emperador montó en cólera e hizo que inmediatamente le arrojaran por la borda. Todos cuantos le acompañaban aplaudieron tal decisión.
-¿Qué sabrá un cabeza rapada de la vida? -se preguntaron unos a otros y continuaron bebiendo y bailando.
Sin embargo, aquella noche se abrió la tierra y se tragó al fénix de oro. El emperador y sus amigos descendieron hasta las profundidades del abismo. Allí les asaltaron unos guerreros con cara de topo.
-iSoltadme! -gritaba el Hijo del Cielo. ¿Acaso no sabéis quién soy yo?
-iClaro que lo sabemos! -le respondieron a coro los soldados. ¿Crees que, si no lo supiéramos, ibas a haber llegado hasta aquí con vida?
-¡Entonces obedeced mis órdenes!
Pero los guerreros con cara de topo no le hicieron caso. Le pasaron una argolla de hierro alrededor del cuello y le llevaron ante un personaje de larga barba y venerable aspecto.
-CQuién eres tú? -preguntó, orgulloso, el emperador.
El anciano le miró a los ojos y sus pupilas llameaban como el fuego.
-Esa pregunta debes hacértela a ti mismo -dijo con voz amenazante.
-¿Por qué? -volvió a preguntar el Hijo del Cielo. ¡Yo sé bien quién soy!
-¿Estás seguro?
Las palabras del anciano estaban ahora cargadas de ironía. Entonces el emperador se miró el cuerpo y vio, con horror, que se había convertido en una rata.
-Así es como has tratado tú a tu pueblo -dijo el anciano, severo. Por tanto, te condeno a que seas tú mismo el que termine tu propio canal.
-¡Yo no soy una rata! ¡Soy un hombre! -gritaba, desesperado, el emperador.
Pero el anciano ya había desaparecido. Dio entonces media vuelta y vio que sus compañeros de juerga habían sufrido su misma suerte: todos se habían convertido en ratones.
Los guerreros con cara de topo tiraron de las argollas y les llevaron hasta el final de una galería. Allí les hicieron cavar con hocicos y uñas, como si fueran ratones haciendo sus huras.
-¿Por qué me dejaría llevar por mi afán de diversión? -se lamentaba el emperador.
Pero ya era demasiado tarde. Su castigo duró diez mil lunas nuevas. Sólo escapó de él el sabio que tan mal le había aconsejado. Apareció un día de otoño a orillas de un río de He-Nan.
«He tenido que estar soñando -se dijo, pero no puedo explicarme cómo he llegado hasta aquí.»
Entonces se dirigió a una aldea cercana y exigió que le dieran dinero y comida.
-¿Por qué habríamos de ser tan generosos contigo, si ni siquiera sabemos quién eres? -le preguntaron los aldeanos.
-¡Porque soy consejero del emperador! -respondió, orgulloso, y dijo el nombre del Hijo del Cielo, al que tan mal había servido.
Los aldeanos se miraron extrañados.
-Ese loco murió hace más de cien años -le explicaron con lástima, porque pensaron que también él estaba mal de la cabeza.
-Le mataron sus propios soldados, creo -puntualizó uno que parecía saber de letras. Le ahorcaron con una argolla de hierro.
El consejero estaba desesperado.
-Pero..., O el canal? -pudo preguntar, por fin.
-iAh, eso! El canal lo terminaron unos ratones. Nadie sabe de dónde salieron. Se hicieron cargo el mismo día que murió el emperador y, según dicen, eran enormes: casi tan grandes como un hombre.
El consejero entonces se arrojó al suelo y empezó a arañar la tierra con las uñas.
-¡Eh, eh! -se rieron los aldeanos. ¿Acaso piensas tú que eres uno de esos animales que terminaron el canal de los ratones? No te estropees tan inútilmente las manos, por favor.
Pero el consejero estaba demasiado obsesionado con la tierra y a partir de aquel día los aldeanos le usaron para arar sus campos.
-¿Cómo decías que se llamaba aquel emperador? -le preguntaban con sorna.
Y el consejero no respondía, porque había olvidado el lenguaje humano.

0.005.1 anonimo (china) - 049

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