Lou-Luen
era el estudiante más famoso de Shan-Dung. Durante muchos años no
hizo otra cosa que estudiar. Por fin, se decidió a presentarse a los
exámenes imperiales y partió hacia la capital, acompañado de su
criado.
-¿Crees
que llevamos suficiente dinero para el viaje? preguntó a su señor.
-¿Por
qué eres tan materialista? -le riñó Lou-Luen. Lo único que
necesita-mos son mis libros. Si apruebo, ni tú ni tus hijos tendréis
que preocuparos ya de nada.
El
criado le agradeció su interés por su familia, pero siguió
pensando que no era suficiente el dinero que llevaban. Así caminaron
durante todo el día. Al caer la noche llegaron a una aldea perdida
en las montañas.
-Este
es un buen lugar para pasar la noche -dijo el estudiante Lou-Luen.
-Mejor
lo era la ciudad que hemos dejado atrás hace tres horas -respondió
el criado.
Y
se marchó a buscar posada.
Era
pequeña, pero tenía todas las comodidades. El posadero pensó que
sus huéspedes eran gente importante y los trató como a príncipes.
-¿Ves
cómo los lugares pequeños también tienen sus encanto? -preguntó
el estudiante Lou-Luen. ¿En qué ciudad iban a habernos servido tan
bien?
El
criado tuvo que admitir que esta vez tenía razón. En seguida se
metieron en la cama. Pero el criado no podía dormir: había algo
duro bajo las sábanas y le resultaba imposible conciliar el sueño.
Metió la mano entre el colchón y encontró un brazalete de oro.
«¡Qué
suerte! -se dijo.
Vale por lo menos cuarenta mil monedas. Si mi amo no aprueba el
examen, me compraré un campo y seré mi propio dueño.»
A
la mañana siguiente se levantaron temprano y continuaron su camino.
El criado no dijo nada del brazalete a Lou-Luen. Dejó que meditara
en su sabiduría y él se puso a levantar castillos en el aire.
Mientras
tanto, en la posada, la mujer del posadero estaba muy pre-ocupada:
había revuelto toda la casa y no había podido encontrar el
brazalete de oro que había perdido.
«Me
lo regaló mi padre, cuando abandoné su hogar para casarme -se dijo,
apenada. Si mi marido se entera, es capaz de azotarme por
descuidada.»
Pero
al final tuvo que preguntarle también a él si lo había visto,
porque nadie sabía darle razón de la joya. El posadero montó en
cólera.
-¿Y
todavía tienes la desvergüenza de preguntármelo a mí? -preguntó,
furioso. Seguro que se lo has regalado a tu amante y ahora quieres
que te compre otro.
-¡Pero
yo no tengo ningún amante! -protestó la mujer.
-¡Eso
habría que verlo! Las mujeres sois todas iguales -replicó el
posadero, y no volvió a hablar más con su esposa.
Durante
todo el día estuvo la mujer dándole vueltas en la cabeza a lo
ocurrido. Cuando se hizo de noche, su angustia era tan grande que se
dijo:
«Mi
esposo ya no confía en mí. ¿Qué sentido tiene la vida, cuando no
se tiene a quien se ama?»
Entonces
fue y se colgó de una viga de la posada. Cuando lo vio su marido, se
echó a llorar, pero en seguida pensó:
«Tenía
yo razón. ¿Por qué se ha suicidado, si no es porque le remordía
la conciencia por sus muchas infidelidades? Ahora sólo me queda
desenmascarar a su amante.»
En
seguida sus sospechas recayeron sobre su criado. Era muy viejo y
había estado en la casa desde antes que él naciera. Pero se dijo:
«Mujer
joven es presa codiciada para el viejo. ¿Cómo podré haber sido tan
ciego?»
Como
era de esperar, el criado lo negó rotundamente:
-¿Cómo
podéis pensar una cosa así de mí, que os quiero como a un hijo?
Y
pensó que su amo se había vuelto loco por la muerte de su esposa.
Sin
embargo, el posadero agarró el látigo y le azotó hasta dejarle
medio muerto.
«No
me cabe duda -se dijo, apenado, el viejo. La locura se ha apoderado
de él. De todas formas, no quiero que caiga sobre su cabeza la
vergüenza de haber golpeado a un anciano inocente.»
Y
también él se suicidó.
El
posadero creyó haber cumplido con su deber y aquella noche se
emborrachó hasta perder el juicio.
Mientras
tanto, el estudiante Lou-Luen se había presentado ya a los exámenes
y esperaba, impaciente, su resultado. Pero los sabios del reino no
acababan de decidirse. Eran tantos los candidatos a consejeros
imperiales que no sabían a quién escoger.
-Si
seguimos aquí esperando, tendremos que comer hojas de árbol
-comentó Lou-Luen con su criado. Apenas si me queda ya dinero.
-¿Ves
cómo era muy poco el que traíamos?
-Sí.
Tú siempre tienes razón. Los estudiantes sólo vivimos para
nuestros libros.
Al
criado le dio pena y le regaló el brazalete.
-¿De
dónde has sacado tú tanto oro? -preguntó Lou-Luen, asombrado.
El
criado le contó toda la historia. Pero Lou-Luen, en vez de ir a
empeñarlo, se puso el manto y dijo:
-Cuando
una mujer pierde sus alhajas, sobre su familia se abate la tragedia.
Tengo que volver a esa posada en seguida. Es claro que este brazalete
pertenece a una dama.
Esta
vez el criado no le siguió. Admiró su entereza y le dijo sin
todeos:
-Eres
un buen amo. Siempre lo has sido. Pero si devuelves ese oro no
tendrás nada de dinero y no está bien que yo sirva a quien es más
pobre que yo.
-Tienes
razón -y desde aquel momento quedaron rotos los lazos de su
servidumbre.
Cuando
Lou-Luen llegó a la aldea se encontró con la posada cerrada.
-No,
no, señor -le informó un campesino. En este lugar ya no hay
posadero. Se marchó a otro lugar, porque, por celos, se suicidaron
su mujer y su criado.
-¿Y
no sabes a dónde se ha ido?
Aunque
todos los aldeanos lo sabían, nadie quería decírselo. Creían que
Lou-Luen era el espíritu del viejo criado, y comentaban entre sí:
-Quiere
vengarse. Si se lo decimos, los días del posadero están contados.
Por
esa misma razón, tampoco quisieron darle alojamiento. La noche era
fría y a Lou-Luen no le quedó más remedio que acurrucarse en el
portalón de la antigua posada. Como estaba muy cansado se durmió en
seguida.
-¿Por
qué tú, que eres tan importante, llevas ese brazalete que no es
tuyo? -le preguntó una voz.
-Ya
sé que no es mío. Precisamente he venido hasta aquí para
devolvérselo a su dueño, pero desconozco en qué ciudad vive ahora.
-Si
caminas tres días hacia el oeste -volvió a decir la voz, le
encontrarás.
Entonces
el estudiante Lou-Luen abrió los ojos y se dio cuenta de que todo
había sido un sueño. Pero hizo caso a la voz. Durante tres días
caminó hacia el oeste y, en efecto, llegó a una ciudad. No era muy
grande y la recorrió de cabo a rabo, pero no pudo encontrar al
posadero.
Como
no tenía dinero, al caer la noche se refugió en una pagoda
abando-nada.
-¿Qué
vienes a hacer aquí? ¿No ves que este sitio ya está ocupado?
El
estudiante Lou-Luen reconoció en seguida la voz del posadero.
-Precisamente
es a ti a quien vengo buscando. ¿No te acuerdas ya de mí? Pasé una
noche en tu posada camino de la corte -y le contó todo lo que había
ocurrido.
Cuando
el posadero tomó en sus manos el brazalete de oro, se puso a llorar
como un niño.
-¡Por
mis celos han muerto dos personas inocentes! -gimoteaba, desesperado.
Y,
sin que Lou-Luen pudiera hacer nada, se tiró al río y se ahogó.
Al
poco tiempo se presentaron dos emisarios del emperador y entregaron a
Lou-Luen un rollo lacrado.
-Tienes
que volver a la corte -le comunicaron. Tu examen ha sido el mejor y
el emperador te espera con impaciencia.
De
esta forma, el estudiante Lou-Luen se transformó en el consejero
Lou-Hwei.
Un
día, muchos años después, pasaba por una de las plazas de la
capital, cuando vio que iban a ajusticiar a un hombre. Inmediatamente
hizo detener su litera, porque había reconocido a su antiguo criado
en aquel reo. Acercándose a la horca, le preguntó:
-¿Cómo
es posible que hayas caído tan bajo?
-Consejero
Lou-Hwei -respondió el criado. Por culpa del oro llevo tres muertes
sobre mi conciencia, mientras que vos, por devolverlo, habéis
llegado a ser un gran hombre.
Y
el antiguo estudiante comprendió que quedarse con lo encontrado es
sembrar desgracias en la vida de su dueño.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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