La
aldea estaba cerca de las montañas. Eran altísimas y llenas de
barrancos y despeñaderos. Algunos decían que las habitaban extraños
monstruos que devoraban a la gente. Los jóvenes hermanos Hwang no lo
creían, pero nunca se acercaban a las cumbres. Un día, mientras
araban sus campos, un caminante les pidió agua.
-Pareces
muy cansado -le dijo Hwang-Si, el hermano más pequeño. Quédate en
nuestra casa y recupera las fuerzas.
-No
puedo -respondió el caminante. Si no continúo mi camino, es posible
que florezca el árbol del dinero y yo haya hecho en balde este
viaje.
-¿El
árbol del dinero? -preguntó Hwang-Dung, el hermano mayor.
Entonces
el caminante les contó que en aquellas montañas detrás de la aldea
existía, en efecto, un árbol del dinero. Si se le movía una vez,
dejaba caer monedas de bronce; si dos, de plata, y si tres, de oro.
Florecía una vez cada diez mil años y sus poderes sólo duraban
tres días.
-zY
cómo sabes tú que ahora está a punto de florecer? -preguntó
Hwang-Si.
-Lo
dicen las estrellas -respondió el caminante. Ahora brillan con más
fulgor.
Hwang-Dung
le suplicó que le llevara consigo, pero el caminante le rechazó,
diciendo:
-Eres
demasiado joven y todavía no conoces el valor del dinero. No sabrías
qué hacer con él.
Desde
aquel día Hwang-Dung soñó con el árbol del dinero. Hablaba de él
a todo el mundo y se pasaba las horas rnuertas mirando a las
montañas.
-¿Por
qué no me ayudas? Los campos están en sazón y yo necesito tus
manos. No puedo recoger la cosecha yo solo -le dijo un día su
hermano.
-¡Trabajar!
¡Sólo piensas en trabajar! -refunfuñó él. ¿Para qué sudar en
los campos, si uno puede hacerse rico con el árbol del dinero?
-Eso
son sueños..., sueños de pobre -replicó Hwang-Si, y le alargó una
hoz.
Sin
embargo, una mañana el pico más alto comenzó a emitir unos
reflejos extraños. Tan pronto parecían de cobre como de plata u
oro.
-¡Es
el árbol del dinero, que ha florecido! -se dijeron los aldeanos y
partieron hacia la cumbre.
Hwang-Dung
quiso seguirlos, pero le retuvo su hermano, diciendo:
-Mientras
no terminemos la cosecha no te moverás de casa. Me lo prometiste por
nuestros antepasados. No puedes volverte atrás.
-Está
bien -respondió Hwang-Dung, malhumorado.
Y
trabajó tan duro que aquella misma noche estaba recogido todo el
grano. Entonces partió hacia la montaña.
-Espérame
-le dijo su hermano. Iré contigo.
-Así
que a ti también te gusta el dinero, ¿eh? -preguntó, satisfecho,
Hwang-Dung. Ya sabía yo que en el fondo tú eras como los demás.
Pero
la verdad era que Hwang-Si no quería dejar solo a su hermano.
«Si
muere en esas cumbres -se dijo, no podría soportarlo. Me moriría de
pena.»
No
había supuesto mal. El camino era muy peligroso. En los barrancos se
veían cuerpos de aldeanos que no habían sabido escalar las
empinadas laderas. A veces se oían gritos horribles y no se veía
ningún pájaro.
-¡Vaya!
Parece que tenían razón los que afirmaban que aquí había
monstruos. iY nosotros nunca quisimos creerlo! -decía, arrepentido,
Hwang-Si.
-No
hables tanto y sigue caminando -le regañó Hwang-Dung. El árbol del
dinero sólo está al alcance de los fuertes. Los monstruos son un
obstáculo más.
Pero
tuvieron suerte. Durante dos días anduvieron por laderas escarpadas
y no se toparon con ninguna fiera. No obstante, Hwang-Si estaba
inquieto.
-Vámonos
a casa. Si en verdad existe ese árbol, habrá perdido ya sus
poderes. Llevamos dos días en estas montañas y él sólo florece
tres.
Hwang-Dung
le miró enfadado.
-iSi
no hubiéramos perdido tanto tiempo en los campos, nuestras
posibilidades de dar con él hubieran sido mayores!
Estaban
rendidos y decidieron pasar la noche debajo de un árbol de ramas tan
débiles como el bambú.
Hwang-Dung
refunfuñó:
-¿Estás
loco? ¡Ese árbol está raquítico! ¿Por qué no buscamos otro
mejor?
Hwang-Si,
calmado, respondió:
-Si
hacemos eso, seremos pasto de las fieras. Aquí no nos buscarán.
-Tienes
razón -volvió a decir Hwang-Dung y se arrepintió de haber sido tan
rudo con su hermano.
A
la mañana siguiente estaban recogiendo todas sus cosas, cuando una
moneda de oro le dio a uno en la nariz.
-¿Qué
es esto? -preguntó, malhumorado. ¿Todavía tienes ganas de gastarme
bromas?
Pero
Hwang-Si no sabía explicarse de dónde había salido aquella moneda.
Entonces levantaron la vista y descubrieron que, sin saberlo, habían
pasado toda la noche bajo el árbol del dinero.
-¡Es
asombroso! -dijo Hwang-Dung y comenzó a sacudir el árbol.
Las
monedas de cobre eran tan abundantes que podría hacerse una campana
con ellas.
-Es
suficiente. No muevas más el árbol -le aconsejó Hwang-Si. Con este
dinero podremos vivir holgadamente todo lo que nos queda de vida.
-No
seas tonto -replicó Hwang-Dung, entusiasmado. Esto es sólo cobre -y
sacudió el árbol dos veces con todas sus fuerzas.
Tal
como les había dicho el caminante, al punto comenzaron a caer
monedas de plata. Eran grandes como guijarros y cada una debía de
pesar diez kilos. Los dos hermanos estaban maravillados.
-Déjalo
ya -volvió a decir Hwang-Si. Con esta plata harás ricas a cinco
aldeas como la nuestra. ¿Para qué quieres más dinero?
Pero
Hwang-Dung se había dejado llevar por la avaricia, y respondió:
-¿Quién
puede conformarse con la plata, teniendo el oro al alcance de los
dedos?
Entonces
sacudió el árbol con tal fuerza que a punto estuvo de arrancarlo de
cuajo. Inmediatamente comenzaron a caer cantidades enormes de oro.
Esta vez no eran monedas, sino pesadas rocas. Como Hwang-Dung estaba
debajo del árbol, le sepultaron y murió allí mismo.
-Te
lo advertí. ¿Por qué no me hiciste caso? -dijo Hwang-Si, llorando.
Pero
no pudo recuperar su cuerpo. Tuvo que echar a correr, porque las
rocas de oro empezaron a rodar por la pendiente. Parecía como si le
persiguieran. Cuando, a propósito, cambiaba de dirección, el oro le
seguía como si fuera un perrillo.
-¡Yo
no quiero riquezas! -iba gritando Hwang-Si. ¡Sólo quiero recuperar
el cuerpo de mi hermano!
Así,
llegaron a la aldea. Las rocas de oro saltaron por encima de las
casas y fueron a caer en el campo de Hwang-Si.
-iQué
suerte! -decían los aldeanos. Hemos perdido a muchos de nuestra
familia, pero este joven nos ha traído la riqueza a todos.
Cogieron
picos y se dirigieron en seguida al campo sobre el que se había
detenido el oro. Pero, al llegar, no encontraron ni una sola pepita.
-¿Qué
has hecho con todo el oro que había en este campo? -preguntaron a
Hwang-Si. Desde luego es tuyo, pero esperábamos que te apiadaras de
nuestra pobreza y nos dieras un poco.
-Os
lo regalo todo -dijo el muchacho, llorando. Por su culpa perdió mi
hermano la vida en las montañas y ahora no puedo recuperar su
cuerpo.
-Dejémosle
tranquilo -se dijeron los aldeanos. Lo más seguro es que haya
enterrado todo el oro en el campo.
Los
más avariciosos tomaron, pues, los picos y empezaron a cavar.
Entonces encontraron unos granos dorados que no habían visto nunca.
-Es
el oro, que se ha transformado en pepitas pequeñas -dijeron algunos.
Pero
los granos se transformaban en harina blanca, al molerlos con dos
piedras, y los llamaron maíz.
A
partir de aquel día toda la aldea los cultivó con esmero. Como la
tierra era fértil, obtuvieron tres cosechas al año y se las
vendieron a los pueblos vecinos.
La
aldea prosperó tanto que se convirtió en una gran ciudad. En ella
no había pobres ni mendigos, porque todos habían descubierto el
valor del trabajo.
-¿Para
qué soñar con oro, cuando el cuerpo humano tiene dos brazos, que
son las ramas del árbol del dinero?
Y
recordaban al joven Hwang-Dung, que había muerto, víctima de su
avaricia, en las montañas.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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