El
pequeño Chi era oriundo de Sz-Chuan. Tenía siete años, pero hacía
los trabajos de un hombre. Como era huérfano de padre y no tenía
más hermanos, cayó sobre sus espaldas la responsabilidad de
alimentar a su madre.
-No
llegarás a los quince años -decía la mujer, llorando. El cielo ha
sido injusto contigo, porque te ha quitado a tu padre y te ha dado
una madre enferma.
-Pero
buena. En todo el imperio no hay madre mejor que tú -la consolaba el
pequeño Chi.
Un
día el gobernador le vio acarreando verduras en el mercado y le
preguntó:
-¿Por
qué haces el trabajo de un hombre? ¿No es eso demasiado duro para
ti?
-Por
supuesto que sí -respondió el pequeño Chi. Pero no hay otro sitio
donde pueda sacar el dinero suficiente para alimentar a mi madre.
Entonces
el gobernador le agarró de la oreja y le susurró al oído:
-Los
ejércitos del emperador van a pasar por aquí. Necesitarán hierba
para alimentar a sus caballos. ¿Entiendes lo que quiero decirte?
El
pequeño Chi afirmó con la cabeza y se marchó corriendo a su casa.
En seguida comenzó a cortar hierba. Los otros muchachos de la aldea
lo vieron y pensaron que estaba loco.
-¿Para
qué quieres tanta hierba seca? ¿Acaso piensas comprarte una vaca?
El
pequeño Chi, como era bueno, les confesó lo que le había dicho el
gobernador. De esta forma, todos los huérfanos pudieron ganar dinero
sin trabajar mucho.
-Has
sido tonto -le regañó su madre. Si no llegas a tener una boca tan
grande, ahora seríamos ricos.
Pero
el pequeño Chi estaba contento de haber podido ayudar a los otros.
Además, los ejércitos imperiales se quedaron allí para siempre y
aumentó la demanda de forraje.
-¿Ves
cómo hice bien en decírselo a los otros chicos? -preguntó a su
madre. A mí solo me hubiera sido imposible alimentar a tanto
caballo.
Pero
la mujer movió la cabeza a un lado y a otro y dijo, sonriendo:
-Al
fin y al cabo eres un niño. A veces me olvido de ello.
Un
día el pequeño Chi se marchó con otros chicos a cortar hierba.
Siempre iban en grupos y apenas hablaban entre sí. Pero aquella
tarde, cuando hubieron terminado la tarea, uno de los más mayores
dijo:
-Parecemos
tontos. Nunca jugamos a nada. ¿Por qué no nos dividimos en grupos y
nos apostamos nuestros haces de hierba?
Y
todos aceptaron con entusiasmo la idea. Jugaron hasta el anochecer,
pero a la hora de la verdad el pequeño Chi se quedó sin su haz.
«¡Qué
irresponsable he sido! -se reprochó con crudeza. Por mi culpa mi
madre no tendrá nada que llevarse hoy a la boca. »
Entonces
creyó oír una voz que le ordenaba correr. El pequeño Chi obedeció
y durante más de dos horas corrió por campos y cañadas.
Por
fin llegó junto a un río tan grande que no se veía la otra orilla.
Allí crecía exuberante la hierba y en muy poco tiempo se hizo con
un espléndido haz.
-¿Por
qué lloras? -preguntó a su madre, cuando regresó a la aldea.
-Creí
que te había devorado alguna fiera -respondió la mujer.
El
pequeño Chi hizo el propósito de no volver a jugar más. Sin
embargo, al día siguiente, como era niño, cayó de nuevo en la
tentación.
«Mi
suerte no será hoy tan mala como la de ayer», se dijo esperanzado.
Pero
volvió a perder su haz. Tuvo, pues, que correr otra vez hacia el
gran río. No le pareció que estaba tan lejos como el día anterior.
Aun así, cuando regresó a la aldea, no lucía ya ninguna antorcha.
-¿Quieres
que me muera de impaciencia? -le reprochó su madre-. Antes eras un
buen hijo. ¿Cómo es que ahora vuelves tan tarde?
El
pequeño Chi le contó entonces cómo había descubierto el río y la
espléndida hierba que crecía a sus orillas.
-Pero
lo más asombroso -terminó diciendo- es que cuanto más se corta más
crece.
-Si
es así -le aconsejó su madre, ¿por qué no plantas un poco de esa
hierba en nuestro patio? De esa forma no tendrás que salir a
buscarla.
Al
día siguiente el pequeño Chi no fue a jugar con sus amigos. Se
marchó directamente a las orillas del río. Allí arrancó unas
cuantas briznas de hierba con raíces y las plantó después en su
casa.
-En
verdad es una hierba hermosa -exclamó, admirada, su madre. A partir
de hoy estarás siempre a mi lado y podrás estudiar.
-¿Por
qué no la dejamos crecer un día? -preguntó el niño. Es malo
forzar las cosas.
A
la madre la pareció bien. Cuando salió el sol, el pequeño Chi
abandonó la casa por última vez. Iba tan contento que ni siquiera
se dio cuenta de que le seguían sus amigos. Le habían visto el día
anterior cuando regresaba con un enorme haz de hierba y se dijeron:
-Parece
que el pequeño Chi ha descubierto un buen lugar. Vamos a seguirle y
descubriremos dónde consigue esa hierba tan fresca.
Así
fue como todos ellos llegaron a orillas del gran río.
-¡Vaya,
vaya! -se burlaron los otros chicos. Así
querías guardarte para ti solo este paraíso, ¿eh?
El
pequeño Chi se puso colorado de vergüenza.
-¿Cómo
podéis pensar eso? -dijo. Iba a decíroslo mismo. De verdad que iba
a decíroslo.
Y
todos le creyeron, porque sabían que no era egoísta. En seguida se
pusieron a trabajar. Al agarrar un manojo de hierba, el pequeño Chi
encontró una perla y se la guardó entre la ropa. Era hermosísima y
pesaba por lo menos diez onzas.
«¡Qué
contenta se va a poner mi madre! -pensó, alborozado. Esta perla
tiene que valer una fortuna.»
Continuó
trabajando, como si nada hubiera ocurrido. Pero la perla brillaba
como el sol, porque era una de las bolas de fuego que persiguen los
dragones. Los otros chicos vieron, pues, el resplandor y se
abalanzaron sobre él.
-¿Qué
es lo que llevas ahí escondido? -le preguntaron, curiosos.
-Nada
-respondió tímidamente el pequeño Chi.
Entonces
echó a correr, porque sabía cuáles eran sus intenciones. Sin
embargo, los otros chicos eran mayores que él y en seguida le dieron
alcance.
-¡No
me rompáis la ropa! ¡Eso no! -gritaba, mientras se debatía con
todas sus fuerzas. ¿No comprendéis que mi madre es pobre y no puede
comprarme otra?
Pero
eso no les importaba a los otros muchachos.
El
pequeño Chi no podía aguantar ya más. Entonces cogió la perla y
se la tragó.
-iCrío
tozudo! ¡Te la haremos devolver, aunque no quieras! -Metámosle la
coleta en la boca. Es un método que nunca falla.
No
habían terminado de hablar cuando el pequeño Chi se elevó por los
aires y empezó a transformarse en dragón. Entonces los muchachos
volvieron corriendo a la aldea y contaron lo ocurrido. La madre del
pequeño Chi se dirigió hacia el gran río gritando:
-¡No,
hijo,
no te transformes en dragón! ¿Qué va a ser de mí si me dejas
sola?
Pero
el niño volaba ya alto.
Setenta
veces gritó la mujer su nombre y otras tantas volvió él la cabeza.
Al hacerlo, su cola golpeaba la tierra y el cauce del río cambiaba
de curso. Así se formaron las setenta curvas que tiene el Mi-Kiang .
Al
llegar al cielo, el dragón Chi estaba triste.
¿Qué
te ocurre? -le preguntó el Emperador Celeste. ¿Acaso no te gusta
ser un dragón?
-Sí
-respondió el pequeño Chi. La verdad es que todas las noches soñaba
con ello. Me parecía fantástico poder volar al lado de las nubes.
-Ahora
es una realidad -volvió a decir el Emperador del Cielo. ¿Qué mejor
recompensa por haber cuidado con tanta delicadeza de tu madre?
-Sí,
pero ahora estará sola en el mundo.
Al
dragón Chi se le saltaron las lágrimas. Entonces el Emperador
Celeste le llevó a la sala del futuro y le dijo:
-¿Por
qué te preocupas por eso? ¿Acaso piensas que soy tan cruel como los
hombres?
El
dragón Chi vio que las hierbas que había plantado en el patio de su
casa se habían convertido en una enorme pradera. Su madre era la
dueña del aquel paraíso. Vivía en un palacio de jade y la servían
diez mil doncellas.
-¿Te
convences ahora?
Y
a partir de aquel día el dragón Chi voló por los aires y nunca más
volvió a golpear la tierra con su cola.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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