El
emperador había perdido el juicio. Tenía sesenta años y había
sido un buen rey. Pero, al cumplir los sesenta y uno, le entró una
extraña fiebre por los grillos. Los coleccionaba con la misma
obsesión con que otros amontonan riquezas. Sin embargo, lo peor fue
que se olvidó de sus deberes de gobierno y se pasaba todo el día
viendo luchas de grillos.
-Ni
los dioses tienen su fortaleza -decía, admirado, a sus consejeros.
¿Cómo queréis que no los mime?
-Sí,
pero el pueblo...
-Dejad
al pueblo que cace para mí estas pequeñas fieras.
Y
a partir de entonces en aquel reino se pagaron los impuestos con
grillos. Pero al cabo de los años descendió tanto su número que
era imposible encontrar un solo grillo en todo el imperio.
-¡No
me engañéis con excusas! -gritaba, fuera de sí, el emperador.
Haced que los campesinos los busquen debajo de las piedras. Haced lo
que queráis, pero traedme grillos nuevos.
Sus
ministros comprendieron que aquélla era una buena oportunidad para
ganarse el favor real. Enviaron, pues, destacamentos de soldados a
todas las aldeas del imperio. Pero los bravos guerreros esclavizaron
a la gente y no consiguieron un solo grillo.
-¿Hasta
cuándo durará esto? -preguntaba todos los días a su esposa un
campesino llamado Sü. ¿Por qué son tan importantes esos bichejos
que tanto se parecen a las cucarachas?
-No
lo sé -respondía la mujer, y se echaba a llorar.
Sin
embargo, el campesino Sü era de los pocos que todavía no habían
sido azotados. Su hijo Sü-Wei poseía una extraña habilidad para
encontrar grillos. Cada mañana salía al campo y siempre regresaba
con alguno en una pequeña caja de laca.
-¿Cómo
te las arreglas para dar con ellos con tanta facilidad? -le
pregun-taba, ansioso, su padre.
El
muchacho se encogía de hombros y decía:
-No
es tan difícil. Son ellos los que me buscan a mí -y el campe-sino
Sü se admiraba de la ingenuidad de su hijo. Una tarde Sü-Wei
regresó muy triste.
-¿Es
que hoy no has conseguido ningún bichejo de esos? -le preguntó con
horror su padre.
El
niño afirmó con la cabeza y después dijo:
-Sí,
pero es tan pequeño que ni siquiera sabe cantar.
El
grillo, en efecto, era pequeñísimo. Pero era ágil como la brisa.
Cuando la señora Sü quiso tocarlo, se le escapó de las manos y se
metió por la boca del niño. Sü-Wei hizo todo cuanto pudo por
devolverlo, pero el grillo llegó hasta su corazón y el niño murió
aquella misma tarde.
-¿Ves
a dónde nos llevan los caprichos reales? -preguntaba, desesperado,
el campesino Sü. y hacía jirones sus ropas en señal de luto.
-¿Por
qué maldices al Hijo del Cielo? -le regañó entre sollozos su
esposa. Lo que ahora debemos hacer es prepararle un entierro digno a
nuestro hijo.
Pero
aún no había amanecido, cuando se presentaron en su casa unos
soldados.
-¿Sabes
cabalgar? -preguntó el que los capitaneaba. El emperador quiere
verte. Tienes que venir con nosotros a la corte.
-Mi
hijo ha muerto y todavía no le he enterrado -protestó el campesino
Sü.
Los
soldados se encogieron de hombros y le llevaron a la fuerza. Su
esposa apenas si tuvo tiempo para darle la cajita de laca.
-Así
que tú eres el más leal de mis vasallos -dijo el emperador al
verle. Dime dónde consigues esos grillos y te daré lo que me pidas.
El
campesino Sü estaba tan triste que no pudo responderle. Sacó la
cajita de su bolsillo y, gimiendo como una plañidera, se la entregó
al emperador.
-¡Ajá!
-exclamó, complacido, el Hijo del Cielo. También hoy has querido
alegrarme con una de tus capturas. Veamos..., veamos.
Pero
el grillo era tan pequeño que a punto estuvo de ordenar que le
cortaran la cabeza al campesino Sü.
-No
puede ser una broma -le calmaron los consejeros. Ya sabéis con
cuánta dedicación os ha servido este hombre. Seguro que ese grillo
tiene poderes especiales.
El
campesino Sü afirmó con la cabeza. Entonces el emperador hizo traer
a sus mejores grillos de pelea. El del campesino Sü, en efecto, los
fue venciendo uno tras otro.
-¡Es
una fiera..., una fiera! -gritaba, entusiasmado, el emperador. Este
grillo es capaz de luchar con animales más grandes.
E
inmediatamente ordenó traer a su presencia al más agresivo de sus
gallos.
Los
cortesanos se echaron las manos a la cabeza, pero el grillo del
campesino Sü también derrotó al gallo de pelea. El emperador no
cabía en sí de alegría.
-Esta,
ésta es la maravilla que he estado buscando durante todo este tiempo
-decía, ilusionado como un niño. ¿Qué tal si le enfrentara con el
mejor de mis guerreros?
-Sería
injusto -le respondió el más anciano de sus sabios. Un hombre es
diez mil veces mayor que un grillo.
Pero
el emperador estaba tan obstinado con esa idea que ni siquiera oyó
sus palabras.
El
guerrero elegido era alto como una montaña y de una expresión tan
fiera como la de un tigre. En seguida se aprestó a la lucha sacando
su espada. Pero el grillo se le metió por el cuello y empezó a
hacerle unas cosquillas tan fuertes que el fiero guerrero cayó por
tierra, riendo como un loco. Al cabo de media hora el emperador
declaró vencedor al animal.
-¡He
aquí el más valeroso de mis soldados! -declaró, solemne, y le
nombró protector del imperio.
A
donde quiera que fuera el grillo, le seguía una escolta de mil
soldados. Las gentes se arrodillaban a su paso y gozaba plenamente
del favor imperial. Pero su amo, el campesino Sü, estaba siempre
triste.
-¿No
te parece suficiente el oro que te he dado? -le preguntaba el
emperador. ¿Qué más quieres? Dímelo y en seguida será tuyo.
-Sólo
quiero regresar a mi casa -respondía el campesino Sü. Mi hijo ha
muerto y aún no le he enterrado.
Pero
el emperador no quería hablar de ello, porque temía que el grillo
perdiera su valor, si él se marchaba.
Cuando
se cumplieron diez días de la muerte de Sü-Wei, el Hijo del Cielo
dio un banquete. A él asistieron los principales del imperio y el
vino corrió como el agua. Jamás se había visto fiesta igual en la
corte. Sin embargo, el emperador no estuvo presente. Se encerró en
la mejor sala del palacio y sólo compartió su mesa con el grillo.
-Esta
fiesta es en tu honor -le decía con dulzura. Por eso no quiero que
nadie más que yo goce de tu presencia -y le acariciaba, como si
fuera una concubina.
Pero,
al llegar la media noche, el grillo empezó a crecer y a crecer,
hasta que se hizo tan grande como una montaña. El emperador estaba
aterrado. Creía que el grillo iba a devorarle. Entonces comenzó a
suplicarle, como si fuera un guerrero vencido.
-¡Te
daré lo que pidas! ¡Todo! ¡La mitad de mi reino, si fuera preciso!
-GPara
qué quiero yo esas cosas inútiles que tú tienes? -preguntó el
grillo con sorna. Hacer es más difícil que dar.
-¡Haré
lo que me pidas..., haré lo que me pidas! -dijo el emperador.
-Sólo
quiero que vuelvas a ser el emperador sensato de cuando aún no
habías cumplido sesenta y un años -exigió el grillo, y
desapareció, como si nunca hubiera existido.
De
esta forma, el campesino Sü recobró su libertad y se volvió en
seguida a su aldea. Cuando estaba cerca de su casa, le salió al
encuentro su esposa. Parecía muy contenta y no vestía ya las
túnicas del luto.
-¿Tan
pronto has olvidado la muerte de nuestro hijo? -la regañó el
campesino Sü. ¿Por qué no vistes de blanco? Pero la mujer no
dejaba de gritar:
-¡Sü-Wei
vive! ¡Sü-Wei vive!
Entonces
corrieron juntos hacia la casa. Parecía como si el niño se hubiera
acabado de levantar de la cama.
-He
tenido un sueño horrible -dijo, y relató punto por punto cuanto le
había acaecido al grillo.
El
campesino Sü no salía de su asombro. Era como si aquel
bichejo
diminuto y débil hubiera sido, en realidad, su hijo.
-¿No
es extraordinario? -preguntó la mujer.
-Sí.
Sí lo es -respondió el campesino.
Y
aquella noche cantaron todos los grillos de la campiña. No lo habían
vuelto a hacer desde que el emperador dejó de tener sesenta años.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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