Durante
la dinastía Sung hubo un emperador llamado Chen-Yang. Tenía dos
mujeres, a las que amaba con ternura: Una, de nombre Li, sencilla y
dulce como un loto, y la otra, apellidada Liou, perversa y ambiciosa
como una rata. Las dos eran como las pupilas de sus ojos y no acababa
de decidirse a cuál de ellas hacer su emperatriz.
-No
debéis demorarlo más -le dijeron sus consejeros. La seguridad del
imperio depende de ello.
El
emperador Chen-Yang sabía que tenían razón, pero su corazón
sangraba cada vez que se enfrentaba con ese problema. Un día un
gorrión se posó sobre su mano y le dijo:
-Es
lo más fácil del mundo. Como las dos mujeres están encinta,
nombráis emperatriz a la primera que os dé un hijo, y asunto
concluido.
Así
lo hizo el emperador. Inmediatamente se dirigió al harén y comunicó
su decisión a sus dos esposas.
-No
os preocupéis -dijo el eunuco Kwo-Kwei a la princesa Liou. El
emperador siempre os ha preferido a vos. Es natural que deis vos a
luz antes que vuestra competidora.
Sí...
Nadie podrá quitarme mi derecho a ser emperatriz.
Sin
embargo, fue el seno de la princesa Li el que floreció primero. Todo
el imperio celebró con júbilo el nacimiento de un heredero. Sólo
la princesa Liou se consumía de envidia.
-¿Dónde
están vuestras ambiciones? -le reprochó entonces el eunuco
Kwo-Kwei. Si no hacéis algo, todo estará perdido para vos.
-¡Me
ha ganado! -repetía la princesa Liou, desesperada. Debí haberla
matado, cuando supe que también ella estaba embarazada.
-Deshaceos
de su hijo y todo estará arreglado -sugirió con malicia el eunuco.
Entonces
mataron a un gato y fueron a ver a la princesa Li. Estaba rendida por
el esfuerzo, pero no dejaba de sonreír a todo el mundo.
-No
debiste haber venido -dijo.
Tú misma estás a punto de dar a luz. Deberías guardar todas tus
fuerzas para ese momento.
-¿Acaso
tu felicidad no es también la mía? -repuso la princesa Liou,
fingiendo una alegría que no sentía.
Mientras
hablaban, el eunuco Kwo-Kwei se llegó hasta la cuna del niño y lo
cambió por el gato muerto. Nadie se dio cuenta de ello. Todos
estaban pendientes de las dos princesas.
-¡Qué
bien se llevan! -comentaban asombrados. Es raro que dos esposas de un
mismo hombre se lleven tan bien.
En
esto llegó el emperador a conocer a su hijo. Se había puesto su
mejor vestido y le acompañaban los cortesanos más distinguidos.
Pero, al acercarse a la cuna del niño, descubrió al gato muerto y
al punto montó en cólera.
-¿Por
quién me has tomado? -bramó, solemne. ¿Qué clase de monstruo eres
tú, que traes al mundo tales abortos?
La
princesa Li estaba aterrada, porque tampoco ella había visto hasta
entonces a su hijo.
-En
castigo -continuó diciendo el emperador- serás conducida a las
mazmorras del palacio, de donde no volverás nunca más en tu vida.
E
inmediatamente se cumplió la orden.
A
los pocos días la princesa Liou dio a luz otro varón. De nuevo
volvió a celebrarlo el pueblo y el emperador recibió parabienes de
todos los reinos. Cuando fue a conocer a su hijo, le temblaban las
manos.
-¿A
qué tenéis miedo? -le preguntó la princesa Liou. Vos no estáis
embrujado. Ved cuánto se os parece vuestro hijo -y el emperador
sonrió, conmovido.
Sin
embargo, estaba celosa, porque su hijo era más feo y enclenque que
el de la princesa Li. Así que decidió deshacerse de él para
siempre.
-Dejadlo
en mis manos -la tranquilizó el eunuco Kwo-Kwei. Ahora debéis
prepararos para ser emperatriz.
El
eunuco tomó al niño y se lo entregó a la sirvienta KouChu. Todos
creían que era cruel, porque no había en todo el reino persona más
fea que ella. Pero su corazón era dulce y bueno.
-¿Qué
quieres que haga con este niño? -preguntó la sirvienta Kou-Chu con
ternura.
-Arrójale
en el río que cruza el palacio. Todo el mundo creerá que es un gato
y nadie le dará importancia.
Pero
la sirvienta no tuvo valor para hacerlo y le escondió en su
aposento. A media noche el niño empezó a llorar. Casi todo el
palacio se despertó, pero nadie dijo nada, porque creían que era el
hijo de la emperatriz Liou.
«No
puedo tenerle aquí por más tiempo», se dijo a la mañana
siguiente.
Cogió
al niño y se fue a la orilla del río que atravesaba el palacio.
Allí se puso a llorar, porque los juncos eran bajos y no podía
esconderse nada en ellos. En ese mismo momento acertó a pasar el
eunuco Chen-Li. Al verla llorar se sintió conmovido y se acercó a
ella.
-¿Qué
te ocurre? ¿Acaso está en peligro la vida del heredero imperial?
-La
del auténtico, sí -replicó la sirvienta Kou-Chu y le contó todo
lo sucedido.
El
eunuco Chen-Li se quedó de una pieza, pero reaccionó en seguida:
-Mañana
-dijo- es el cumpleaños del primo del emperador. Como todos los
años, le llevaré una cesta de fruta de regalo. Tiraremos la fruta
al río y meteremos al niño en la cesta. Estáte tranquila.
Así
lo hicieron. Pero el eunuco Kwo-Kwei les había visto charlar y
comenzó a sospechar la verdad. Cuando a la mañana siguiente Chen-Li
abandonó el palacio con la cesta de fruta, le salió al encuentro y
le exigió que se la entregara.
-¡No
puedo hacer eso! Tú lo sabes bien. Esto es propiedad imperial.
-Está
bien, está bien -replicó
con astucia el eunuco Kwo-Kwei. Yo no puedo tocar lo que pertenece al
emperador. Sin embargo, porque la emperatriz así lo quiere, no
tendrás ningún inconveniente en enseñarme lo que llevas en esa
cesta.
-Si
hiciera eso, el emperador me mandaría cortar la cabeza. ¿No ves que
está sellada?
Entonces
el eunuco Kwo-Kwei le arrebató la cesta y empezó a sacudirla.
«Si
dentro hay un niño -se dijo,
se pondrá a llorar en seguida.»
Pero
el niño estaba dormido y no despegó los labios. Chen-Li respiró
tranquilo.
-¡Te
costará caro tu atrevimiento! -amenazó iracundo, y continuó su
camino.
Cuando
llegó a casa del primo del emperador, su esposa se puso muy
contenta.
-¿Has
visto lo que nos envían este año? -gritó emocionada a su marido.
¡Un niño! -y los dos lloraron de alegría, porque no podían tener
hijos.
Entonces
el eunuco Chen-Li les contó quién era, en realidad, aquel niño.
-No
te preocupes -le tranquilizó el primo del emperador. Nosotros le
criaremos como hijo nuestro y nadie sabrá jamás su origen.
Así
transcurrieron dieciocho años. Un día el emperador se sintió
enfermo y quiso arreglar el problema de su sucesión. Era un asunto
difícil, porque el hijo de la emperatriz Liou había muerto de niño,
y no había podido darle ningún hijo más. Entonces uno de sus más
prudentes consejeros le dijo:
-¿Por
qué no nombráis heredero al hijo de vuestro primo? También él
lleva vuestra sangre y su bondad es conocida de todos.
Al
emperador le pareció bien esa idea y en seguida mandó a
buscarle.
Sin embargo, la emperatriz Liou estaba furiosa.
-¿Por
qué no me nombra a mí regente? -preguntaba, desolada, a su fiel
eunuco Kwo-Kwei.
-Sin
heredero no hay regencia. Pero no os desesperéis -le aconsejó éste.
Podéis exigir al emperador que el muchacho os reconozca como madre y
así todo continuará lo mismo que hasta ahora.
Como
el emperador estaba muy enfermo, no le fue difícil influir en su
ánimo. Sin embargo, el hijo de la princesa Li no quería reconocerla
como madre.
-Prefiero
ser el hombre más insignificante del mundo, antes que hacer una cosa
así -afirmaba con decisión.
Pero
los primos del emperador le hicieron cambiar de idea, diciendo:
-Es
sólo un trámite. Por muchos papeles que firmes, nunca podrás
renunciar a tu carne.
-Hazlo
por nuestros antepasados. ¿Te das cuenta del honor que será para
ellos tener un descendiente emperador?
-Hazlo
por nosotros, que somos ya viejos. Y el hijo de la princesa Li
terminó aceptando.
Aún
no había llegado a la corte cuando los dos primos del emperador
murieron envenenados. El eunuco Kwo-Kwei fue quien vertió el veneno.
-Dos
madres son demasiadas, porque siempre estará una en peligro -comentó
después con cinismo en la corte.
El
eunuco Chen-Li temió entonces por la vida de la princesa Li. Se
pudría, olvidada de todos, en las mazmorras del palacio. Sin
embargo, su belleza permanecía intacta.
-¿Ya?
-preguntó esperanzada. ¿Ya me ha perdonado el emperador, mi dueño?
-No,
aún no. Pero ese día está cada vez más cerca -la consoló. Ya
veis: ahora os envía al campo.
E
inmediatamente la sacó de palacio.
Ese
mismo día murió el emperador. Todos sus súbditos le lloraron y el
hijo de la princesa Li fue su sucesor. En cuanto la emperatriz Liou y
el eunuco Kwo-Kwei le vieron, saltaron de sus asientos.
-¿Os
ocurre algo, madre? -preguntó el joven emperador.
-No,
no. Nada. Es sólo un mareo. Se me pasará pronto.
Su
parecido con la princesa Li era tan grande que los dos reconocieron
en él al príncipe sustituido por un gato.
-Debiste
haberle matado con tus propias manos, en vez de encar-gárselo a una
sirvienta.
-Quizá
el nuevo emperador no tiene nada que ver con la princesa Li -dijo,
temblando, el eunuco Kwo-Kwei.
-Quizá
no -repitió la emperatriz Liou. Pero si la tiene, tú y yo estamos
perdidos.
Entonces
hizo buscar a la sirvienta Kou-Chu y le preguntó por el paradero del
niño.
-¿Niño?
-fingió no recordar la anciana. Jamás he tenido ninguno. De joven
era tan fea que ni los leprosos se me acercaban.
El
eunuco Kwo-Kwei sonrió con malicia.
-Está
visto que tu memoria está tan chocha como tú. Habrá que
refrescártela.
Y
la sometió a tormentos terribles.
Sin
embargo, la sirvienta Kou-Chu no dijo nada. Repetía siempre lo
mismo, fingiendo estar mal de la cabeza. Sólo momentos antes de
morir dijo lo que sentía:
-Cuando
muera, me transformaré en fantasma y te perseguiré hasta que tú
también te zambullas en la muerte.
En
seguida cumplió lo prometido. El espíritu de la sirvienta Kou-Chu
se apareció en sueños al juez Bao-Kung y le dijo:
-Si
vas a la aldea más cercana a las montañas, te llevarás una
sorpresa.
El
juez pensó que era un sueño más. Pero la sirvienta le importunó
noche tras noche y. al final. terminó haciéndole caso.
«Me
llama más allá», se dijo.
Inmediatamente
partió hacia la aldea. Sin embargo, estuvo en ella una semana y no
ocurrió nada. Sólo cuando ya se marchaba, se acercó un hombre y le
dijo con arrogancia:
-Yo
no me arrodillo ante ti, porque tu dignidad es menor que la mía.
-¿Cómo
es eso? -preguntó, asombrado, el juez BaoKung. Hasta los espíritus
me temen. ¿Por qué tú no?
-Aunque
no lo parezca -respondió el desconocido- yo fui eunuco imperial -y
entonces Chen-Li le relató la triste historia de la princesa Li.
Sin
embargo, cuando el juez Bao-Kung se encontró ante ella, preguntó
socarrón:
-¿Y
cómo sé yo que, en verdad, sois la que afirmáis ser? Nunca debe
confiarse demasiado en la belleza.
La
princesa Li sacó entonces la placa de oro con su nombre que siempre
llevaba al cuello.
-¿Os
convencéis ahora? -preguntó con dignidad, y el juez Bao-Kung se
echó rostro en tierra.
Estaba
profundamente preocupado. Desenmascarar a la emperatriz Liou era muy
difícil, porque su poder era muy grande. Hacer una acusación
semejante sin pruebas era como firmar su propia sentencia de muerte.
Entonces acudió al emperador y le entregó la placa de oro de la
princesa Li.
-¿Mi
madre? -pregunto, asombrado, el Hijo del Cielo. Mi madre era la
prima, no la esposa del emperador.
El
juez Bao-Kung
le contó toda la historia.
El
joven 'emperador montó en cólera, pero tampoco él pudo hacer nada.
Entonces el juez Bao-Kung urdió un plan.
-Emborracharemos
a ese villano de Kwo-Kwei y veremos cómo se comporta en los
interrogatorios.
Cubrió,
además, los rostros de los alguaciles de máscaras extrañas y los
vistió con ropajes raros. Cuando se presentó el eunuco Kwo-Kwei,
pensó que estaba en el infierno y que eran demonios los que le
interrogaban. Hasta le pareció ver al espíritu de la sirvienta
Kou-Chu entre ellos. Lleno de terror, comenzó a gritar:
-¡No
me matéis! ¡Os lo diré todo!
Y
allí mismo firmó la confesión.
Cuando
se enteró la malvada emperatriz Liou, se tragó diez hojas de adelfa
y se suicidó. Entonces la princesa Li ocupó el lugar que desde
siempre le había correspondido. Sentada al lado del empe-rador, su
belleza eclipsaba a la de las joyas que llevaba.
-¿Tan
orgullosa estás de sentarte junto a un gato? -le preguntó su hijo y
los dos rieron despreocupados.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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