Dhzang-Üan-Wei
era el hombre más rico de la aldea. Sus casas se contaban por
millares y sus campos se extendían más allá de las montañas.
Semejantes riquezas le habían hecho un hombre orgulloso.
-¿Para
qué tener tratos con los pobres? -decía. Quien no posee dinero es
que no tiene habilidad para ser rico -y se dejaba llevar por las
apariencias.
Dos
de sus tres hijas eran como él. Sólo pensaban en riquezas y miraban
por encima del hombro a quienes no tenían tanto dinero como ellas.
La más pequeña, por el contrario, era sencilla como una flor. Sin
embargo, las tres eran hermosas.
Un
día Dhzang-Üan-Wei quiso ver si sus hijas eran como él. Las llamó
a su presencia y les dijo:
-Las
tres sois muy bellas y estáis ya en edad de casaros. Decidme con qué
clase de hombre os gustaría contraer matrimonio y quizás yo pueda
ayudaros.
La
mayor dijo:
-Si
mi novio no tiene más de cien mil hectáreas de tierra, que vaya
pensando en otra. Yo no me caso con pordioseros. Dhzang-Üan-Wei
sonrió, satisfecho.
«Esta
hija es digna de mí -se dijo con orgullo. Se nota que lleva mi misma
sangre.»
La
segunda se adelantó y dijo:
-Pides
poco, hermana. Yo sólo me casaré con quien tenga montañas de oro y
piedras preciosas. De esta forma seré más rica que nuestro padre.
¿Para qué conformarme con lo mismo que él tiene?
El
millonario volvió a sonreír con satisfacción. Entonces la más
pequeña confesó con toda sinceridad:
-A
mí las riquezas y el oro no me parecen lo más importante en un buen
marido. Con tal de que mi futuro esposo sea honrado, bueno y
trabajador, me conformo.
Las
dos hermanas y el padre se pusieron furiosos.
-¿Quieres
decir que a ti te gustan los hombres como Li-Da-Ming, ese cerdo que
lleva tres años sirviéndonos?
-Exactamente.
Li-Da-Ming es mi ideal de hombre, -respondió ella.
-iEntonces
cásate con él! -bramó, furioso, Dhzang-Üan-Wei. Que nadie vuelva
a decirme que Ü-Ling es hija mía. Desde este momento has dejado de
serlo.
Así
fue como el criado se casó con la hija de su señor. Sin embargo,
Li-Da-Ming y Ü-Ling hubieron de marcharse a una aldea muy lejana
para evitar las burlas de las otras dos hermanas. Allí Li-Da-Ming se
dedicaba a la caza de ranas y Ü-Ling bordaba en la casa.
--No
es mucho dinero -decía Li-Da-Ming, pero nos sobra para vivir.
-¿Qué
más podemos pedir? -respondía Ü-Ling y sonreía como sólo los
seres enamorados saben hacerlo.
Un
día Li-Da-Ming estaba cazando ranas en un estanque, cuando vio a un
conejo negro. Dio varios saltos y se metió en un agujero.
«¡Qué
conejo tan bonito! -pensó
Li-Da-Ming. Si logro echarle mano, me pagarán más que por todas
estas ranas. No son muy abundantes los conejos negros.»
Cuando
llegó al agujero, el animal había desaparecido. Sólo había una
especie de ladrillos negros muy brillantes.
«Bueno
-se dijo, desilusionado. Cogeré dos para que los vea mi esposa. Son
bonitos y para algo servirán.»
Cuando
Ü-Ling los vio se puso muy nerviosa.
-¿Dónde
has robado esto? -preguntó con ansiedad.
-¿Robar?
¿Tú crees que yo soy capaz de robar algo? ¿Por quién me tomas?
-Nada
hay más caro que esto. Son diamantes negros. Entonces Li-Da-Ming
contó cómo los había encontrado y dijo que el agujero estaba
todavía lleno de ellos.
-Si
es así, ¿por qué no vamos a cogerlos? -volvió a preguntar Ü-Ling.
Podríamos ayudar a toda la gente pobre de nuestra aldea.
Pero,
al llegar al agujero, vieron a un anciano. Vestía de amarillo y
parecía contrariado.
-¿Cómo
es posible que quieras más diamantes negros? Te dejé coger dos,
porque eres una persona honrada y quería recompen-sarte. Pero estos
otros no te pertenecen. Son para Li-Men-Hwang1
Los
dos esposos se disculparon y regresaron a casa. Pero les llamó la
atención el nombre que había usado el anciano.
-¿Cómo
es posible que alguien se llame «llamador»? -preguntó Ü-Ling.
-¿Yo
qué sé? -respondió Li-Da-Ming. De todas formas no es asunto
nuestro. Con estos dos diamantes tenemos más que suficiente.
Al
día siguiente los vendieron y se convirtieron en los más ricos de
la aldea. Pero no se olvidaron de los pobres. Cada día pasaban por
su casa centenares de mendigos, que se iban con las manos llenas.
También costearon una pagoda.
-Estará
terminada para cuando nazca nuestro hijo -decía Li-Da-Ming y Ü-Ling
sonreía porque las obras iban lentas.
Sin
embargo, el día en que el niño nació se puso la última piedra a
la pagoda. Los bonzos estaban locos de contento por semejante
coincidencia.
-Debéis
dejarnos ponerle nombre -les dijeron, agradecidos, y Li-Da-Ming y
Ü-Ling aceptaron.
Pero
a la hora de la verdad no sabían qué nombre darle. El niño lloraba
sin parar y al más joven de los bonzos se le ocurrió llevarle a las
puertas de la pagoda. Allí había dos llamadores y empezó a
golpearlos. El niño se calló en seguida. Entonces el bonzo más
anciano dijo:
-Se
llamará Li-Men-Hwang, que quiere decir llamador, porque en él ha
encontrado consuelo.
Cuando
regresaban a su casa, Li-Da-Ming y Ü-Ling recordaron lo que les
había dicho el anciano de los diamantes negros.
-¿Se
referiría a nuestro hijo? -preguntó Ü-Ling.
-No
lo sé -respondió Li-Da-Ming.
Pero hay una forma de averiguarlo.
Y
corrieron hacia el agujero.
El
anciano vestido de amarillo había desaparecido, pero los diamantes
estaban allí. Nadie se opuso esta vez a que se los llevaran.
-Guardemos
uno para mi padre -dijo Ü-Ling. Pronto cumplirá setenta años y ése
será nuestro regalo.
Cuando
llegó ese día, metieron el diamante en una cesta para ranas.
Después cogieron todos los caracoles que pudieron y lo cubrieron con
ellos.
-No
está bien hacer ostentación de lo que se tiene -dijo Ü-Ling. ¿Para
qué entristecer al que ha sido menos afortunado que nosotros?
Li-Da-Ming
asintió con la cabeza y dijo:
-Llevaremos
también ciento dos monedas de oro.
-¿Para
qué? ¿No te parece un regalo digno?
-Sí,
pero llevémoslas.
Cuando
llegaron a casa de Dhzang-Üan-Wei, nadie salió a recibirlos. Estaba
llena de parientes y, como pensaban que todavía eran pobres, ninguno
les hacía caso.
-Discúlpanos,
padre -dijo Ü-Ling, ofreciéndole la cesta de las ranas. Este es el
regalo que Li-Da-Ming y yo te hemos traído.
-¡Caracoles!
-dijo, despectiva, la hermana mayor. Tengo un millón más que esos
en mi finca de cien mil hectáreas. Vale más de quinientas mil
monedas de oro, pero, por ser vosotros, estaría dispuesta a
vendérosla por cincuenta.
Todos
se rieron, porque creían que seguían siendo pobres.
-¿Es
un trato? -preguntó, sonriendo, Ü-Ling.
-Por
supuesto que sí -respondió la hermana mayor.
Ahora
no sé de dónde vas a sacar tú ese dinero.
La
hermana segunda también quiso lucirse ante los parientes y dijo:
-Que
le regaléis a nuestro padre caracoles todavía puede pasar. Pero que
se los traigáis en una cesta de bambú para ranas es realmente
imperdonable. En mis posesiones del norte tengo tantos cañaverales
que podrían hacerse varios millones de cestas como ésa.
-¿No
pones un precio a tus posesiones? -preguntó la hermana mayor. A lo
mejor nuestra hermana también quiere comprártelas.
-Sí,
sí -replicó la hermana segunda. Ya sabes que cuestan millones, pero
se las dejaré en cincuenta y dos monedas de oro.
-Aceptamos
-replicaron Li-Da-Ming y Ü-Ling, y a cada una le dieron lo que había
pedido.
Todos
se quedaron con la boca abierta, pero el trato había sido cerrado.
Dhzang-Üan-Wei apartó entonces los caracoles y descubrió el
diamante negro.
-Es
un gran regalo -dijo, emocionado. Pero os agradezco más la lección
que me habéis dado: Que nunca hay que juzgar por las apariencias.
Desde
entonces no despreció a nadie por su pobreza. Y, pese a su edad, fue
nombrado benefactor de la aldea, por la compasión que después
demostró hacia todos.
0.005.1 anonimo (china) - 049
1
Li-Men-Hwang
literalmente significa «llamador». En este cuento es, al mismo
tiempo, el nombre de una persona, sobre la que se realiza la
profecía que la anécdota relata. De ahí el juego de palabras que
se origina a continuación.
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