Antaño
el rabo de los conejos era largo como el de los zorros. Se sentían
tan orgullosos de él que despreciaban a todos los animales. En
realidad, su rabo era espléndido. Con él se espantaban las moscas y
saltaban más alto que los árboles. A veces se elevaban en la altura
sin importarles para nada los pájaros, y en más de una ocasión a
punto estuvieron de provocar una desgracia.
-iHabráse
visto los muy engreídos! -comentaban las golondrinas. De pronto
surgen de donde nadie lo espera y encima tienen el descaro de
burlarse de una.
-Sí,
hija. Es malo ser orgullosos, muy malo.
Sin
embargo, los saltos de los conejos eran ridículos. Siempre caían en
el mismo sitio, como si fueran piedras saltarinas.
-¿Y
eso qué importa? -respondían a quien se lo echara en cara. ¿Acaso
podéis saltar vosotros más alto que los árboles"?
Y
tenían que callarse, porque, a pesar de todo, tenían razón.
Pero
los animales estaban ya hartos de su soberbia. Se reunieron en un
claro del bosque y decidieron exponerle el caso al Emperador del
Cielo. Sólo el búho puso una objeción:
-Sí,
sí. Todo eso está muy bien. Pero ¿quién va a llevarle nuestra
queja? El cielo está muy alto y el viaje será muy penoso.
Entonces
echaron a suertes entre todos los animales que volaban y le tocó a
la tortuga, porque en aquella época las tortugas vivían en el aire.
-¡Es
injusto! -protestó el águila. Las tortugas tienen las alas muy
cortas y pesan mucho. ¿Cómo van a poder llegar hasta el palacio del
Señor del Cielo?
Pero,
a la hora de la verdad, ella misma la transportó en sus alas hasta
el techo del mundo.
-Ahora
tienes que continuar tú sola el viaje -le dijo, jadeando. Yo ya no
puedo más.
Entonces
acertó a pasar por allí el dios del campo, que iba al cielo a pedir
un nuevo cambio de estación. Se extrañó mucho de ver a la tortuga
tan alto.
-¿Qué
haces aquí? -le preguntó. Jamás imaginé que pudieras volar más
alto que un águila.
-No,
no es eso -respondió con humildad la tortuga, y le contó el motivo
de su viaje.
El
conejo del rabo corto
-Si
es así -concluyó, satisfecho, el dios del campo, te llevaré
gustoso hasta el palacio imperial. También yo estoy harto del
engreimiento de los conejos.
Y,
de esta forma, llegó la tortuga al cielo. El Emperador del Cielo la
escuchó con paciencia.
-¿Y
dices que los conejos desprecian a todos los demás animales por su
rabo? -preguntó, cuando la tortuga hubo terminado su exposición.
-Exactamente
-respondió. Fijaos si estarán orgullosos
de
él que ni hijos tienen por temor a que se les estropee. «Ciertamente
merecen un castigo», se dijo el Señor del Cielo. Después,
dirigiéndose a la tortuga, añadió:
-Tú
serás el instrumento de ese castigo. Métete en el río y espera.
-¡Pero
nosotros vivimos en el aire! -protestó con energía el animal.
-¿Qué
más da dónde vivas? Lo importante es vivir.
Y,
en efecto, al punto se le desprendieron las alas a la tortuga. Cuando
se enteraron de lo que le había pasado, todos los ani
males
se pusieron muy tristes.
-Perdónanos.
No debíamos haberte enviado a esa misión -se disculparon,
compungidos-. Por nuestra culpa el Emperador del Cielo te ha
castigado.
-¡Qué
va! -respondió la tortuga. Si ha sido muy amable conmigo -pero nadie
la creyó.
Todos
la vieron partir hacia el agua con lágrimas en los ojos. Sólo los
conejos se alegraron de su desgracia.
-¿Lo
veis? -dijeron, burlones.
Si tuvierais un rabo tan espléndido como el nuestro, podríais salir
y meteros en el agua a vuestro antojo. ¡Para que después digáis
que no tenemos razón en estar orgullosos...!
Las
tortugas no les hicieron caso. Se metieron en el río y pronto
descubrieron que se movían mejor en el agua que en el aire. Así
transcurrieron seis años. Un día el señor y la señora conejo
hicieron un viaje a lo largo del río. A medio camino el señor
conejo miró a la otra orilla y la boca se le hizo agua.
-¿Has
visto qué hierba más frondosa? Jamás imaginé que aquí pudiera
haber pastos tan suculentos.
-¿A
qué esperamos?
Y
comenzaron a saltar. Pero el río era muy ancho y no conseguían nada
con sus saltos.
-Si
seguimos así, nos vamos a quedar en ayunas -dijo, fatigada, la
señora conejo-. Nuestros rabos no son tan perfectos como creíamos.
-Sí.
Es una pena que no sepamos nadar.
-Menos
mal que no nos ha visto ningún animal -volvió a decir la señora
conejo. Me hubiera muerto de vergüenza. ¿Te lo imaginas?
Entonces
sacó la cabeza del agua una tortuga.
-¿Qué?
¿Algún problema? -preguntó con sorna.
-¿Problema?
-repitió, riendo, el conejo. ¿Cómo se te ocurre pensar una cosa
así? Si los tuviéramos, te hubiéramos pedido a ti ayuda. Para eso
son los amigos, ¿no?
La
tortuga estaba asombrada, porque era la primera vez que el conejo se
mostraba tan cordial. Debajo del agua la señora tortuga le tiraba de
una pata, mientras le aconsejaba:
-¡No
le hagas caso! Seguro que quiere sacarte algo.
Pero
el conejo habló con tanta amabilidad que la tortuga se olvidó de su
mal carácter de antaño. Charlaron de las estaciones, de la luna y
de las flores. Por fin, el conejo sacó el tema de los hijos.
-Los
nuestros -comentó con sano orgullo- son ya unos caballeretes que
entienden mucho de plantas. Te digo que, si no fuera por ellos, la
vida sería muy triste.
La
tortuga no salía de su asombro. Cuando ella vivía en el aire, los
conejos eran los únicos animales que no tenían hijos. Pero habían
pasado tantos años que nada parecía igual. Por eso se sintió muy
halagada cuando el conejo se interesó por sus hijos.
-Sí,
sí. Yo también tengo unos cuantos. Mis antepasados pueden descansar
satisfechos.
-¿Por
qué no me los dejas contar? -preguntó el conejo. Me encantaría
acariciar sus cabecitas.
Entonces
la tortuga les hizo salir del agua. Pero el conejo no parecía muy
contento.
-No,
no. Así no -decía, agitando los brazos. Ponlos en fila y mi esposa
y yo tocaremos sus conchas con nuestros rabos.
La
tortuga obedeció, sumisa. Sus quince hijos parecían piedras
colocadas a lo ancho del río. El señor y la señora conejo fueron
pisando en cada uno de ellos hasta llegar a la otra orilla. Pero,
cuando aún quedaban dos, empezaron a burlarse de la tortuga.
-¡Qué
estúpida has sido! Has caído en nuestra trampa como la mosca en una
tela de araña. Lo único que queríamos era atravesar este río. ¿No
lo entiendes?
Entonces
las dos últimas tortugas que les quedaban por saltar sacaron sus
picos del agua y les cortaron los rabos.
-¡Qué
vengativas sois! -gritaron los conejos, pero sus rabos flotaban ya
río abajo.
Se
sintieron tan humillados que desde aquel día rehuyeron a los demás
animales. Hicieron unas guaridas bajo tierra y allí pasaban el día.
Por la noche, cuando salían a comer, arrastraban el culo por el
suelo.
-Es
mejor así -decía la señora conejo. Si nos ven las lechuzas, lo
único que pueden decir es que nos hemos vuelto locos.
Con
el tiempo las pelusas de los árboles se les fueron pegando en el
sitio que antes ocupaba su cola. Las primaveras se sucedieron y, al
final, se les formó un pequeño rabo blanco.
-Es
mejor que nada -murmuró el señor conejo.
-No
está mal del todo -replicó su esposa. Hace juego con nuestra
sonrisa.
Y
a partir de entonces en el bosque volvió a reinar la armonía.
porque ya nadie se creía superior a los demás.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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