El
señor Yao era un hombre realmente pobre. Por no tener, no tenía ni
oficio. Algunos le consideraban la vergüenza de la aldea, pero no
era culpa suya que él no tuviera dinero. Un día un amigo de su
padre le dijo:
-¿Por
qué no te dedicas a la caza de serpientes? -El señor Yao dio un
salto. No tienes por qué asustarte. No es tan difícil. En mi
juventud yo gané mucho dinero vendiendo culebras.
Animado
por tan inesperada confidencia, el señor Yao se marchó al bosque.
Lo recorrió de arriba abajo, pero no pudo encontrar ninguna
serpiente. Así que, cansado de tanto caminar, decidió volver a la
aldea. ¿Qué pensaría de él el viejo amigo de su padre? Pero, al
dar una patada a una piedra, encontró dos culebras pequeñitas, que
se dejaron coger como si fueran efímeras.
-Dos
ejemplares fantásticos, sí señor -dijo el viejo. Te auguro un gran
porvenir. Te harás rico, muchacho.
Pero
al señor Yao le dio pena venderlas. Le parecieron tan indefensas que
decidió criarlas él mismo.
-Es
cruel que las venda, cuando las he arrancado de los cuidados de su
madre -y las llegó a querer como si en verdad fueran hijas suyas.
Las
dos serpientes eran verdes, pero una de ellas tenía una mancha roja
en la parte izquierda de la cabeza. Fue ésta la que creció con más
rapidez y la que mejor aprendió los juegos que el señor Yao les fue
enseñando. Quizá por eso el joven la llamó Verdosilla primera y, a
la otra, Verdosilla segunda.
-Vaya.
Veo que te encariñaste con tus dos culebras -le dijo en tono de
reproche el viejo amigo de su padre. Está visto que tú no vales
para ganar dinero.
Pero
en cuanto vio actuar a las serpientes cambió de opinión e instó al
señor Yao a que montara un espectáculo.
-Pero
yo no conozco a nadie y carezco de medios -se lamentó éste.
-No
importa -repuso el viejo.
Eso lo arreglo yo en seguida: déjalo en mis manos.
El
amigo de su padre, en efecto, escribió cartas a los principales de
todas las ciudades de la región y el señor Yao comenzó a ganar más
dinero del que nunca hubiera soñado. Su espectáculo levantaba la
admiración de las gentes. Decían algunos que hasta el mismo
emperador estaba vivamente interesado en él.
-¿Cómo
no? -comentaban las mujeres. Estas culebras se mueven como
bailarinas. ¡Ya quisiera el emperador que sus concubinas movieran el
vientre así!
El
señor Yao se iba haciendo de oro. Pero Verdosilla primera comenzó a
crecer de una forma tan rápida que apenas si cabía ya en la cesta
en la que las guardaba por la noche. Lo peor, no obstante, era que el
espectáculo había perdido seriedad, porque Verdosilla segunda
seguía siendo la debilucha culebrilla de antes.
-¿Cómo
puede ser ese monstruo compañera de baile de una cosa tan raquítica?
-preguntaban ahora los espectadores con burla. ¡Si parecen, más
bien, madre e hija!
En
efecto, Verdosilla primera prodigaba auténticos cuidados maternales
a Verdosilla segunda. A veces, en medio de una representación,
dejaban de marcar el ritmo y empezaban a darse besos con sus lenguas
bífidas. Muchos protestaban:
-¡Esto
es el colmo! ¡Que nos devuelvan nuestro dinero!
Semejante
reacción hizo que el señor Yao se decidiera a deshacerse de
Verdosilla primera. Le tenía un gran cariño, pero la verdad era que
ya no cabía en ningún cesto. Un día, pues, la llevó al bosque y
la dejó en libertad, diciéndole entre sollozos:
-Este
es tu mundo. De él te saqué y a él te envío. Espero que conserves
siempre la bondad de tu corazón.
Pero
la serpiente no se marchaba de su lado. El señor Yao comprendió
entonces que Verdosilla primera no quería abandonar a su hermana
débil. El hombre abrió su cesta y las dos serpientes se perdieron
en la espesura. El señor Yao no comió ni durmió en tres días; tan
profunda era su pena.
-¿Qué
vas a hacer ahora? -le preguntaron sus amigos. ¿Vas a seguir con lo
de las culebras o vas a dedicarte a los negocios?
El
señor Yao, en efecto, tenía dinero suficiente para invertirlo en lo
que quisiera.
-No
lo sé... Quizá... -respondió, dubitativo. Desde luego que algo
tengo que hacer para escapar de esta nostalgia que me está
consumiendo. Sí, tal vez negocios.
Pero,
al volver a su casa, encontró a Verdosilla segunda esperándole
sobre la tapa de su cesta. El animal tenía una expresión triste,
pero se alegró de verla. A la mañana siguiente volvió a salir al
bosque y encontró entre unas piedras otra serpiente de la misma
especie.
El
señor Yao la educó con el mismo cariño que a las otras dos, pero
no le puso ningún nombre. De esta forma no pensaría tanto en ella
cuando se muriera o, simplemente, se escapara. Esto fue precisamente
lo que ocurrió: el señor Yao levantó las tapas de los cestos y no
pudo encontrar a ninguna de las serpientes. Las dos habían huido
juntas.
-¿Por
qué no las miraste debajo del rabo? -se burlaron sus amigos. Esto te
ocurre por poner juntas a dos serpientes de distinto sexo. ¿Creías
que iban a criar a sus hijos en una jaula?
El
señor Yao se llevó tal disgusto que decidió dedicarse
definitivamente a los negocios. Viajó por todos los reinos del mundo
e hizo muchísimo dinero, pero su corazón estaba siempre al lado de
sus serpientes.
Un
año sus negocios le llevaron al norte del país. Allí los bosques
eran impenetrables y, según algunos, poblados de descomunales
monstruos. En la última aldea le advirtieron:
-Es
una temeridad atravesar solo esos parajes. Nadie lo ha hecho en los
últimos cincuenta años.
Pero
el señor Yao no era hombre que se dejara amedrentar fácilmente.
Como había supuesto, no vio ninguna de las bestias que le habían
pronosticado. No obstante, cuando estaba a punto de abandonar el
bosque, oyó un extraño zumbido a su espalda. El señor Yao se
volvió y, horrorizado, vio a una culebra de enormes proporciones que
amenazaba con tragárselo. Era verde, menos la parte izquierda de la
cabeza, que era roja como el fuego. Se parecía tanto a una de
aquellas culebras que él había amaestrado que no pudo evitar el
decir su nombre.
-iVerdosilla!
-susurró, cuando lo daba ya todo por perdido.
Entonces
la serpiente abandonó su expresión amenazante y comenzó a bailar
como lo habían hecho antaño las dos Verdosillas. El señor Yao no
salía de su asombro. Pero lo más extraño fue que la serpiente le
siguió como si fuera un perrito.
Cuando
llegó a la ciudad de las pagodas, todo el mundo se escondió,
aterrorizado, en sus casas.
-¿Por
qué has traído hasta aquí a ese monstruo? -le gritaban desde sus
escondrijos. ¿Quieres que nos mate también a nosotros? ¡Bastantes
crímenes lleva ya esa bestia sobre su conciencia!
Pero
el señor Yao no quería creerles. Le costaba trabajo admitir que su
querida Verdosilla primera fuera una serpiente asesina. Hasta que un
día un bonzo saltó sobre su escamosa cabeza, le clavó un alfiler
de oro y la mató.
-¿Por
qué has hecho eso? -preguntó, fuera de sí, el señor Yao-. ¿No
sabías que esta serpiente era mía?
-¿Tuya?
-el bonzo no salía de su asombro. ¿Acaso no has visto la mancha
roja de su cabeza? Es el símbolo del más perverso de los espíritus.
El
señor Yao no quería saber nada de esas cosas y exigió al bonzo que
le indemnizara. Este arrancó el alfiler de oro de la serpiente y se
lo dio. Entonces las fauces de la culebra se abrieron y apareció
Verdosilla segunda. Ante el asombro de todos, la pequeña serpiente
se transformó en una doncella bellísima.
-Yo
soy Mei-Lin -dijo la joven. Este monstruo me arrancó de mi cuna real
y me transformó en su esclava -al señor Yao se le saltaron las
lágrimas. También quiso encantarte a ti. pero yo se lo impedí,
dejándome tragar viva.
-¿Ves
cómo se trataba de un monstruo? -preguntó, triunfante, el bonzo.
El
señor Yao se arrodilló ante Mei-Lin y le suplicó que fuera su
esposa. Dicen que su amor duró diez mil años. Parece un tiempo
corto, pero es lo que tardan las serpientes en despertar del amor.
Después se transforman en lotos y ya no se mueren más.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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