Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 22 de octubre de 2014

El arquero y el vendedor de aceite

Aquel joven era un arquero excepcional. Su padre era el hombre más rico de la aldea y se pasaba todo el día practicando con su arco. Así, no es de extrañar que diera en el centro de la diana desde una distancia de cien metros. Sin embargo, los habitantes de la aldea eran gente inculta y le consideraban un gran héroe.
-¡Jamás se ha visto cosa igual! -comentaban entre sí. Este joven llegará a ser amigo personal del emperador.
-Más que eso -decían otros. Los dioses se disputarán tenerle a su servicio.
Comenzaron a llamarle, pues, el arquero maravilloso. El joven se sintió profundamente halagado. Ahora miraba a todo el mundo por encima del hombro, porque pensaba que era el hombre más capaz de todo el reino.
-No seas tan orgulloso, hijo mío -le aconsejaba su madre. Las personas engreídas son las que más sufren, porque el ser más insignificante puede ponerlas en ridículo.
-No será mi caso -respondía, ofendido, el joven. No hay nadie que pueda hacer lo que hago yo.
Un día recorrió toda la aldea gritando:
-¡Si queréis ver algo portentoso, acudid a la plaza del mercado!
Como era ya atardecido y hacía mucho calor, todos los aldeanos se dirigieron a ella. El joven había colocado la diana a doscientos metros. En la mano llevaba tres flechas. Satisfecho de su éxito, se movió entre la gente, diciendo:
-Antes, porque clavaba una flecha en el centro de la diana desde una distancia de cien metros, me llamabais el arquero maravilloso. ¿Cómo vais a llamarme a partir de hoy, que voy a clavar tres desde doscientos?
Todos dejaron escapar una exclamación de asombro.
-Eso es imposible -decían unos. Nadie jamás ha hecho una proeza semejante.
-Ni los dioses poseen una puntería igual -comentaban otros.
El joven entonces tomó su arco y..., zas, clavó una flecha en todo el centro. Los aldeanos aplaudieron, emocionados.
-Esperad. Aún no lo habéis visto todo -decía el joven, complacido. He dicho tres, tres flechas.
De nuevo tomó su arco y..., zas, tampoco falló.
-¡Asombroso! -decían todos. Este joven posee una vista más certera que la de un águila.
Cuando clavó la tercera, aquello fue el delirio. Hasta las doncellas aplaudían, olvidando su recato. El joven estaba tan contento que incluso hizo una reverencia. Entonces pasó la vista por todos los que le rodeaban y observó que solamente un viejo no aplaudía.
-¿Por qué no aplaudes tú? -le preguntó el joven con descaro. ¿No te ha parecido buena mi técnica?
-Tu técnica es excelente, muchacho -contestó el viejo. Pero lo que tú haces no tiene nada de particular.
-¿Cómo que no tiene nada de particular? -volvió a preguntar el joven. ¿Acaso tienes tú una puntería tan buena como la mía?
-Exactamente -replicó el viejo-. Mis ojos están ya cansados y mis manos a veces tiemblan, pero mi puntería es mejor que la tuya.
El joven entonces le puso el arco en las manos y dijo:
-Ahí tienes la diana. Haz lo que acabo de hacer yo. El viejo lo rechazó, sonriendo:
-Yo no sé usar un arco. Jamás he tenido uno en mis manos. Seguro que no daría en la diana ni a diez metros de distancia.
Cuando oyeron esto. todos los campesinos comenzaron a gritar:
-¡Basta de fanfarronadas! No sabes distinguir una flecha de un arpón y vienes con el cuento de que tienes una puntería excelente.
El viejo esperó a que todos se callaran. Después añadió:
-Os la demostraré. Traedme treinta mesas, mil litros de aceite de cacahuete, una botella de cuello corto y una moneda de cobre.
A regañadientes le dieron cuanto pedía. El viejo colocó la moneda en la botella y se subió a las mesas. Desde allí dijo:
-Bien sabéis que el agujero que hay en las monedas de cobre es muy pequeño. Pues bien. Desde esta altura voy a pasar por él estos mil litros de aceite. Por cada gota que se derrame, me daréis diez latigazos.
-¡No queremos maltratar a un anciano! -gritaron. Si no haces lo que dices, bastante tendrás con tu deshonra.
-Como queráis -dijo el viejo. Aun así, yo insisto en los azotes -y empezó a arrojar el aceite.
El silencio era absoluto. Todos estaban pendientes de sus manos. Su pulso parecía firme. Cuando llevaba vertidos cuatrocientos cuarenta y cuatro litros, el joven empezó a ponerse nervioso.
-¿Qué pasará si hace lo que ha dicho? -preguntó a sus amigos. Quedaré en ridículo y nadie volverá a respetarme.
-Estáte tranquilo -le respondieron. Mil litros son muchos y treinta mesas, una altura muy alta.
-Por eso mismo -volvió a decir el joven.
Entonces, como quien no quiere la cosa, se acercó a las mesas y golpeó la primera. El viejo se tambaleó en la altura.
-No te preocupes por mí -dijo, calmado. Estoy acostumbrado a que me muevan, mientras hago lo que estás viendo.
El joven estaba tan avergonzado que se retiró a donde nadie le viera. Sólo volvió a aparecer, cuando el anciano terminó los mil litros.
-Ya está -dijo, sonriendo. Ahora bajadme, porque como soy viejo, tengo el paso inseguro.
Todos se lanzaron sobre la moneda. ¡Ni una sola gota de aceite la había salpicado!
-Ciertamente hacer esto exige una puntería mayor que clavar tres flechas en una diana a doscientos metros.
-Y, además, moviéndole -dijeron otros. ¡Declarémosle el hombre con más vista de todo el reino!
Pero el viejo no quería aceptar honores. Se sentó en la última mesa y dijo:
¿Qué tiene esto de especial? Cualquiera que practique todos los días puede llegar a hacerlo mejor que yo.
-¡No te quites méritos! -gritaron unos jóvenes. Tu puntería es única.
Y todos, hasta el arquero derrotado, aplaudieron entusiasmados.
-Os lo digo de verdad -prosiguió el viejo. Durante más de cincuenta años he sido vendedor de aceite de cacahuete. Lo que acabáis de ver lo he hecho más de mil veces. ¿Qué hay de extraordinario en ello? Adquirir una técnica no es nada. Lo difícil es perfeccionarla cada día un poco más.
Así pues, al joven se le cayó la cara de vergüenza1. Se escabulló entre la gente y regresó a su casa. Cuando estaba recogiendo sus ropas, entró su madre en la habitación y le dijo:
¡Pobre hijo mío! Acabas de descubrir lo vacuo que es el orgullo y lo fatua que es la soberbia. ¡Espero que no hayas sufrido mucho!
El joven no dijo nada y abandonó la aldea. Diez años estuvo ausente. Por fin regresó una tarde. Se notaba que era un hombre distinto: ya no despreciaba a nadie.
-¡Pobre muchacho! -dijeron muchos al verle. Le destrozó la lección que le dio el vendedor de aceite.
En esto tres águilas surcaron el cielo. El joven tomó su arco y con una sola flecha las atravesó a las tres.
-¡Asombroso! ¡Este joven es un portento! -volvieron a exclamar los aldeanos. No nos equivocamos al llamarle el arquero maravilloso.
El joven no se volvió a recibir los aplausos. Llevaba grabadas en su corazón las palabras del viejo vendedor de aceite.
En sus manos la técnica del arco llegó a ser tan perfecta que nadie después fue capaz de igualarle.

0.005.1 anonimo (china) - 049


1 Literalmente. «perdió la cara». Para un oriental la cara es la concreción de toda la personalidad social. Su pérdida. por razones deshonrosas o de simple mala suerte, supone. por tanto la desaparición de tal identidad, lo que inevitablemente le lleva o bien al suicidio, o bien a una venganza implacable.

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