Aquel
joven era un arquero excepcional. Su padre era el hombre más rico de
la aldea y se pasaba todo el día practicando con su arco. Así, no
es de extrañar que diera en el centro de la diana desde una
distancia de cien metros. Sin embargo, los habitantes de la aldea
eran gente inculta y le consideraban un gran héroe.
-¡Jamás
se ha visto cosa igual! -comentaban entre sí. Este joven llegará a
ser amigo personal del emperador.
-Más
que eso -decían otros.
Los dioses se disputarán tenerle a su servicio.
Comenzaron
a llamarle, pues, el arquero maravilloso. El joven se sintió
profundamente halagado. Ahora miraba a todo el mundo por encima del
hombro, porque pensaba que era el hombre más capaz de todo el reino.
-No
seas tan orgulloso, hijo mío -le aconsejaba su madre. Las personas
engreídas son las que más sufren, porque el ser más insignificante
puede ponerlas en ridículo.
-No
será mi caso -respondía, ofendido, el joven. No hay nadie que pueda
hacer lo que hago yo.
Un
día recorrió toda la aldea gritando:
-¡Si
queréis ver algo portentoso, acudid a la plaza del mercado!
Como
era ya atardecido y hacía mucho calor, todos los aldeanos se
dirigieron a ella. El joven había colocado la diana a doscientos
metros. En la mano llevaba tres flechas. Satisfecho de su éxito, se
movió entre la gente, diciendo:
-Antes,
porque clavaba una flecha en el centro de la diana desde una
distancia de cien metros, me llamabais el arquero maravilloso. ¿Cómo
vais a llamarme a partir de hoy, que voy a clavar tres desde
doscientos?
Todos
dejaron escapar una exclamación de asombro.
-Eso
es imposible -decían unos.
Nadie jamás ha hecho una proeza semejante.
-Ni
los dioses poseen una puntería igual -comentaban otros.
El
joven entonces tomó su arco y..., zas, clavó una flecha en todo el
centro. Los aldeanos aplaudieron, emocionados.
-Esperad.
Aún no lo habéis visto todo -decía el joven, complacido. He dicho
tres, tres flechas.
De
nuevo tomó su arco y..., zas, tampoco falló.
-¡Asombroso!
-decían todos. Este joven posee una vista más certera que la de un
águila.
Cuando
clavó la tercera, aquello fue el delirio. Hasta las doncellas
aplaudían, olvidando su recato. El joven estaba tan contento que
incluso hizo una reverencia. Entonces pasó la vista por todos los
que le rodeaban y observó que solamente un viejo no aplaudía.
-¿Por
qué no aplaudes tú? -le preguntó el joven con descaro. ¿No te ha
parecido buena mi técnica?
-Tu
técnica es excelente, muchacho -contestó el viejo. Pero lo que tú
haces no tiene nada de particular.
-¿Cómo
que no tiene nada de particular? -volvió a preguntar el joven.
¿Acaso tienes tú una puntería tan buena como la mía?
-Exactamente
-replicó el viejo-. Mis ojos están ya cansados y mis manos a veces
tiemblan, pero mi puntería es mejor que la tuya.
El
joven entonces le puso el arco en las manos y dijo:
-Ahí
tienes la diana. Haz lo que acabo de hacer yo. El viejo lo rechazó,
sonriendo:
-Yo
no sé usar un arco. Jamás he tenido uno en mis manos. Seguro que no
daría en la diana ni a diez metros de distancia.
Cuando
oyeron esto. todos los campesinos comenzaron a gritar:
-¡Basta
de fanfarronadas! No sabes distinguir una flecha de un arpón y
vienes con el cuento de que tienes una puntería excelente.
El
viejo esperó a que todos se callaran. Después añadió:
-Os
la demostraré. Traedme treinta mesas, mil litros de aceite de
cacahuete, una botella de cuello corto y una moneda de cobre.
A
regañadientes le dieron cuanto pedía. El viejo colocó la moneda en
la botella y se subió a las mesas. Desde allí dijo:
-Bien
sabéis que el agujero que hay en las monedas de cobre es muy
pequeño. Pues bien. Desde esta altura voy a pasar por él estos mil
litros de aceite. Por cada gota que se derrame, me daréis diez
latigazos.
-¡No
queremos maltratar a un anciano! -gritaron. Si no haces lo que dices,
bastante tendrás con tu deshonra.
-Como
queráis -dijo el viejo. Aun así, yo insisto en los azotes -y
empezó a arrojar el aceite.
El
silencio era absoluto. Todos estaban pendientes de sus manos. Su
pulso parecía firme. Cuando llevaba vertidos cuatrocientos cuarenta
y cuatro litros, el joven empezó a ponerse nervioso.
-¿Qué
pasará si hace lo que ha dicho? -preguntó a sus amigos. Quedaré
en ridículo y nadie volverá a respetarme.
-Estáte
tranquilo -le respondieron. Mil litros son muchos y treinta mesas,
una altura muy alta.
-Por
eso mismo -volvió a decir el joven.
Entonces,
como quien no quiere la cosa, se acercó a las mesas y golpeó la
primera. El viejo se tambaleó en la altura.
-No
te preocupes por mí -dijo, calmado. Estoy acostumbrado a que me
muevan, mientras hago lo que estás viendo.
El
joven estaba tan avergonzado que se retiró a donde nadie le viera.
Sólo volvió a aparecer, cuando el anciano terminó los mil litros.
-Ya
está -dijo, sonriendo. Ahora bajadme, porque como soy viejo, tengo
el paso inseguro.
Todos
se lanzaron sobre la moneda. ¡Ni una sola gota de aceite la había
salpicado!
-Ciertamente
hacer esto exige una puntería mayor que clavar tres flechas en una
diana a doscientos metros.
-Y,
además, moviéndole -dijeron otros. ¡Declarémosle el hombre con
más vista de todo el reino!
Pero
el viejo no quería aceptar honores. Se sentó en la última mesa y
dijo:
¿Qué
tiene esto de especial? Cualquiera que practique todos los días
puede llegar a hacerlo mejor que yo.
-¡No
te quites méritos! -gritaron unos jóvenes. Tu puntería es única.
Y
todos, hasta el arquero derrotado, aplaudieron entusiasmados.
-Os
lo digo de verdad -prosiguió el viejo. Durante más de cincuenta
años he sido vendedor de aceite de cacahuete. Lo que acabáis de ver
lo he hecho más de mil veces. ¿Qué hay de extraordinario en ello?
Adquirir una técnica no es nada. Lo difícil es perfeccionarla cada
día un poco más.
Así
pues, al joven se le cayó la cara de vergüenza1.
Se escabulló entre la gente y regresó a su casa. Cuando estaba
recogiendo sus ropas, entró su madre en la habitación y le dijo:
¡Pobre
hijo mío! Acabas de descubrir lo vacuo que es el orgullo y lo fatua
que es la soberbia. ¡Espero que no hayas sufrido mucho!
El
joven no dijo nada y abandonó la aldea. Diez años estuvo ausente.
Por fin regresó una tarde. Se notaba que era un hombre distinto: ya
no despreciaba a nadie.
-¡Pobre
muchacho! -dijeron muchos al verle. Le destrozó la lección que le
dio el vendedor de aceite.
En
esto tres águilas surcaron el cielo. El joven tomó su arco y con
una sola flecha las atravesó a las tres.
-¡Asombroso!
¡Este joven es un portento! -volvieron a exclamar los aldeanos. No
nos equivocamos al llamarle el arquero maravilloso.
El
joven no se volvió a recibir los aplausos. Llevaba grabadas en su corazón las palabras del viejo vendedor de aceite.
En
sus manos la técnica del arco llegó a ser tan perfecta que nadie
después fue capaz de igualarle.
0.005.1 anonimo (china) - 049
1
Literalmente.
«perdió la cara». Para un oriental la cara es la concreción de
toda la personalidad social. Su pérdida. por razones deshonrosas o
de simple mala suerte, supone. por tanto la desaparición de tal
identidad, lo que inevitablemente le lleva o bien al suicidio, o
bien a una venganza implacable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario