Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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miércoles, 22 de octubre de 2014

El asesino de su hija

Frente a las costas de In-Chiang-Shan hay una pequeña isla llamada Dhzong-Min. En ella vivía un pescador con su mujer y sus dos hijos. Su nombre era Wang-Er-Lien y su único defecto era que siempre llevaba a toda su familia en su barca cuando salía a pescar.
-No está bien que hagas eso -le aconsejaban los otros pescadores. El mar es peligroso y se ceba siempre en los más débiles.
Pero Wang-Er-Lien se reía de sus consejos y decía:
-¿Qué pueden temer mi mujer y mis hijos? Se puede decir que han nacido en el mar y él lo sabe.
Un día, como era su costumbre, toda la familia Wang salió a pescar. El tiempo era apacible, pero, al regresar, se levantó una tormenta y la barca volcó.
-¡Hazte cargo de la niña! -gritó la señora Wang.
Pero el marido entendió que los dos niños están a salvo y gritó desde el seno de una ola:
-¡Está bien! ¡Voy a ver si logro salvar la barca! Nadad hacia la costa. Allí nos veremos.
Al llegar a la playa, se dieron cuenta del equívoco y lloraron con amargura.
-¿Por qué será el viento tan cruel? -preguntó, desesperado, Wang-Er-Lien. Fue él el que cambió el sentido de tus palabras.
-¿Para qué culpar a nadie? -le reprochó su mujer. La culpa es nuestra por sacar niños tan pequeños a la mar.
-Nuestra hija sólo tenía tres años. ¿Es que se ha vuelto ciego el dios del mar?
Y se fueron a vivir a otra parte de la isla, porque en aquel lugar todo les recordaba a la niña. Sin embargo a los pocos años el hijo cogió una enfermedad extraña y también murió.
-No me moveré de este sitio -dijo la señora Wang con amargura. Aquí se ha hecho polvo el cuerpo de mi hijo y aquí echaremos raíces.
-Nuestra descendencia las hará tan profundas como la sima en la que descansa nuestra hija -dijo su marido para darle ánimos.
Pero fueron pasando los años y no volvieron a tener ningún hijo.
El carácter de Wang-Er-Lien se agrió y no pensaba más que en sí mismo. Su mujer, por su parte, se volvió tan callada como la luna nueva. A veces se acercaba a la playa y gritaba sin despegar los labios:
-¿Estás ahí, hija mía? ¿Por qué nunca vuelves a vernos?
Sin embargo, la niña no se había ahogado. La encontró tendida en la arena un pescador llamado Luo-Cheng. Cuando su esposa le vio acercarse con su cuerpecito en los brazos, pensó que era un pez y le preguntó:
-¿Acaso ha bajado tanto hoy la marea que los peces se han quedado varados en la playa?
-Mejor que eso -contestó, alborozado el señor Luo.
Y le enseñó la niña. Durante varias semanas esperaron que aparecieran los padres de la pequeña. Pero, al final, como no tenían hijos, decidieron adoptarla y la trataron como si fuera hija suya.
-¿No es maravillosa la mar? -preguntaba la señora Luo. No sólo nos da alimento, sino que hasta ha tenido la delicadeza de regalarnos una hija.
Sin embargo, la niña conservaba recuerdos de sus primeros años y sabía que la familia Luo no era la suya. Durante quince años siempre llevó al cuello un colgante de plata con una inscripción que decía: «Vivirás más de cien años». Con idéntico cariño conservó, además, una pequeña caja de madera con juguetitos de niña.
«¿Quiénes serán mis padres?», se preguntaba, ilusionada.
Pero nunca comentó con nadie sus dudas, porque la señora Luo la trataba como una madre y todos la conocían como la hija de Luo-Cheng.
Ahora era una muchacha de dieciocho años. Su hermosura aventajaba a la del coral y su corazón no tenía que envidiar la belleza de las perlas.
Un día se levantó una gran tormenta. Las olas se hicieron cada vez más altas y amenazaron con borrar de la costa a todas las casas.
-Nos internaremos tierra adentro -decidieron, con preocupación, los ancianos del lugar.
Pero no les dio tiempo para ello. Todavía estaban hablando, cuando una ola gigantesca cayó en tromba sobre las casas y las hizo añicos.
-¡Socorro! -gritaron los pescadores y cuantos con ellos vivían. ¡Apiádate de nosotros, dios del mar!
Y, cuando toda esperanza estaba ya perdida, se dejaron llevar por las aguas y se animaban unos a otros diciendo:
-Todos somos hijos del mar. Nadad cuanto podáis y las aguas os respetarán.
La aldea había sido arrastrada mar adentro. Cada cual se agarraba a lo que podía y luchaba contra las olas. Sin embargo la hija de Luo-Cheng parecía más preocupada por salvar el colgante y la caja que por su propia vida.
«Si pierdo esto -se decía, nunca podré saber quiénes son mis verdaderos padres.»
Y milagrosamente continuó manteniéndose a flote.
La tormenta había afectado a toda la isla. Ni siquiera el remoto lugar en el que ahora vivía Wang-Er-Lien se vio libre de ella. En cuanto el pescador vio el color de las nubes, dijo. alarmado. a su mujer:
-Montémonos en la barca. Si logramos llegar a mar abierto antes de que el viento sacuda las olas, estaremos a salvo.
Pero la señora Wang no quería abandonar su casa.
-Aquí está enterrado nuestro hijo. ¿Acaso te has olvidado de la promesa que hicimos de no marcharnos jamás?
-Claro que no -respondió Wang-Er-Lien. Pero ahora debemos salir al encuentro de nuestra hija. Hace muchos años que no vamos a verla.
Entonces la señora Wang se puso muy contenta y saltó la primera a la barca.
Las olas les desviaron el rumbo y pronto se encontraron ante la aldea del señor Luo-Cheng. Vieron flotar casas enteras, pero Wang-Er-Lien dijo:
-Es mejor que no ayudemos a nadie. Si cogemos a algún náufrago, es posible que peligre nuestra propia seguridad.
La señora Wang vio en el agua a la hija de Luo-Cheng y le dio lástima.
-Recojamos a esa muchacha. Parece tan indefensa y me recuerda tanto a nuestra hija...
Wang-Er-Lien replicó:
-¡He dicho que no! ¿No comprendes que también nosotros podríamos irnos a pique?
Pero, al volverse, vio la caja que llevaba la joven y pensó:
«Seguro que esa muchacha lleva ahí todas sus joyas.»
Y le alargó una pértiga.
La hija de Luo-Cheng ató a ella la caja con el colgante y los juguetes.
-iNo hagas eso! -le gritó su verdadera madre. ¡Sálvate tú y olvídate de lo demás!
-Es lo que más quiero en el mundo. Por ello sería capaz de sacrificar mi propia vida -respondió la joven.
Entonces Wang-Er-Lien, su verdadero padre, la empujó con la pértiga y no la dejó subir a la barca.
-¿Para qué, si ya he conseguido lo que quería? -se disculpó, avaricioso, y la muchacha se ahogó.
Cuando regresaron a su casa, ni un solo poste quedaba en pie.
-¿Por qué lloras? -preguntó a su mujer. Con lo que hay en esta caja podremos reconstruirla antes de una semana. Deberías dar gracias por tener un marido tan previsor.
Y abrió la caja.
El pescador se quedó de una pieza. Sólo contenía un colgante con la inscripción «Vivirás más de cien años» y unos juguetes viejos.
-iEsto era de nuestra hija! -exclamó, esperanzada, la señora Wang. ¿Cómo es posible que lo guardara la hija de Luo-Cheng?
¡No lo sé! -respondió, malhumorado, Wang-Er-Lien. En seguida iré a pedirle cuentas.
Cuando llegó a la casa del otro pescador, toda la aldea estaba llorando a la muchacha. Ella había sido la única a la que se había tragado el mar.
¿Esa caja? La traía nuestra hija, cuando la encontramos en la playa hace más de; quince años -respondió, llorando, la señora Luo. Esperamos a que aparecieran sus padres, pero, como nadie la reclamó, nos quedamos con ella.
A Wang-Er-Lien se le puso el pelo blanco y empezó a temblar, como un pez recién pescado.
«¡He matado a mi propia hija! -se dijo con remordimiento. He matado a mi propia hija por una caja que no contenía nada.»
Se metió en el mar y dejó que las olas le borraran la vida.
-Es lo más sensato que podía hacer -comentaron los ancianos de la aldea. ¿Quién puede vivir pensando que es un parricida?
Y, de esta forma, todos aprendieron que, si el oro es valioso, más lo es la vida.

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