Frente
a las costas de In-Chiang-Shan hay una pequeña isla llamada
Dhzong-Min. En ella vivía un pescador con su mujer y sus dos hijos.
Su nombre era Wang-Er-Lien y su único defecto era que siempre
llevaba a toda su familia en su barca cuando salía a pescar.
-No
está bien que hagas eso -le aconsejaban los otros pescadores. El mar
es peligroso y se ceba siempre en los más débiles.
Pero
Wang-Er-Lien se reía de sus consejos y decía:
-¿Qué
pueden temer mi mujer y mis hijos? Se puede decir que han nacido en
el mar y él lo sabe.
Un
día, como era su costumbre, toda la familia Wang salió a pescar. El
tiempo era apacible, pero, al regresar, se levantó una tormenta y la
barca volcó.
-¡Hazte
cargo de la niña! -gritó la señora Wang.
Pero
el marido entendió que los dos niños están a salvo y gritó desde
el seno de una ola:
-¡Está
bien! ¡Voy a ver si logro salvar la barca! Nadad hacia la costa.
Allí nos veremos.
Al
llegar a la playa, se dieron cuenta del equívoco y lloraron con
amargura.
-¿Por
qué será el viento tan cruel? -preguntó, desesperado,
Wang-Er-Lien. Fue él el que cambió el sentido de tus palabras.
-¿Para
qué culpar a nadie? -le reprochó su mujer. La culpa es nuestra por
sacar niños tan pequeños a la mar.
-Nuestra
hija sólo tenía tres años. ¿Es que se ha vuelto ciego el dios del
mar?
Y
se fueron a vivir a otra parte de la isla, porque en aquel lugar todo
les recordaba a la niña. Sin embargo a los pocos años el hijo cogió
una enfermedad extraña y también murió.
-No
me moveré de este sitio -dijo la señora Wang con amargura. Aquí
se ha hecho polvo el cuerpo de mi hijo y aquí echaremos raíces.
-Nuestra
descendencia las hará tan profundas como la sima en la que descansa
nuestra hija -dijo su marido para darle ánimos.
Pero
fueron pasando los años y no volvieron a tener ningún hijo.
El
carácter de Wang-Er-Lien se agrió y no pensaba más que en sí
mismo. Su mujer, por su parte, se volvió tan callada como la luna
nueva. A veces se acercaba a la playa y gritaba sin despegar los
labios:
-¿Estás
ahí, hija mía? ¿Por qué nunca vuelves a vernos?
Sin
embargo, la niña no se había ahogado. La encontró tendida en la
arena un pescador llamado Luo-Cheng. Cuando su esposa le vio
acercarse con su cuerpecito en los brazos, pensó que era un pez y le
preguntó:
-¿Acaso
ha bajado tanto hoy la marea que los peces se han quedado varados en
la playa?
-Mejor
que eso -contestó, alborozado el señor Luo.
Y
le enseñó la niña. Durante varias semanas esperaron que
aparecieran los padres de la pequeña. Pero, al final, como no tenían
hijos, decidieron adoptarla y la trataron como si fuera hija suya.
-¿No
es maravillosa la mar? -preguntaba la señora Luo. No sólo nos da
alimento, sino que hasta ha tenido la delicadeza de regalarnos una
hija.
Sin
embargo, la niña conservaba recuerdos de sus primeros años y sabía
que la familia Luo no era la suya. Durante quince años siempre llevó
al cuello un colgante de plata con una inscripción que decía:
«Vivirás más de cien años». Con idéntico cariño conservó,
además, una pequeña caja de madera con juguetitos de niña.
«¿Quiénes
serán mis padres?», se preguntaba, ilusionada.
Pero
nunca comentó con nadie sus dudas, porque la señora Luo la trataba
como una madre y todos la conocían como la hija de Luo-Cheng.
Ahora
era una muchacha de dieciocho años. Su hermosura aventajaba a la del
coral y su corazón no tenía que envidiar la belleza de las perlas.
Un
día se levantó una gran tormenta. Las olas se hicieron cada vez más
altas y amenazaron con borrar de la costa a todas las casas.
-Nos
internaremos tierra adentro -decidieron, con preocupación, los
ancianos del lugar.
Pero
no les dio tiempo para ello. Todavía estaban hablando, cuando una
ola gigantesca cayó en tromba sobre las casas y las hizo añicos.
-¡Socorro!
-gritaron los pescadores y cuantos con ellos vivían. ¡Apiádate de
nosotros, dios del mar!
Y,
cuando toda esperanza estaba ya perdida, se dejaron llevar por las
aguas y se animaban unos a otros diciendo:
-Todos
somos hijos del mar. Nadad cuanto podáis y las aguas os respetarán.
La
aldea había sido arrastrada mar adentro. Cada cual se agarraba a lo
que podía y luchaba contra las olas. Sin embargo la hija de
Luo-Cheng parecía más preocupada por salvar el colgante y la caja
que por su propia vida.
«Si
pierdo esto -se decía, nunca podré saber quiénes son mis
verdaderos padres.»
Y
milagrosamente continuó manteniéndose a flote.
La
tormenta había afectado a toda la isla. Ni siquiera el remoto lugar
en el que ahora vivía Wang-Er-Lien se vio libre de ella. En cuanto
el pescador vio el color de las nubes, dijo. alarmado. a su mujer:
-Montémonos
en la barca. Si logramos llegar a mar abierto antes de que el viento
sacuda las olas, estaremos a salvo.
Pero
la señora Wang no quería abandonar su casa.
-Aquí
está enterrado nuestro hijo. ¿Acaso te has olvidado de la promesa
que hicimos de no marcharnos jamás?
-Claro
que no -respondió Wang-Er-Lien. Pero ahora debemos salir al
encuentro de nuestra hija. Hace muchos años que no vamos a verla.
Entonces
la señora Wang se puso muy contenta y saltó la primera a la barca.
Las
olas les desviaron el rumbo y pronto se encontraron ante la aldea del
señor Luo-Cheng. Vieron flotar casas enteras, pero Wang-Er-Lien
dijo:
-Es
mejor que no ayudemos a nadie. Si cogemos a algún náufrago, es
posible que peligre nuestra propia seguridad.
La
señora Wang vio en el agua a la hija de Luo-Cheng y le dio lástima.
-Recojamos
a esa muchacha. Parece tan indefensa y me recuerda tanto a nuestra
hija...
Wang-Er-Lien
replicó:
-¡He
dicho que no! ¿No comprendes que también nosotros podríamos irnos
a pique?
Pero,
al volverse, vio la caja que llevaba la joven y pensó:
«Seguro
que esa muchacha lleva ahí todas sus joyas.»
Y
le alargó una pértiga.
La
hija de Luo-Cheng ató a ella la caja con el colgante y los juguetes.
-iNo
hagas eso! -le gritó su verdadera madre. ¡Sálvate tú y olvídate
de lo demás!
-Es
lo que más quiero en el mundo. Por ello sería capaz de sacrificar
mi propia vida -respondió la joven.
Entonces
Wang-Er-Lien, su verdadero padre, la empujó con la pértiga y no la
dejó subir a la barca.
-¿Para
qué, si ya he conseguido lo que quería? -se disculpó, avaricioso,
y la muchacha se ahogó.
Cuando
regresaron a su casa, ni un solo poste quedaba en pie.
-¿Por
qué lloras? -preguntó a su mujer. Con lo que hay en esta caja
podremos reconstruirla antes de una semana. Deberías dar gracias por
tener un marido tan previsor.
Y
abrió la caja.
El
pescador se quedó de una pieza. Sólo contenía un colgante con la
inscripción «Vivirás más de cien años» y unos juguetes viejos.
-iEsto
era de nuestra hija! -exclamó, esperanzada, la señora Wang. ¿Cómo
es posible que lo guardara la hija de Luo-Cheng?
¡No
lo sé! -respondió, malhumorado, Wang-Er-Lien. En seguida iré a
pedirle cuentas.
Cuando
llegó a la casa del otro pescador, toda la aldea estaba llorando a
la muchacha. Ella había sido la única a la que se había tragado el
mar.
¿Esa
caja? La traía nuestra hija, cuando la encontramos en la playa hace
más de; quince años -respondió, llorando, la señora Luo.
Esperamos a que aparecieran sus padres, pero, como nadie la reclamó,
nos quedamos con ella.
A
Wang-Er-Lien se le puso el pelo blanco y empezó a temblar, como un
pez recién pescado.
«¡He
matado a mi propia hija! -se dijo con remordimiento. He matado a mi
propia hija por una caja que no contenía nada.»
Se
metió en el mar y dejó que las olas le borraran la vida.
-Es
lo más sensato que podía hacer -comentaron los ancianos de la
aldea. ¿Quién puede vivir pensando que es un parricida?
Y,
de esta forma, todos aprendieron que, si el oro es valioso, más lo
es la vida.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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