El
señor Dhzang tenía un millón de monedas de oro, pero vivía
miserable-mente. Siempre vestía las mismas ropas y comía como un
mendigo. Pero la gente le conocía por sus botas. Habían sido
remendadas mil veces. Sus suelas fueron haciéndose, pues, cada vez
más altas, hasta que, finalmente, llegaron a medir treinta
centímetros.
-Cualquier
día te vas a caer de ellas -le reprendía su amigo Wang-San. No
comprendo cómo. teniendo tanto dinero, puedes vivir con semejante
miseria.
-Las
botas se pueden arreglar -respondía el señor Dhzang. ¿Para qué
gastar diez monedas de cobre en otras nuevas, si éstas aún me
valen?
El
millonario no veía que
el dedo gordo le salía por delante y que, más que unas botas, lo
que calzaba era una extraña mezcla de zapatos, sandalias y chinelas.
-Tendré
que regalarte yo unos zapatos nuevos -le decía Wang-San, y se
marchaba, apenado, a su casa.
-¿Para
qué? -se preguntaba el señor Dhzang. No comprendo la obsesión que
tienen los pobres con gastar dinero -y se quedaba rascándose,
incrédulo, la cabeza.
No
es de extrañar, pues, que sus negocios prosperaran. Todo cuanto
tocaba el señor Dhzang se convertía en oro. La gente comenzó a
llamarle «Tresmillones».
Un
día, Tresmillones se levantó de buen pie y se metió en unos baños.
El agua estaba tan tibia que casi se quedó dormido. Fue el último
en salir de la tinaja. Aunque tuvieron que echarle. Tres-millones se
felicitó, diciendo:
-Yo
no soy como esos tipos que todo lo despilfarran. Ya ves. Dan dinero
por entrar en unos baños y después se marchan en seguida.
Como
no había pagado por unas toallas, tuvo que secarse con la mano.
Después buscó sus botas, pero no pudo encontrarlas. Recorrió los
baños de arriba abajo y todo fue inútil. No estaban.
-Seguro
que me las ha robado alguien -murmuró, furioso. Lo lamento, porque
eran unas buenas botas.
Pero,
cuando se iba a marchar, descubrió cerca de la puerta unos zapatos.
Eran nuevos y le sentaban como anillo al dedo.
-¡Es
mi número! -se dijo, alborozado. Seguro que Wang-San me ha comprado
estos zapatos y se ha llevado mis botas. ¡El muy bribón! ¡Con el
cariño que yo les tenía!
Así,
contento como un niño, Tresmillones se marchó a su casa. Pero a la
mañana siguiente fue a buscarle la justicia.
-¿Qué
he hecho yo? -preguntó, alarmado. ¿Acaso no pago los impuestos
regularmente? ¿Qué más quiere el señor gobernador?
-Sí.
Estos son, en efecto, mis zapatos -dijo un hombrecillo iracundo que
acompañaba a los guardias.
-¿Tus
zapatos? Debes estar soñando, buen hombre -replicó Tresmillones.
Estos son míos. Me los ha regalado mi amigo Wang-San.
Pero
el hombrecillo insistió tanto que, al final, le llevaron ante el
juez.
-¿Tú
por aquí? -le preguntó en tono socarrón.
El
hombrecillo no dejó que entraran en conversación.
-Posiblemente
ustedes sean amigos, pero este hombre me ha robado mis zapatos nuevos
y me ha dejado estas botas estropeadas.
Tresmillones
se quedó de una pieza.
-¿Es
eso cierto? -preguntó, severo. el juez, y Tresmillones contó lo que
había ocurrido.
El
juez soltó la carcajada, pero en seguida añadió:
-Pedir
perdón no es suficiente. Como castigo, indemnizarás a este hombre
con doscientas mil monedas de plata.
-¿Doscientas
mil? -preguntó, incrédulo Tresmillones. Pero hubo de acatar la
sentencia.
Con
las botas en la mano caminó, cabizbajo, hacia su casa. Antes de
llegar, había un puentecillo y las tiró por él, diciendo:
-Bastante
dinero me habéis costado. No os agradezco ni uno solo de los
inviernos que habéis protegido mis pies. Vuestro lugar es el arroyo.
Pero
a los diez minutos se presentó en su casa un hombre con sus botas.
Estaba airado, pero Tresmillones gritó más fuerte que él:
-¿Cómo
te atreves a devolverme estas malditas botas? ¡No las quiero! Yo
mismo acabo de tirarlas por el puente.
-¡Así
que lo admites! Muy bien. Mejor así. Vengo a que me des trescientas
mil monedas de bronce -anunció, satisfecho, el hombre.
Tresmillones
estaba lívido de furor.
-¿Y
por qué habré de darte yo tanto dinero? -preguntó.
-Pues
porque yo soy un pescador, y estaba pescando tranquila-mente debajo
del puente cuando, de pronto, estas botas cayeron encima de mis redes
y me las destrozaron.
El
hombre, en efecto, sacó unas redes tan agujereadas que ya no servían
para nada. Pero Tresmillones se negó a pagarle, diciendo:
-¿Y
quién me asegura a mí que es verdad lo que dices? Lo más seguro es
que esas redes estuvieran rotas antes de que yo tirara mis botas.
El
hombre llamó a la justicia y de nuevo compareció Tresmillones ante
el juez.
-¿Otra
vez por aquí? -le preguntó. Bueno. Veamos qué es lo que ha
ocurrido esta vez -y el pescador relató punto por punto lo sucedido.
El
juez meditó durante unos segundos y dijo:
-Me
parece justo lo que pide este hombre. Como, además, vive de la pesca
y hoy no podrá salir a faenar, le darás cien mil monedas más.
-¡No
puede ser! -protestó Tresmillones. Estáis abusando de mí porque
sabéis que soy un hombre rico.
Pero,
al final, tuvo que pagar lo dictado por el juez.
Estaba
tan abatido que aquel día no comió. Toda la tarde la pasó contando
monedas. Cuando llegó a las ochocientas mil cuatrocientas catorce,
se dijo:
-Estas
botas me han traído la desgracia. Las quemaré y así no me causarán
más problemas.
Pero
estaban mojadas y, como eran tan grandes, apagaban el fuego.
-No
importa -continuó diciendo. Las pondré a secar en la ventana y esta
noche, cuando regrese, las quemaré.
Así
lo hizo. Las colgó de una cuerda y salió a ganar dinero. Cuando, al
atardecer, volvió a su casa, se encontró con que un enorme gentío
se había reunido bajo su ventana.
-¿Qué
pasa aquí? -preguntó, pensando que el emperador le había nombrado
consejero.
-Parece
ser que una bota ha matado a un niño -respondió una mujer-. Y
estamos esperando a que vuelva su dueño.
En
cuanto vieron a Tresmillones se abalanzaron sobre él para lincharle.
Fue afortunado que en aquel mismo instante pasara la justicia por su
calle.
-¿Qué
culpa tengo yo de que el niño muriera bajo mi ventana? -protestó
con energía Tresmillones. La muerte acecha en todos los sitios.
-Sí,
pero fue tu bota la que le abrió el cráneo -dijo uno de los
testigos.
-¡Imposible!
-volvió a gritar Tresmillones. Mi bota estaba bien atada de una
cuerda.
-Quizá
sí -replicó el testigo. Pero tu perro empezó a saltar y la bota
cayó a la calle.
El
juez no quiso indagar más. Se levantó y dijo:
-Pagarás
un millón de monedas de oro a los padres del niño y, si vuelves a
aparecer por aquí, te encerraré para siempre en la cárcel.
Tresmillones
no protestó esta vez. Estaba apenado porque, por su culpa, había
muerto un niño. Pagó lo que se le pedía y salió del patio de
audiencias. Entonces se dio cuenta de que llevaba las botas en la
mano y regresó corriendo al tribunal.
-¿Qué
quieres ahora? -le preguntó el juez. ¿No acabo de decirte que no
quería verte nunca más?
-Ciertamente
-respondió Tresmillones. pero quiero que encierres a estas botas.
-¿Estás
mal de la cabeza? ¿Cómo voy a meter a unas botas en la cárcel?
-Pues
porque si siguen conmigo -volvió a responder Tresmillones- no tendré
dinero con qué indemnizar a sus víctimas y seré yo quien me pudra
en prisión.
El
juez sonrió y accedió a su ruego. A Tresmillones no le quedaba ya
ni una moneda de cobre.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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