A
Yang-Bao le atraían todos los animales, pero eran los de menor
tamaño los que más le gustaban. Sus padres no se oponían a que los
guardara en casa y él la había convertido en una parte más del
bosque. Entre sus pobres paredes se escuchaban todo el día los
cantos del grillo y el croar de las ranas.
-Dejémosle
que se divierta a su manera -decía su madre, ya que estoy muy
enferma y no puedo cuidarle.
Su
padre asentía y murmuraba, pensativo:
-Somos
tan pobres que ni juguetes podemos comprarle.
Y
le venían a la mente los muchos negocios que había iniciado y que
siempre habían terminado mal.
Un
día oyó que en el mercado de la ciudad vendían alcuzas de cobre.
«Podría comprarlas a un precio bueno y venderlas después en la
aldea», se dijo, entusiasmado.
Inmediatamente
se puso a hacer los preparativos del viaje. Yang-Bao jamás había
estado en la ciudad; así que, tanto suplicó a su padre que le
llevara, que terminó saliéndose con la suya.
-Le
sentará bien al chico salir de aquí -comentó con su esposa. En el
mundo hay más seres que grillos y ranas -y a la mujer le pareció
bien.
Yang-Bao
se quedó asombrado de la extensión del bosque. Pero lo que más le
llamó la atención fue la variedad de trinos que lo poblaban.
-¿Acaso
hay tantos pájaros distintos? -preguntó, extasiado, y su padre
sonrió, satisfecho.
A
mitad de camino tenían que atravesar un puente. Era, en realidad, un
tronco que unía las dos orillas de un arroyo. A Yang-Bao le dio
vértigo y no quería cruzarlo. Su padre le dijo:
-Si
no te decides ahora, no podremos llegar a tiempo a la aldea y tu
madre se quedará sin las medicinas que necesita.
Yang-Bao
se armó de valor y comenzó a dar pasos inseguros sobre el tronco.
Sin embargo, a medio camino se volvió corriendo al punto de partida.
-¡Qué
lástima! ¡Lo estabas haciendo tan bien! -le animó su padre. ¿Por
qué has vuelto a desandar lo andado?
-Si
ya no tengo miedo -gritó Yang-Bao desde la otra orilla. ¿No lo has
oído? Hay un pájaro que se está quejando.
En
el bosque se escuchaban tantos cantos de ave que era prácticamente
imposible decir cuáles eran de alegría y cuáles de dolor. Su padre
no le hizo caso. La ciudad estaba lejos y continuó su camino.
-¡Se
puede estar muriendo! -volvió a gritar con impaciencia.
Su
padre se encontraba ya a mucha distancia y Yang-Bao temió perderse.
Corrió hasta alcanzarle, pero no dejó de llorar por el pájaro
moribundo.
-El
bosque es cruel. Tú mismo me lo has dicho muchas veces -decía entre
sollozo y sollozo. ¿Te imaginas qué será de ese pajarito que está
agonizando? Seguro que se lo comerán las hormigas.
El
padre se sintió conmovido y decidió volver a orillas del arroyo.
«Al fin y al cabo -se dijo- no importa mucho llegar al mercado, si
puede salvarse una vida.»
Atravesaron
el tronco y Yang-Bao se puso en seguida a buscar entre las hojas. Por
fin, encontró al pájaro que se estaba quejando. Era un pequeño
gorrión amarillo. Tenía una herida en el pecho, un ala desgarrada y
una pata partida. Las hormigas, en efecto, habían empezado ya a
atacarle.
-¿Ves
cómo era verdad? -preguntó el niño, y le tomó con cuidado en sus
manos.
Su
padre también se compadeció de él. Era triste ver a un pájaro en
tan lamentable estado. Le entablilló la pata, y con unas hierbas que
encontró allí mismo le curó las heridas. Pero perdió mucho tiempo
buscando las plantas medicinales y no pudo llegar a tiempo al
mercado.
-No
importa -le tranquilizó su esposa. Nuestro hijo está radiante de
felicidad y eso para mí cuenta más que el dinero.
Yang-Bao
pasó toda la noche al lado del gorrión herido. A la mañana
siguiente había mejorado tanto que hasta comió unos granos de
arroz. A partir de aquel día se convirtió en su amigo más
inseparable y poco a poco fueron desapareciendo de su casa los
grillos y las ranas.
-Hasta
yo misma les echo ahora de menos -dijo la madre, cuando no quedó ni
un solo grillo. De alguna forma acompañaban mis noches de insomnio.
Espero que Yang-Bao no se encuentre muy solo cuando el pájaro se
vaya.
-¿Por
qué habría de irse? -preguntó el padre. Aquí le tratamos bien.
Pero
un día, al regresar del campo, Yang-Bao vio una enorme cantidad de
pájaros alrededor de la jaula del gorrión amarillo. Piaban y
revoloteaban, como si le invitaran a seguirlos.
-Tendrás
que soltarle -le aconsejó su padre. Ya está completa-mente curado.
Yang-Bao
no quiso hacerlo, pero, al fin, comprendió que la única jaula que
podía contener a un gorrión era el bosque.
-No
te preocupes -le dijo llorando. Te llevaré con los tuyos -y antes de
que hubiera transcurrido el mediodía llevó su pequeña jaula de
bambú a orillas del arroyo y le dejó escapar.
Yang-Bao
no volvió a criar ni grillos ni ranas. Ahora se pasaba todo el
tiempo pensando en su amigo, el gorrión amarillo. Todos los días,
de hecho, acudía al sitio donde le había visto por última vez.
Allí miraba hacia las copas de los árboles hasta que le dolía la
nuca. Pero nunca más volvió a verle.
-Deberías
estar contento -decía su madre, para alegrarlo. Tu gorrión vive ya
entre los suyos. Contigo ni siquiera podía hablar.
Yang-Bao
le sonreía porque eso era lo que esperaba su madre de él. Pero
continuó acudiendo todos los días al arroyo.
Un
día se encontró allí con un niño. Aparentaba tener su misma edad
y, cosa curiosa, todos sus vestidos eran amarillos. Estaba escarbando
con sus manos en la tierra en busca de orugas, pero no tenía caña.
-¿Con
qué vas a pescar, si ni siquiera tienes caña? -le preguntó,
burlón, Yang-Bao.
El
niño levantó la cabeza y sonrió con dulzura.
-¿Pescar?
¿Quién habla de pescar? -preguntó. Nosotros nunca pescamos. Tú lo
sabes bien.
-¿Yo?
¿Por qué habría de saber yo vuestras costumbres? Aquí nadie viste
de amarillo.
-Tú
fuiste muy bueno conmigo -volvió a decir el niño. Si miras debajo
de la tercera teja del alero de tu casa, encontrarás tu recompensa.
Yang-Bao
comprendió entonces que aquel muchacho era el gorrión amarillo.
Extendió la mano para acariciarle, pero el pájaro remontó las
copas de los árboles y se perdió en la altura.
Sus
padres no querían creerle cuando les contó lo sucedido. Se pusieron
muy tristes, porque pensaban que Yang-Bao había perdido el juicio.
-Ese
chico ha cambiado mucho desde que se deshizo del gorrión -se lamentó
su madre. Sería fantástico si pudiéramos regalarle otro pájaro
igual.
-Sí
-afirmó su padre. Pero, ¿en dónde podemos hacernos con un gorrión
amarillo?
Sin
embargo, Yang-Bao no deseaba más pájaros. Sólo quería que su
padre se subiera al tejado y levantara la tercera teja del alero.
Resultaba demasiado alto para él.
-¿Es
eso pedirte tanto? -le suplicaba cada noche.
Por
fin, sin que se enterara su esposa, una mañana subió al tejado.
Metió la mano bajo la teja que le había dicho su hijo y encontró
tres brazaletes de oro. Estaban trabajados con tosquedad, pero su
belleza era increíble.
-¿Ves
cómo no eran locuras mías? -preguntó Yang-Bao. Déjame ponerme
uno.
Sus
padres se pusieron los otros dos y a partir de aquel día su suerte
cambió por completo: la madre se curó de la enfermedad que había
padecido durante más de diez años y al padre comenzaron a salirle
bien los negocios.
El
pequeño Yang-Bao llegó a ser funcionario real. En su vejez, cuando
alguien se quejaba de la fealdad de los gorriones, se quitaba el
brazalete y lo ponía en el suelo. Al punto acudían dos o tres
pajarillos. Cuando remontaban el vuelo, iban teñidos de oro.
-¿Cómo
puedes hacer eso, anciano Yang? -le preguntaban los jóvenes.
-¿Hacer
qué? Lo que habéis visto es sólo el color del agradecimiento.
Y
les contaba la extraña historia del gorrión que se transformó en
niño.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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