Se
apellidaba Siete, pero, como nunca decía la verdad, todos le
conocían por el mentiroso Siete. Un día se llegó hasta el mercado
y dijo al carnicero:
-Prepara
cincuenta kilos de la mejor carne y envíalos a casa de mi tío.
-¿Qué
ha ocurrido? -le preguntó, asombrado, el carnicero. ¿Tanto tiempo
lleva tu tío sin comer?
-¡Qué
va! -respondió el mentiroso Siete. Va a dar una fiesta y ha invitado
a trescientas personas.
El
carnicero se puso muy contento porque nunca había vendido tanta
carne junta.
Después
fue a ver al vendedor de pollos y le dijo:
-Mi
tío necesita trescientos pollos para esta noche.
-¿Para
qué quiere tantos? -le preguntó el vendedor. ¿Acaso no puede
levantarse por la mañana y quiere que todos canten a la vez?
-No,
no es eso -replicó el mentiroso Siete. Mi tío va a dar una fiesta a
trescientos invitados.
-¡Ah!
Si es así... -y se quedó frotándose las manos, porque nunca había
vendido tantos pollos a la vez.
A
continuación fue al vendedor de licores y le dijo:
-Lleva
trescientas botellas del mejor vino de arroz a casa de mi tío.
-¿Tan
triste está? -preguntó el vendedor de licores. ¿Desde cuándo tu
tío, que es una persona sensata, ahoga todas sus penas en alcohol?
-Estás
equivocado -replicó el mentiroso Siete. A mi tío no le gusta el
vino. Quiere trescientas botellas porque tal es el número de
invitados que tiene esta noche en su casa.
-Le
serviré como se merece tan buen cliente -respondió el vendedor de
licores, y aquella tarde en su bodega no se sirvió más vino.
El
mentiroso Siete regresó entonces a la casa de su tío. Estaba
satisfecho de sus mentiras, pero, al ver a su tía, se puso a llorar.
-¿Qué
es lo que pasa? -preguntó,
alarmada, la tía.
-¿Acaso
no lo sabes? -respondió el mentiroso Siete. El tío ha sufrido un
terrible accidente en el campo. Como no le podían traer en brazos
hasta aquí, me han enviado a mí para que me haga con una camilla.
Entonces
agarró la puerta de la casa y se la cargó a la espalda. Cuando le
vio con ella su tío, que, en efecto, estaba en los campos, le
preguntó:
-¿Puede
saberse qué haces con la puerta de mi casa?
-¿Es
que no lo sabes? -preguntó, compungido, el mentiroso Siete. En la
aldea todo el mundo no hace más que hablar de ello. Tu casa se ha
quemado totalmente y yo sólo he podido salvar esta puerta.
El
tío dejó el arado y corrió, preocupado, hacia su casa. Al llegar a
ella vio que no había ocurrido nada de lo que le había dicho su
sobrino. Había, ciertamente, mucha gente allí, pero todos llevaban
carne, pollos y vino.
-Así
que no es verdad que estabas en la agonía -le dijo la tía.
-Ya
lo ves -respondió el tío. Estoy cansado por la carrera, pero me
encuentro perfectamente.
-Ya
me parecía a mí. Nadie que esté a las puertas de la muerte puede
encargar tal cantidad de comida.
El
tío se puso furioso, pero tuvo que quedarse con lo que el mentiroso
Siete había encargado.
-Ese
muchacho es incorregible -dijo, enfadado.
-Tienes
que castigarle -repitió la tía. Esto es obra suya. Seguro que ha
pensado comer como un príncipe durante meses y ha encargado todos
estos pollos.
En
cuanto el mentiroso Siete apareció por la puerta, el tío le agarró
por el cuello y le encerró en el desván. Pero la noche era fría. A
eso de las tres de la madrugada se despertó preocupado y empezó a
pensar: «Debe estar pasando un frío terrible. Si no le subo unas
mantas puede coger una pulmonía.»
Sin
embargo, al entrar en el desván, vio que el mentiroso Siete estaba
tan dormido como un tronco.
-¿Cómo
puedes dormir con este frío? -le preguntó el tío. La noche es tan
mala que ni los lobos se habrán atrevido a salir de sus guaridas.
-Es
posible que haga frío -replicó el mentiroso Siete, pero yo no lo
noto, porque llevo puesto este abrigo.
-¿Ese
abrigo? Está raído y no abriga nada.
-¡No
digas tonterías! contestó el mentiroso Siete. Está hecho de algas.
Me lo regaló el otro día el rey del mar. Te lo cambio por tu abrigo
y siete monedas de plata.
El
tío se sintió avergonzado de abusar de esta forma de su sobrino,
pero terminó aceptando.
A
la mañana siguiente el mentiroso Siete salió a pasear con su abrigo
nuevo. En la puerta misma del mercado se encontró a un cheposo que
llevaba un saco lleno de patos.
-¿Cómo
vas tan derrengado? -le preguntó el mentiroso Siete. ¿Tanto pesan
esos patos?
-¡No
seas ridículo! -respondió el cheposo. ¿No ves que tengo chepa?
-¿Chepa?
-volvió a preguntar el mentiroso Siete. Creí que ya no quedaba
ninguna en todo el reino. Curar esa enfermedad es muy sencillo.
-¿Que
tiene curación dices? -dijo, esperanzado, el cheposo.
-Por
supuesto que sí -respondió el mentiroso Siete. Te metes en una
bolsa y te quedas en ellas un día entero. A la mañana siguiente la
chepa ha desaparecido.
Ni
corto ni perezoso, el cheposo se metió en el saco. El mentiroso
Siete cogió entonces los patos y los vendió. Eran tantos que le
dieron quince monedas de plata por ellos. Cuando llegó a casa, su
tío le agarró por el cuello y le dijo:
-¡Me
has engañado! Este abrigo está hecho de papel. He pasado tanto frío
con él que he estado a punto de morirme.
-Cosa
rara -replicó el mentiroso Siete. Mi suegro, el rey del mar, me
aseguró que con este abrigo nadie podía pasar frío.
-¿Tu
suegro? -preguntó, asombrado, el tío. ¿Desde cuándo el rey del
mar es suegro tuyo?
-Desde
hoy. Esta madrugada me he casado con su hija. Entonces sacó siete
monedas de plata y continuó diciendo:
-Ya
ves: me ha colmado de riquezas. A partir de ahora nunca más me
faltará dinero.
-Esas
son las monedas que me timaste a mí -protestó el tío.
-¿Y
qué me dices de éstas? -volvió a preguntar el mentiroso Siete,
sacando las quince que le habían dado por los patos. ¿De dónde
podría haber obtenido yo tanto dinero, si no me las hubiera dado el
rey del mar? ¿Quieres ir a verle conmigo?
El
tío estaba tan orgulloso de su sobrino, que aceptó de inmediato.
Subió en su barca y siguió a la del mentiroso Siete. Pero pronto se
levantó una tempestad y, como no era pescador, la embarcación se
terminó hundiendo.
-¿Cómo
te has atrevido a llegar hasta mi palacio? -le preguntó, enfurecido,
el rey del mar. ¿No sabías que a ningún hombre le está permitido
hacerlo?
-¡Claro
que sí! -replicó el tío.
Pero como venía con vuestro yerno, yo pensé que...
-¿Mi
yerno? -bramó el rey del mar.
El
tío le contó entonces todo lo ocurrido.
-Que
tres de mis mejores guerreros vayan a la playa y traigan ante mí a
ese impostor -ordenó el rey del mar. Quiero saber de dónde se ha
sacado esas historias.
Inmediatamente
tres gambas aguerridas se dirigieron a la costa. Cuando llegaron a la
casa del mentiroso Siete vieron que había preparado cuatro enormes
perolas de agua hirviendo.
-¡Hombre,
justamente lo que necesitaba! -dijo, al verlas. Yo soy el mejor
artista de este reino. ¡Lástima que seáis sólo tres, porque estoy
haciendo un cuadro con cáscaras de gambas y necesito cuatro!
En
cuanto lo oyeron, las tres gambas guerreras se precipitaron,
despavoridas, en el mar. El rey de los océanos envió entonces a su
más valiente general. Era un enorme cangrejo. Llevaba en su pinza
izquierda una espada y en la derecha el estandarte del rey del mar.
-¿A
quién buscas? -le preguntó el mentiroso Siete, montado en un
carabao.
-A
un impostor que se hace pasar por el yerno del rey del mar -respondió
el cangrejo. ¿Le conoces?
-Por
supuesto que sí -replicó el mentiroso Siete. Pero me extraña que
puedas darle alcance con ese caballo.
-¿Qué
tiene de malo este caballo? -volvió a preguntar, malhumorado el
cangrejo. Puede recorrer mil millas en una hora.
-¿No
os lo decía yo? -dijo el mentiroso Siete. Es demasiado lento. Este
carabao puede andar dos mil millas en ese mismo tiempo.
-¿Por
qué no me le cambias? -preguntó el cangrejo. Al fin y al cabo, tú
no tienes que perseguir a ningún bandido.
Y
en seguida cerraron el trato.
Sin
embargo, nadie en la aldea creyó qué aquel caballo pudiera correr
tan deprisa. Para demostrárselo, el mentiroso Siete montó en él.
El caballo salió lanzado como una flecha y se precipitó en el mar.
El
mentiroso Siete se ahogó en sus aguas y nadie volvió a saber más
de él. Algunos dicen que embaucó al rey del mar y, en efecto, se
casó con su hija. ¿Quién puede saberlo? Los mentirosos no son
nunca de fiar.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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