El siglo XV llegaba a su fin, como
también había llegado el fin para la primera ciudad fundada por Colón en
América: La Isabela ,
en la isla de Quisqueya o Haití, denominada por los colonizadores como La Española.
La vieja Isabela había sido
abandonada. Las hierbas crecían libres en las calles y los helechos se iban
adueñando de la humedad que quedaba en las divisiones entre pieza y pieza de
piedra. La Isabela
había muerto, al menos para los humanos, para aquellos hombres de final del
siglo XV época de caballeros, capa y espada, porque en las noches, con la
complicidad de la luna, las sombras con su movimiento se apoderaban de la
ciudad.
Aquello, desde la alta luna hasta
las bajas sombras, era misterioso, muy misterioso: lejanos ruidos de cadenas
que se arrastraban, de pesadas espadas metálicas que chocaban, de voces
perdidas, de espuelas que chirriaban al rozar la piel de las botas; y de
pronto... el aire se hacía pesado, quedando como preso en tres capas de sendos
caballeros que, al mismo paso y con vestimenta negra, reflejaban la luna llena
en sus espadas al cinto.
Al día siguiente, como pólvora
encendida, se extendía la noticia...
-¡Protégenos, Señor, bajo tu luz!
Pero, así como aparecían estos tres
caballeros salidos de la noche, así desaparecían por encanto entrando en ella.
Hablaban poco, sólo unas frases que, de tanto repetirlas, eran conocidas en el
pueblo más cercano: "¿Dó vais, cristianos?", o bien: "¡Alto,
caminante!" En ocasiones: "¿Nos buscáis, familia?" Pero otras
veces la frase era más agresiva: "¡Alto! ¡A duelo!"...
Nadie podía repetir estas frases en
el pueblo, ni aun fuese en broma.
Los caballeros, de esbelta y negra
figura, hacían su aparición siempre juntos. Se llegaba a decir con insistencia
que eran las almas en pena de los primeros fundadores de La Isabela.
Cierta noche memorable, el cura,
tal vez el hombre más valiente de toda la comarca, se armó de más valor y fue
él solo y a caballo a una cita no concertada...
Era viernes; la hora debía ser las
diez o algo faltaba.
La solitaria campanilla del padre
se escuchaba desde lejos, intermitente-mente, mucho mejor que las pisadas de su
cabalgadura. El pueblo rezaba en la iglesia, y hacía algunas pausas para
escuchar la campanilla que movía con la mano el cura, lejana pero tranquilizadora,
porque era señal de que aún no pasaba nada.
De pronto, en medio de un avemaría,
un silencio enorme, en las ruinas y en el pueblo... Ni campanillas, ni caballo,
ni rezos, ni aire, ni nada... El caballo, a galope solitario en su despavorida
huida, rompió el silencio.
El cura, a pie, enfrentaba
verdaderamente solo a los tres perso-najes encantados. El también tenía su capa
al aire. Si aquéllos tenían espadas al cinto, él tenía un cordón franciscano;
si ellos tenían sombrero, él tonsura; si ellos botas, éste alpargatas; si
ellos..., éste...
-¿Nos buscáis, familia? -Y se
rompieron la oscuridad y el silencio.
-¡Que Dios os bendiga, caminantes,
si no sois tres diablos!
Sonrieron a medias, y alineados uno
junto al otro iniciaron una reverencia. La pierna derecha se movió hacia atrás,
la capa se inclinó hacia abajo, las espadas se pusieron horizontales al
levantarse por detrás sus puntas.
El padre, con el corazón en dúo con
el galope de la ya muy lejana cabalgadura, levantó su crucifijo por encima de
su frente...
-Padre nuestro, que estás...
No lo dejaron terminar; finalizaron
su reverencia al saludar levantando los sombreros. Ante los ojos atónitos del
padre Francisco, las cabezas permanecieron unidas al sombrero, y en las golas[1]
de sus camisas se vieron resaltar los cuellos rotos...
-¡Que Dios también os bendiga,
padre!
Y desaparecieron, pero no para
siempre.
Por muchos años, los ojos de los
grillos, murciélagos, cocuyos[2],
lechuzas y mariposas nocturnas se espantaron en las primeras ruinas isabelinas
ante la aparición de los tres, entre ellos, amigos y antiguos caballeros de la Colonia , con sombrero de
copa y sonido de botas y espadas...
-¡Alto, caminante!
Con el paso de los siglos, se
perdieron los techos y las paredes de las ruinas de La Isabela. De los tres
caballeros cuentan, en cambio, que a veces son vistos en la noche saltando
tapias de muy antiguas casas y corriendo -a buen paso- en las calles empedradas
de la ciudad colonial de Santo Domingo, ciudad heredera de tantas cosas de la
antigua Isabela.
074. anonimo (republica dominicana)
[1] Gola: Cuello muy trabajado y adornado que se usaba en las antiguas camisas. Las represen-taciones gráficas de Cervantes, Lope de Vega, Góngora y otros muestran ese cuello engolado. De ahí procede la expresión “engolar la voz” que es hacerla más grave y adornada.
[2] Cocuyo: Insecto coleóptero, luciérnaga, que emite luz verdosa
visible en la noche.
Muy bn este cuento me lo dieron ya.. 😃😃
ResponderEliminarEse no es el original
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