Esta era una vez que
había un muchacho a quien llamaban Juan Bobo por ser medio tonto, zángano y
estúpido.
Un día su madre le mandó
al pueblo a comprar tres cosas: carne, melao[1]
y unas agujas.
Aparejó la yegüita con
las banastas y se fue Juan Bobo al pueblo a cumplir el encargo. Compró el melao
y lo echó en las banastas; la carne y las agujas fueron puestas también con el
melao en las banastas.
Volvió Juan Bobo a su
casa y trajo carne llena de melao, pero no trajo ni agujas ni melao. Ambas
cosas se habían perdido en el camino, sobre todo el melao, que además de ser
comido por un número inmenso de moscas que acompañaban a Juan Bobo, había ido
destilándose constantemente por entre el tejido de las banastas.
Cuando llegó el Bobo y la
madre vio lo que había hecho el muy estúpido, le pegaba y le decía:
-¡Animal! ¡Si es que eres
un animal! ¿Cómo vas a derramar el melao en las banastas y quieres que llegue
aquí? ¡Y las agujas! Tenían que salirse por los agujeros; no eres más que un
bruto; no puede mandársete a hacer nada.
-Mamá, no se apure usté
-decía Juan Bobo. El melao se lo comieron las señoritas del manto prieto, pero
mañana mismo voy a denunciarlas donde el señor juez.
-Déjate de tonterías,
Bobo; eres más bobo que los bobos. Si no fuera porque te necesito, ya te
hubiera botado por esos mundos, porque no sirves para nada; eres, al contrario,
una carga.
-Mamá, no se apure usté;
mañana denuncio a las señoritas del manto prieto.
-Ve ahora a pedirle la
olla de tres patas a la comae[2]
para hacer un guiso con la carne. Pero avanza, que no puedo perder el tiempo.
Fue Juan Bobo donde la
comae y le pidió la olla. Esta era un caldero de esos que se usaban antes, de
hierro, con tres patas y muy grande.
Cogió Juan Bobo la olla y
salió con ella. Yendo por el camino que conducía a su casa, puso la olla en el
suelo y le decía:
-Mira, ya yo estoy
cansado de llevarte, tú tienes tres patas y puedes andar mejor que yo. Camina
adelante, que yo voy detrás.
-Y como la olla se quedara en el mismo sitio, le decía:
-Y como la olla se quedara en el mismo sitio, le decía:
-¿Qué te pasa? ¿No sabes
el camino? Pues yo me voy adelante; sígueme.
-Pero la olla no se movía.
-Pero la olla no se movía.
-Haragana, eso es lo que
tienes; que eres una haragana; te gusta que te lleve al hombro y tú no caminar.
Pues está bonito eso, que tú con tres patas y yo con dos te tenga que cargar a
ti. No, señor, tú tienes que caminar.
Y con un palo o garrote
que llevaba le daba furioso y la empujaba con los pies.
-Anda, anda haragana;
avanza, que mamá nos está esperando.
Mas al llegar a un sitio
donde el camino se dividía en dos vereditas, a la bajada del cerro, cogió Juan
Bobo a la olla perezosa, y poniéndola en una de las veredas, le dijo:
-Oye, tú coges por aquí y
andas lo más ligero que puedas. Yo cojo por aquella veredita y ando bien
ligero. A ver quién llega primero, tú o yo.
-Bueno, ya estamos
-gritaba Juan Bobo del otro camino. A la una, a las dos y a las tres.
Y pies para qué te quiero
iba Juan Bobo cuesta abajo que no lo cogía nadie. Fatigado llegó a su casa y
seguida fue donde la mamá y le preguntó:
-Mamá, ¿ha llegado ya?
¿Llegó?
-Pero, muchacho, ¿que si
llegó quién?
-La olla, mamá, la olla.
Nos echamos a ver quién llegaba primero.
-Juan Bobo, te mato; hoy,
te mato. No seas estúpido, muchacho. Vete, vete ligero a buscarme esa olla -gritaba
la madre furiosa.
El Bobo, furioso, lleno
de miedo, fue cerro arriba y se desquitó los improperios que le había dicho la
madre contra la olla.
-Lo ves, haragana. No
tienes consideración. Por culpa tuya me iba a pegar mamá; por poco me coge si
no me vengo ligero. Ahora es que te las voy a cobrar; te debería dar vergüenza,
tú con tres patas y yo con dos solamente, y, sin embargo, llegué primero.
-Diciéndole esto, le daba de patadas.
Como la vereda estaba en
una pendiente, al impulso que recibió de las patadas, rodó la olla cuesta
abajo.
-¿Cómo, ahora corres? -decía
Juan yéndola detrás. ¿Cogiste miedo? Llegaron por fin Juan Bobo y la olla
haragana. Al día siguiente temprano Juan Bobo hablaba con el juez.
-Señor juez -decía,
denuncio a las señoritas del manto prieto por
haberse comido el melao.
-¿Quiénes son tales
señoritas? -preguntaba el juez.
-Esas, ésas mismas que ve
ahí -le contestó; y le señalaba unas cuantas moscas que estaban paradas en una
mesa.
-¡Ah!, las señoritas del
manto prieto; tú quieres decir las moscas.
-Eso mismo, eso es. Ellas
me cogieron el melao. Y quiero vengarme o que me paguen.
-Juan, escucha lo que vas
a hacer -decía el juez lleno de risa. Dondequiera que veas una de esas
señoritas, con ese mismo garrote que llevas, le das en seguida y las matas. Es
muy sencillo, ¿verdad?
-Muy bien, señor juez -y
en ese mismo momento, ¡tras!, descargó un golpetazo inmenso sobre la cabeza del
desgraciado juez. Se le había parado una señorita del manto prieto sobre la
calva.
Juan fue a la cárcel, pero
ni aun allí le dejaron tranquilo las provocativas señoritas del manto prieto.
Cuento acabao y arroz con
melao; a mi compañero que me cuente otro más salao.
Cuento popular
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076. anonimo (puerto rico)
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