En cierta
ocasión un zar, que reinaba en una extensa comarca de Rusia, se despidió de su
esposa, la zarina, porque debía alejarse al mando de sus ejércitos, con objeto
de combatir a un poderoso enemigo que acababa de invadir sus dominios.
La zarina se
quedó muy desconsolada, porque amaba en extremo a su señor. Y todos los días al
amanecer, sentábase la pobrecilla ante una de las ventanas de sus habitaciones
y allí permanecía hasta que daba la media noche, en espera del regreso del zar.
De este modo
transcurrieron los días. Pasó el verano, llegó el otoño, las nieves invernales
cubrieron los campos, y a la primavera siguiente aun no había regresado el
poderoso zar, ni se tenía ninguna noticia de él o de sus guerreros.
Mientras tanto,
la zarina había dado a luz a una hermosa niña. Y cuando la pequeñuela contaba
algunas semanas de edad, regresó, por fin, su padre de la larga y fatigosa
guerra. La zarina, que había sufrido mucho durante su ausencia, no pudo
resistir la alegría que le dio aquel regreso tan esperado y apenas hubo
abrazado al zar, cayó inanimada en brazos de sus damas y exhaló el último
suspiro.
Inútil es decir
cuanto sintió el zar aquella desgracia inmensa. Ordenó que la corte observase
el luto más riguroso y se encerró en sus habitaciones particulares, sin querer
ocuparse en cosa alguna, pero el tiempo acabó calmando y suavizando su infinita
pena y, poco a poco, olvidó a su amada zarina. Y, al fin, ya fue capaz de
recordarla sin que por eso se borrase la sonrisa de sus labios. Además, nadie
ha oído decir nunca que un zar pueda vivir sin estar casado. Los cortesanos del
soberano empezaron a hacer algunas alusiones y viendo que eran bien acogidas,
terminaron proponiendo a su señor que contrajese matrimonio con alguna de las
princesas de los reinos vecinos. Y el zar se dejó convencer y eligió a una de
aquellas jóve-nes, de modo que unos meses después contrajo segundas nupcias.
La nueva zarina
era extraordinariamente bella, esbelta y muy graciosa. Tenía un porte digno y
majestuoso, y todo, en una palabra, era seductor en ella. Pero eso solamente
por lo que se refiere a su aspecto exterior, porque tenía un alma malvada,
propensa a dejarse dominar por la ira, el orgullo y la envidia. Por toda dote, llevó
al palacio del zar un espejo formado por una lámina de plata que, al parecer,
no se diferenciaba en nada de los demás. Pero aquel espejo estaba encantado,
hablaba y contestaba a las preguntas que se le dirigían. La zarina, cuantas
veces se hallaba a solas, en su tocador, se miraba al espejo y le preguntaba:
-Vamos a ver,
espejo mío. Tú sabes la verdad y eres incapaz de mentir. Dime cual es la mujer
más hermosa de la Tierra y la zarina más bella de cuantas existen.
-Tú, señora,
-contestaba el espejo- eres la más hermosa de todas las mujeres y la zarina más
bella del mundo entero.
Aquella
respuesta llenaba de satisfacción, orgullo y vanidad a la joven soberana, que,
de día en día, manifestaba mayor desdén por todos cuantos la rodeaban.
Mientras tanto,
en el palacio del zar, crecía y se desarrollaba la princesita. Y sus ayas
estaban locas por ella, tanta era su bondad y su belleza. Además, estaba dotada
de tal simpatía, que todos cuantos tenían ocasión de tratarla o de verla
siquiera, habrían dado gustosos la vida por ella.
La zarina apenas
cuidaba de su hijastra. Sólo la veía en raras ocasiones y aun entonces ni
siquiera se fijaba en ella, porque, según ya hemos dicho, estaba tan persuadida
de su propio valer, que no hacía caso de nada ni de nadie. Vivía únicamente
concentrada en la contemplación y admiración de su propia belleza y no tenía
ojos para nada más.
Cierto día, y
cuando ya habían transcurrido algunos años desde la muerte de la primera
zarina, llegó un correo al palacio del zar, pidió audiencia del soberano y
cuando éste se la hubo concedido, le presentó sus credenciales de embajador
extraordinario de un reino vecino y, al mismo tiempo, una petición formal de la
mano de la hija del zar para el príncipe Alexis, hijo y heredero del zar
vecino.
El padre de la
joven reflexionó unos instantes y creyendo que la boda sería ventajosa desde
todos los puntos de vista, tanto políticos como familiares, consintió en
acceder a la petición que le hacía el embajador, anunciando, además, que
dotaría a su hija dándole siete ricas y prósperas ciudades de su reino, que se
dedicaban al comercio, y un centenar de espléndidos palacios. Y con este motivo
el zar dio la orden de que se celebrasen espléndidas fiestas en el reino, para
celebrar el noviazgo de la princesita y rogó a sus súbditos que participasen de
la alegría que él experimentaba.
Todo el mundo
oyó, complacido, aquellas felices nuevas. Aquel día, la zarina, después de
haberse vestido y acicalado, se volvió, como de costum-bre, al espejo de plata y
le dirigió la misma pregunta que le hacía siempre. Pero el espejo le dio una
respuesta extraordinaria.
-Tú, señora, -le
contestó eres muy hermosa y, hasta hoy,
habías aven-tajado a todas las demás mujeres, pero ahora la princesa, que acaba
de ser prometida al príncipe Alexis, te ha dejado en segundo lugar, porque es
mucho más hermosa que tú.
Aquella
respuesta inesperada, llenó a la zarina de enojo e, impulsada por él, arrojó
el espejo al suelo, creyendo que, por primera vez, habla mentido.
-¡Embustero!
-exclamó-. ¿Cómo te atreves a decirme eso? ¿Cómo es posible que la princesa
pueda soñar, siquiera, en compararse conmigo? Bien la he mirado algunas veces y
sé que eso no es cierto. Has mentido, espejo.
-He dicho la
verdad -contestó el espejo, desde el suelo-. La princesita es mucho más hermosa
que tú.
-Bueno - exclamó
la zarina. Tú y yo hemos acabado para siempre. No me sirves.
Y, de un
puntapié, arrojó el espejo a un rincón.
Quedóse
reflexiva, llena de enojo y de ira, y trató de recordar las facciones y la
figura de su rival. Poco a poco tuvo que confesarse que, en efecto, la princesa
era mucho más hermosa que ella. Acerca del particular no cabía ninguna duda. Y
sintió un hondo pesar.
Por último y
después de largas reflexiones, comprendió que nunca más podría vivir feliz mientras
existiese su joven rival, a la que ya odiaba con toda su alma. Tuvo una idea
que, en el primer momento, le dio un escalofrio de miedo, pero luego, poco a
poco, se zamiliarizó con ella y, al fin, resolvió ponerla en ejecución.
Llamó a una de
sus doncellas, en la que más confianza tenía y le ordenó que se llevara a la
princesa a lo más profundo de un bosque y que la atara al tronco de un pino
corpulento, con objeto de que la devorasen los lobos.
La pobre mujer
quedó aterrada al oír aquella orden, pero no se atrevió a replicar una sola
palabra, porque de sobra conocía el carácter violento e injusto de la zarina. Y
en cuanto se hubo alejado de ella, se preguntó si habría algún modo de eludir
el cumplimiento de aquella orden cruel. Pero, como no lo encontrase, se decidió
al fin a obedecer. Llamó a la joven princesa y le propuso ir a dar un paseo por
el bosque. La niña aceptó complacida, pero al ver que se aleja-ban mucho del
palacio, empezó a asustarse. Miró a su compañera y pudo notar que le dirigía
miradas muy raras.
Crecía por
momentos el susto de la joven y, al fin, adivinando el propósito de su
compañera, se volvió a ella y le dijo:
-Vamos a ver, mi
querida Natacha. ¿Estás enojada conmigo? Bien veo que abrigas muy malas
intenciones. Perdóname y no me hagas ningún mal. Cuando sea zarina, te
recompensaré por la bondad que ahora me demuestres.
-Lo cierto es,
princesa -contestó la doncella- que no me atrevo a volver contigo a palacio. La
zarina me ha mandado que te dejase atada al tronco de un árbol y si no obedezco,
a mi regreso me condenará a muerte. No sé que hacer, porque, desde luego, no
pien-so, ni por un momento, en ser la causa de tu muerte. No llores,
prin-cesita. Mira, lo mejor que puedes hacer, es alejarte, buscar refugio donde
lo encuentres y Dios quiera protegerte y librarte de todo mal.
La princesa,
entre lágrimas, dio gracias a Natacha por la clemencia que con ella usaba y se
alejó a través del bosque. En cuanto la servidora estuvo de regreso en palacio,
la llamó la zarina, preguntándole:
-¿Dónde está
ahora esta princesa?
-Como me
ordenaste, señora –contestó Natacha- la he dejado atada al tronco de un pino y
en pleno bosque. No podrá evitarlos ataques de las fieras. Y estoy persuadida
de que no tardará en morir.
Hábilmente, la
zarina hizo cundir el rumor de la muerte de la princesa. El duelo fue general
en toda la nación, porque grandes y pequeños, y pobres y ricos, todos adoraban
a la hermosa niña, cuya bondad muchos habían experimentado. Y el zar, por su
parte, tuvo también una pena inmensa y se encerró en sus habitaciones para
llorar la pérdida de su única y adorada hija. El embajador del reino vecino
regresó a su patria portador de aquella infausta noticia y el príncipe Alexis,
al conocerla, quiso enterarse de pormenores. Mas como observara cierta vaguedad
inexplicable y rara en aquel asunto, quedó persuadido de que en todo aquel
asunto había algo misterioso e inexplicable, y se dijo que, tal vez, la verdad
fuese algo mas agradable. Por todas estas razones montó a caballo y salió
dispuesto a enterarse detalladamente de lo sucedido y, en caso necesario, a
buscar a la princesa.
Ella, mientras
tanto, iba errabunda por el bosque, de día y de noche, sin que ninguno de sus
habitantes pensara siquiera en hacerle el menor daño. Cuando se acercaba algún lobo,
ella lo esperaba sin temor, le dirigía alegremente la palabra y luego posaba
sus manecitas en la cabeza de la fiera, para acariciársela. De este modo
lograba evitar sus ataques. Siguió andando la princesa y cuando empezaba a
amanecer, oyó unos ladridos. No tardó en descubrir a lo lejos una casa, cuya
puerta vigilaba un perro. Y el animal, en cuanto vio a la princesa, echó a
correr a su encuentro, dando alegres saltos y gemidos, para expresarle su
alegría y darle la bienvenida.
La joven
acarició al can, dirigiéndole algunas palabras amables y luego se acercó a la
casa y penetró en ella.
Vio una sala
bastante grande en la que había algunos bancos de roble, una gran mesa de la
misma madera y en un rincón una estufa de tamaño considerable. El aspecto de la
casa le dio a entender que allí habitaban algunos seres humanos que conocían la
paz del Señor, y por lo tanto, resolvió quedarse en aquella, vivienda, para
descansar. Pero antes, observando que la estancia tenía el suelo lleno de
polvo y que en ella había algunas cosas desordenadas, barrio y lo arregló todo
y, además, encendió fuego en la estufa y puso una vela ante el icono del Señor.
Hecho esto, y
sintiendo que ya no podía resistir más la fatiga, se dirigió a un dormitorio,
tendiéndose en la cama y se quedó profundamente dormida.
De este modo
transcurrió todo el día, y cuando la primera estrella empezó a brillar en el
cielo azul, el piafar de unos caballos interrumpió el silencio que reinaba en
aquel claro del bosque. Luego siete gigantes entraron en la casa, con los
rostros encendidos después del ejercicio cinegético a que acababan de
entregarse. Aquellos hombres gigantescos tenían el semblante casi cubierto por
sus bigotes y sus barbas, en extremo desarrollados. En cuanto el primero hubo
penetrado en el comedor, no pudo dejar de darse cuenta dé la limpieza y del
orden que allí reinaban y volviéndose a sus compañeros, exclamó:
-¡Qué cosa tan
niaravillosa y agradable! Fijaos, está barrido el suelo, todo muy ordenado, la
estufa encendida y, además, ante el icono arde una vela. Cualquiera podría
creer que nos han preparado una acogida cordial.
Los demás
murmuraron algunas palabras para expresar la satis-facción que sentían y luego
el primero, elevando la voz, exclamó:
-Quienquiera que
seas, tú que has preparado todo eso, preséntate a nosotros. Te prometo que
serás nuestro amigo. Si eres anciano y tu cabello ha encanecido, te honraremos
como si fueras nuestro señor. Si eres joven serás nuestro hermano y
participarás de nuestra vida. Si eres una dama serás considerada como madre
nuestra y cuidarás de esta casa. Y si eres doncella, gozarás de nuestra
protección y de nuestro fraternal cariño.
Su voz poderosa
resonó en la casa y despertó a la princesa. Y penetrada de profunda confianza,
puesto que el tono de aquella voz le daba a entender su sinceridad y que no
tenía que recelar ningún mal, se apresuró a saltar de la cama y, llena de
rubor, se presentó a los gigantes. Inclinó la cabeza para saludarlos, y luego
con palabras corteses y con su voz argentina, se excusó por haber entrado en la
casa sin ser invitada.
El aspecto de la
princesita revelaba ya su cuna y su origen. Era imposible confundir la con una
muchacha vulgar y los siete gigantes, advirtiendo su majestuosa apostura y la
nobleza de sus palabras y de todos sus movimientos, no tuvieron la menor duda
de que debía de ser hija de algún zar.
La obligaron a
sentarse a la cabecera de la mesa y le ofrecieron un pastel y un jarro de
cerveza. La joven, que estaba desfallecida, comió y bebió con el mayor gusto,
en tanto que la observaban complacidos los dueños de la casa. Y en cuanto hubo
satisfecho su hambre y su sed, como aun estaba muy fatigada por el largo camino
que había hecho, inclinó suavemente la cabeza y se quedó dormida.
Sus nuevos
amigos la contemplaron sonrientes, dándose cuenta del cansancio que
experimentaba la pobre niña. Luego, con el mayor cuidado, la cogieron entre
dos, uno por los hombros y el otro por los pies, la tendieron en una cama y la
cubrieron con una manta, hasta el cuello, para que pudiera descansar
tranquilamente.
De este modo fué
aceptada la princesa por los siete gigantes y se quedó a vivir con ellos. Estos
y la joven estaban satisfechísimos de la situación y la joven no conocía nunca
la soledad ni la pena. De día se ocupaba en todos los quehaceres de la casa y
estaba satisfecha cuando regresaban por la noche los gigantes y le dirigían
palabras benévolas o le contaban las cosas que habían visto durante el día o
bien le referían antiguas historias y consejas que ella escuchaba con el mayor
gusto y placer. Las veladas transcurrían, así, encantadoras. Luego se retiraban
todos a descansar y al llegar el alba los siete hermanos, en amigable compañía,
montaban a caballo y recorrían montes y llanuras, persiguiendo la caza mayor y
limpiando de fieras todos aquellos contornos. Y en otras ocasiones, cuando los
incitaba el deseo de luchar, iban a hacerlo con los habitantes del Cáucaso,
para expulsarlos de allí.
Según ya hemos
dicho, la princesa permanecía en la casa y cuida-ba de tenerla limpia y ordenada,
así como de encender el fuego, llenar los jarros de cerveza, amasar el pan y
preparar la cena.
Las costumbres
de aquellos gigantes eran en extremo agradables. Nunca disputaban entre sí ni
se dirigían uno a otro ninguna palabra violenta. Bromeaban, hablaban
afectuosamente entre sí y todos rivalizaban en hacer grata la vida de la
princesita, a la que ya consideraban como hermana querida. Y durante su
ausencia, Muk, el perro, quedaba encargado de defender a su joven ama.
Pero, poco a
poco, y sin que se diesen cuenta de ello, cada uno de los gigantes sintió que
se transformaba su afecto fraternal, para convertirse en amor. Y como eran
leales entre sí, diéronse mutua cuenta de sus sentimientos con respecto a la
joven y, como resultado de esta deliberación, resolvieron comunicarle los
sentimientos que por ella abrigabán. Y así, una mañana, antes de emprender el
camino para entregarse a la caza, el mayor de los gigantes se dirigió a la
princesita y le dijo:
-Bien sabes que
te consideramos nuestra hermana querida. Sentimos por ti un cariño extremado,
pero debo confesarte que este afecto, que empezó siendo fraternal, se ha
convertido ya en amor. Por consiguiente, ahora nos presentamos a ti como
humildes preten-dientes, para rogarte que concedas tu mano a uno de nosotros.
Elige, pues, al que quieras y todos los demás nos resignaremos y en adelante
seguiremos manifestándote el mismo cariño fraternal que hasta ahora.
-Y al advertir
que la joven meneaba negativamente la cabeza, preguntó:- ¿Por qué te niegas sin
reflexionar antes? ¿Opinas, acaso, que ninguno de nosotros es digno de ti o
bien no te crees capaz de llegar a amar a ninguno?
-No puedo
deciros, queridos hermanos -exclamó la princesa- cuanto lamento lo que acabo de
oír. Os juro por Dios que voy a deciros la verdad y que Él me castigue si
miento. Os quiero de todo corazón, porque sé que sois unos guerreros valerosos,
unos habilísimos cazadores y unos nobles y fieles caballeros. Os quiero a todos
por igual y extremadamente. Pero no puedo casarme con ninguno de vosotros,
porque ya soy la prometida del príncipe Alexis. El es mi futuro esposo y aun
cuando nunca lo he visto, le prometí mi amor y mi fidelidad para toda la vida.
Consternados,
oyeron los siete gigantes aquellas palabras de la princesa y se quedaron silenciosos,
por no saber qué replicar. Por último el hermano mayor tomó la palabra,
diciendo:
-Si me lo
permites, voy a hacerte algunas preguntas. Y te advierto que si eso te
desagrada ya no volveremos a hablar del asunto.
-Unicamente lo
siento -replicó ella por vosotros. Y os ruego enca-recidamente que me perdonéis
por la negativa con que he contestado a vuestra petición. Pero haceos cargo de
que no tengo la culpa.
Los siete
gigantes se inclinaron respetuosos ante la princesita y luego, sin pronunciar
una sola palabra, se alejaron para entregarse a la caza, como tenían por
costumbre. A su regreso, cuando ya se ponía el sol, se condujeron como los
otros días y con la mayor delicadeza se abstuvieron entonces y en adelante de
hablar de amor y continuaron viviendo sin que surgiese la menor disensión entre
ellos ni la más pequeña diferencia o disgusto en sus relaciones con la
princesa.
Mientras tanto,
en el palacio del zar, la orgullosa soberana vivía contenta y persuadida de que
se había librado de su rival. Mas no por eso había dejado de odiar su memoria.
Después de haber dado la orden a su doncella de que abandonase a la jovencita
en el bosque, atada en el tronco de un árbol, pasó varios días sin consultar su
espejo que, como ya sabemos, había tirado a un rincón. Mas llegó un día en que,
segura de que ya estaba libre de toda rival, decidió consultar de nuevo al
espejo mágico. Fué, pues, en su busca y, olvidando el rencor que despertara en
ella la respuesta recibida, se miró otra vez en su pulimentada superficie y
luego, sonriente y confiada, le repitió la pregunta que antes solía hacerle.
-Dime, espejo
mío. ¿Quién es la mujer más bella del mundo entero?
-Tú, zarina
-contestó el espejo- eres muy hermosa. Nadie podría negarlo y aventajas a todas
las demás zarinas y aun a todas las mujeres de las ciudades de tu reino. Pero
en el verde bosque, lejos de los hombres, vive una doncella en compañía de
siete gigantes, y, aunque te enojes, debo decirte que es mucho más hermosa que
tú. Sus labios son rojos como la sangre y su frente tan blanca como la pura
nieve que acaba de caer.
A medida que
hablaba el espejo, palidecía la zarina que, al fin, fue presa de la rabia más
intensa. Segura ya de que no había logrado su objeto y de que la princesita
vivía aún, se apresuró a llamar a Natacha, su doncella, y encendida en ira,
exclamó:
-¡Maldita seas,
embustera! ¿Qué hiciste de la princesa? ¿Dónde la escondiste?
Natacha,
aterrada, cayó de rodillas ante su colérica soberana y exclamó:
-Perdóname,
señora. Pero lo cierto es que no me atreví a cumplir tus órdenes. Dejé la
princesa en el bosque, libre de dirigirse adonde quisiera.
-Pues ahora
-replicó la zarina- vive en una casa y en compañía de siete gigantes. Búscala y
mátala. Y si en algo estimas tu vida, no dejes de cumplir esta orden que te
doy. Ten cuidado.
Natacha se
retiró temblando de miedo y haciendo esfuerzos por decidirse a cumplir las
órdenes que acababa de darle la zarina. Se dirigió luego a sus habitaciones,
púsose un traje viejo y astroso, propio de una anciana, se cubrió la cabeza con
una peluca blanca, pintó sus mejillas para disimular su tersura y, en una
palabra, se caracterizó y disfrazó lo mejor que pudo, para no ser reconocida y
asemejarse a una vieja. De este modo salió de palacio y emprendió el camino
que, poco tiempo atrás, siguiera con la princesa, mas, al llegar al punto en
que se habían separado ambas, ya no supo qué dirección tomar. Sin embargo,
confió en la suerte y siguió el camino que parecía ofrecerle un sendero casi
borrado. De este modo tuvo que pasar a través de un espeso bosque, y durante
largas horas siguió andando sin que por ninguna parte viese la menor señal de
una habitación humana.
Pero, al fin,
dio con lo que buscaba. Al llegar a un pequeño claro, vio una casa de regulares
proporciones, mas apenas le hubo dirigido una ojeada, cuando oyó los furiosos
ladridos de un perro, que se acercaba rápidamente a ella, con expresión de
cólera y dispuesto, sin duda, a acometerla. La fingida vieja empuñó el bastón
en que se apoyaba y se dispuso a contener y ahuyentar al perro. Mientras tanto,
la princesa se asomó a la ventana de la casa y, al darse cuenta de lo que
ocurría, y de que el perro parecía dispuesto a atacar a una pobre anciana,
exclamó:
-Espera,
madrecita. Voy enseguida y te libraré del perro.
-Date prisa,
querida hija -exclamó la fingida anciana- porque tu perro amenaza devorarme.
Mientras decía
eso, presentaba al can la punta de su bastón y el animal no se atrevía a seguir
avanzando. La princesa salió presurosa de la casa y en cuanto lo vio el perro,
abandonó a la vieja y se dirigió a su amita, esforzándose en impedirle el paso.
De este modo las dos mujeres permanecieron separadas unos instantes. El perro
Muk acariciaba las manos de la jovencita y luego volvía la cabeza para mostrar
los dientes a la vieja mendiga. Esta, al fin, asustada y poco decidida, por
otra parte, a poner en obra las órdenes que había recibido, dio media vuelta y
emprendió la retirada, pero la princesita, que se había compadecido de ella, la
llamó diciéndole:
-No tengas miedo
del perro, madrecita. Mira, te voy a dar un pan. Y si no quieres acercarte, por
temor de Muk, no te muevas del lugar en que estás y prepárate a cogerel pan,
que te tiraré desde aquí.
En efecto, le
arrojó el pan, que la vieja cogió al vuelo y luego, volviéndose, exclamó:
-Dios bendiga tu
hermosa cabecita. Y ahora, a cambio del pan que acabas de darme, toma.
Y con el mayor
tino, le tiró una manzana madura. El perro, al ver el movimiento de la vieja y
al darse cuenta de lo que hacía, dio un salto, con objeto de coger la manzana
en el aire, pero como no lo consiguiera, el fruto fue a caer en manos de la
joven. La anciana repitió:
-¡Dios te
bendiga, querida hija, por el pan que me has dado! En cuanto a esta manzana,
cómetela cuando te parezca bien. Y ahora adiós.
La jovencita
volvió a entrar en la casa y el perro Muk la seguía de cerca. Luego se puso
sobre sus patas posteriores y con una de las anteriores golpeó la mano que
sostenía la fruta, como si aconsejara a su amita que la tirase.
Pero la joven
acarició al perro, reconviniéndole cariñosamente por su conducta.
-No haces más
que tonterías, Muk -le dijo- pero sé que eres un buen perro y, por lo tanto, no
te guardo mala voluntad.
El perro, sin
embargo, miraba a su ama y profería tristes gemidos.
La princesita
fue a sentarse, de nuevo, ante la rueca y dejó la manzana al alcance de su
mano, de modo que, mientras trabajaba, podía seguir mirándola. No tenía
apetito, pero el buen aspecto de aquella fruta de color dorado y con manchas
sonrosadas, era, realmente, algo delicioso. Propúsose esperar la llegada de
los gigantes, con el deseo de darles a probar aquella manzana, que prometía
tener un sabor delicioso, pero, a fuerza de mirarla, sentía crecer su deseo y,
al fin, la tomó, la acercó a su boca y le clavó sus menudos dientes. En cuanto
lo hubo hecho, cayó de espalda, como caña doblada por el viento, se desplomaron
sus manecitas a ambos lados de su cuerpo y la dorada manzana rodó por el suelo,
hasta ocultarse en uno de los rincones de la estancia.
El perro dio un
aullido de dolor y, acercándose a la joven, le lamió las manos y el rostro, en
su deseo de hacerle recobrar el sentido y, como no lo lograse, se tendió en el
suelo, al lado de la princesita y, con la cabeza hundida entre las patas
delanteras, permaneció inmóvil durante largas horas.
Cuando el sol
estaba a punto de hundirse más allá del horizonte occidental, resonó el
relincho de algunos caballos, oyóse el choque de sus cascos con el suelo y los
siete gigantes llegaron alegres y satisfechos, por haber terminado ya las fatigas
del día y con la esperanza de pasar una alegre velada. Aquel día lo dedicaron a
la guerra y tuvieron la satisfacción de derrotar a un numeroso ejército
enemigo, de modo que todos ellos venían animados por la alegría y el entusiasmo
que produce la victoria.
Pero, al llegar
cerca de la casa, no vieron a la hermosa princesita asomada a la ventana o a la
puerta para darles la bienvenida y tampoco los saludaron los alegres ladridos
de su fiel perro.
Quedáronse todos
inmóviles y acometidos por una extraña aprensión y luego el hermano mayor,
haciéndose intérprete de los sentimientos de todos, exclamó:
-Ocurre algo
desagradable. Y si es así, no tendremos más remedio que conformarnos con la
voluntad de Dios.
Con rápidos
pasos entraron en la vivienda y encontraron a la joven princesa tendida en el
banco de roble, ante la rueca y con el perro a sus pies. Cuando el animal vio a
sus amos, se levantó y, con toda evidencia, hizo esfuerzos por comunicarles lo
que había sucedido. Pero el pobre can sólo podía expresarse con sus ladridos y
no consiguió que lo comprendiesen. Entonces, y para darse a entender de un modo
u otro, empezó a buscar por toda la habitación y encontró, al fin, la manzana
mordida por la princesa y que había ido a parar a un rincón de la estancia. Y
el fiel perro, sabiendo muy bien lo que iba a hacer y deseoso de que lo
comprendieran sus amos, después de mostrarles la manzana se la tragó de un
bocado y cayó muerto repentinamente.
Aquella vez, los
gigantes comprendieron muy bien. Era evidente que la joven había mordido la
manzana ponzoñosa y que, como el pobre perro, estaba muerta. Arrodilláronse en
torno del hermoso cadáver y rogaron a Dios que concediera paz y descanso a su
alma. Todos ellos sentían un dolor espantoso y el corazón de cada uno amenazaba
romperse. Luego pusieron a la princesita un traje blanco como la nieve,
cubriendo el que ya llevaba, e hicieron los prepara-tivos de su entierro.
Pero, entonces,
uno de ellos observó que la joven no estaba muerta. Fijándose bien, era posible
darse cuenta de que aun respiraba, si bien con mucha lentitud. Sus labios no
habían perdido el color rojo y su tez no parecía la de una muerta. Más bien
tenía el aspecto de haberse sumido en un sueño profundo, del que nada sería
capaz de hacerla despertar.
De este modo
transcurrieron tres días y la joven continuaba inmóvil. Sólo de vez en cuando,
y de un modo muy leve, era posible descubrir alguna ligera oscilación de su
pecho, cuando aspiraba o espiraba un poco de de aire. Pero como no era posible
notar ninguna mejoría, ni era fácil, aparentemente, sacar a la pobre niña de
aquel estado comatoso, los gigantes decidieron que lo mejor sería darla por
muerta. Y prepararon un hermoso ataúd de cristal. Luego, entonando elegías,
llevaron el precioso ataúd a una lejana montaña, que se alzaba en el centro de
un dilatado valle. Se acercaron a la falda del monte y a la puerta de una
caverna que se prolongaba hasta las mismas entrañas de la inmensa mole. Una vez
en la cámara principal de la cueva, dejaron suspendido el ataúd por medio de
unas cadenas que colgaban del techo, con objeto de que la corriente de aire que
por allí entraba meciese el dulce sueño de su desdichada hermanita. Luego, el
mayor de los siete gigantescos hermanos, dirigiéndose a la joven, exclamó, en
tono dolorido:
-¡Duerme dichosa
y resígnate a la suerte que te ha caído, sin duda por la envidia que
despertaste en algún espíritu! Y, ahora, que ya sólo puedes ser prometida de la
Muerte, ojalá quiera el Cielo recibir tu alma.
Con las cabezas
inclinadas por el pesar y derramando lágrimas de dolor, los siete gigantes
salieron de la caverna, para dirigirse al exterior. Cuando llegaron a su casa,
sentáronse en torno de la mesa y permanecieron largas horas sumidos en su pena
y en su aflicción.
Al día siguiente
la zarina, en su palacio, volvió a consultar el espejo mágico, con la esperanza
de que, aquella vez, podría darle la respuesta que tanto anhelaba. Y, en
efecto, así fue, porque, cuando hubo preguntado al encantado espejo si era la
mujer más bella del mundo, él le contestó: "Ya nadie puede rivalizar
contigo, hermosa zarina. Eres la mujer más hermosa del mundo entero, pues to
que ya murió la que antes te aventajaba"
Tal respuesta
fue oída con la mayor satisfacción por la zarina. Dio un suspiro de felicidad y
se contempló al espejo de mil ma neras, para gozarse en admirar su propia
belleza. Y, persuadida de que ya nadie podría rivalizar en hermosura con ella,
sólo pensó en nuevos atavíos y en nuevas galas.
Mientras tanto,
y por espacio de muchos días con sus noches, el príncipe Alexis había recorrido
el reino entero, sin cesar de preguntar por su prometida a cuantas personas
encontraba, ya fuesen de alta o de baja condición y de cualquier edad. Pero su
insistencia y su buen deseo no obtuvieron la menor recompensa, porque nadie, en
absoluto, pudo comunicarles el más leve indicio de la suerte que pudiera haber
cabido a la desdichada doncella. Y a tal punto llegó su fracaso, que el
príncipe Alexis, una noche, desesperado, levantó los ojos al cielo y exclamó:
-¡Oh, Señor! Tú
que todo lo puedes ¿no me dices cómo podré encontrar a la princesa, mi
prometida?
Entonces le
pareció oír una voz que le contestaba, aun cuando, en realidad, no habría
podido asegurar si, verdaderamente, resonaba en el exterior o la había
percibido dentro de su propio cerebro.
-Espera el día y
en cuanto asome el disco del Sol, pregúntaselo. Tal vez él pueda darte alguna
noticia.
Con la mayor
impaciencia esperó el príncipe la llegada de la aurora. Vio como el cielo se
teñía, primero, de una luz gris e incierta, para tornarse, luego más blanca y
adquirir, al fin, tonos rojizos, un momento antes de que el encendido disco del
Sol asomara por el borde de las montañas orientales. Lleno de deseo, en espera
de que el astro se mostrara por completo, el príncipe Alexis tenía los ojos
fijos en él y cuando el rojizo disco, semejante a un carbón encendido, pareció
a punto de empezar a rodar por la cumbre de las montañas, se dirigió a. él,
para hacerle la misma pregunta con respecto al para-dero de la princesa.
-Nada sé,
hermano mío -contestó el Sol-. Aunque toda la Tierra y todos los seres que la
pueblan se ofrecen a mis miradas y los contemplo a todos y sobre todos proyecto
mis rayos, sin olvidar a ninguno, puedo asegurarte que la pequeña princesa está
oculta para mí. Pregúntale a la Luna, hermana mía, porque quizá haya podido
observar el rastro de sus diniinutos pies. Pregúntale, porque es posible que
ella pueda decirte algo.
Después de
hablar así, el Sol continuó su camino por el cielo. El príncipe Alexis tomó
asiento en una piedra, a la sombra de un árbol y esperó pacientemente la
llegada de la noche. En cuanto hubo obscurecido, volvió a fijar laa mirada en
las montañas orientales, en espera de que por ellas se asomara el plateado
disco de la Luna. También ésta surgió poco a poco y empleó algún tiempo en
dejarse ver por entero, mas cuando ya el disco se mostró por completo, el
príncipe le tendió las manos y, con voz suplicante y dolorida exclamó:
-¡Oh, Luna! Tú
que eres el rayo de luz plateada que alumbra el cielo y la Tierra toda; tu que
eres la más brillante y pura lámpara de la obscuridad, capaz de ocultar las
estrellas que te rodean y que salen para contemplarte, ¿has visto a la
princesa, mi prometida? Ya sabes, tal vez, que es la elegida de mi corazón y
que debía ser mi esposa amada.
-No, hermano mío
-contestó la Luna-. No la he visto. Ten en cuenta, por otra parte, que mi
vigilancia sólo dura unas horas por la noche.
La respuesta de
la Luna dejó consternado al príncipe, que esperaba mucho de sus noticias. Y,
lleno de dolor, exclamó:
-El Sol no la ha
visto durante el día y tampoco la Luna por la noche. ¿Dónde encontraré a mi
princesita? Sin duda está reposando en brazos de la Muerte.
-No te
desesperes -exclamó entonces la Luna-. ¿Has preguntado ya al Viento? El recorre
toda la Tierra, penetra en todas partes y aun se introduce en los antros más
obscuros y en las más escondidas cavernas.
Después de
pronunciar estas palabras, la Luna continuó su lento viaje por la estrellada
bóveda de los cielos. El príncipe Alexis cobro ánimos y, al observar que
soplaba la brisa, corrió en la misma direc-ción que ella seguía y, tendiendo
los brazos en actitud de súplica, exclamó:
-¡Oh, Viento! Tú
que eres tan poderoso y ejerces el oficio de pastor de las rápidas nubes; tú
que gobiernas las olas, que te precipitas en el desierto, para arrastrar las
arenas de un lado a otro y que sólo dependes de Dios y solamente a Él obedeces
¿sabes dónde está la pequeña princesa, mi prometida? No ignoras, tal vez, que
yo la amaba de todo corazón y que estaba destinada a ser mi adorada esposa.
-Sí, he visto a
la princesita -contestó el viento-, pero mis palabras te darán escaso consuelo.
Más allá de un río, cuyas aguas corren perezosas, hay una oculta caverna, donde
nadie más que yo puede entrar. Allí, y suspendido de unas fuertes cadenas,
entre dos columnas, hay un ataúd de cristal, que mi soplo mece incesantemente.
Y, en el ataúd está la pequeña princesa, sumida en un sueño intermi-nable.
-¿Está muerta? -
preguntó, aterrado, el príncipe.
-No he dicho eso
-contestó el Viento-. Sólo te he hablado de un sueño interminable. ¡Quién sabe
si tú conseguirás que despierte de él!
Y el aire,
blandamente, prosiguió su camino, en tanto que Alexis se entregaba al fin, y
reconviniéndose por aquel momento de flaque-za, recobró el ánimo, irguió el
cuerpo y, con rápidos pasos, se acercó a su caballo, que lo esperaba, leal y
paciente. Montó y emprendió la marcha hacia el lugar en que dormía la pequeña
princesa.
Viajó de noche y
de día, durante varias jornadas, sin descansar, hasta que, por último, llegó a
la vista del monte que se erguía en el centro de una espaciosa llanura. Rodeó
su falda, en busca de la entrada de la caverna y, al fin, la descubrió. Con
ánimo valeroso penetró en las entrañas del monte y, al llegar a la cámara
principal de la cueva, pudo ver, en efecto, el ataúd de cristal que se mecía
suavemente sobre sus cadenas. Detrás de las transparentes y duras láminas de
cristal descubrió a la princesa dormida, inmóvil y hermosa sobre toda
ponderación.
Sintió Alexis, a
la vez, una intensa alegría y un dolor profundo e, impulsado por la pena y sin
saber lo que hacía, se arrojó impetuoso sobre el ataúd. Este cayó al suelo y se
rompió en mil pedazos. La princesa despertó inmedia-tamente y, muy extrañada,
volvió los ojos a su alrededor.
-iCuán profundo
ha sido mi sueño! ¡Qué extrañas pesadillas he tenido! -murmuró.
Pero, al
descubrir al príncipe Alexis, no se acordó ya de nada más. Se puso en pie y
acudió a su lado, exclamando:
-¡Alexis! Tú
eres mi prometido.
El oyó la voz de
su amada y le pareció más armoniosa que cuanto hubiera podido soñar, de modo
que, si antes lloraba de pena, ahora sollozaba de alegría. Levantó con sus
brazos a la princesita, la sentó en la grupa de su corcel y, montando a su vez,
emprendió el camino, para dirigirse a palacio.
La malvada
zarina apenas preguntaba al espejo si aun era la más hermosa mujer del mundo,
pues estaba segura de la respuesta que había de tener. Pero, a veces, sin
embargo, se resolvía a preguntar. Y así, al día siguiente del salvamento de la
princesa, tomó el espejo, contempló en él su imagen e hizo la consabida
pregunta.
Tú eres, zarina,
muy hermosa y, sin duda, la más bella de la corte y de cuantas habitan las
ciudades de tu reino. Pero aun te aventaja en mucho la princesa que ahora trae
el príncipe Alexis a este palacio. Su frente es más blanca que la nieve, sus
labios más rojos que la sangre y sus ojos parecen estrellas arrancadas del
mismo cielo.
Al oír tal
respuesta, la malvada zarina arrojó el espejo al suelo con tal violencia, que
quedó roto en mil pedazos. Corrió luego a la puerta de la estancia, pero, al
salir al corredor, vio al príncipe Alexis que llevaba a la princesa en brazos.
Y era tan radiante la belleza de la joven, que el corazón de la zarina estalló
de rabia y de cólera, y la soberana se desplomó, muerta.
Nadie sintió ni
lamentó su muerte, sino que, más bien, todos la consideraron una bendición
celestial. El mismo zar no la echó de menos, porque todos, del primero al
último, habían tenido que soportar muchas veces los efectos de su maldad.
Y como, por otra
parte, acababa de llegar la princesa, a quien todos amaban y a quien también
todos creían muerta, era tan grande la alegría general, que en ningún corazón
quedaba el más pequeño espacio para el dolor.
Hubo grandes y
espontáneos regocijos y fiestas en todo el reino, y se celebró, con la mayor
pompa, la boda entre la princesa y el príncipe Alexis. Por espacio de ocho
días, nadie pensó en trabajar, sino en comer, en beber, en bailar y en
divertirse de mil maneras. Huelga decir que los siete gigantes, a quienes se
comunicó la feliz noticia, fueron invitados a la boda. Y se divirtieron tanto,
que bailaron con todas las damas de la corte, hasta que el gallo salió a
cantar, anunciando el nuevo día.
116. Ucrania
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