Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 14 de mayo de 2012

La virgen de la luz

En el año de 1463 vivían en Tenerife los guan­ches entregados a la superstición. Algunas veces llegaban hasta sus tranquilas playas marineros de lejanas regiones en busca de la resina, que llama­ban «Sangre del Drago» por ser la de este árbol roja como la sangre. A cambio de ella recibían los nativos pieles, sebo y baratijas.
Los guanches llamaban a Tenerife isla del Infier­no y a ella iban a veces los españoles de Fuerteven­tura, isla que en los días buenos podían ver desde lo alto de sus montes. Aparecían los españoles en una especie de casas flotantes e intentaban dar a los nativos de Tenerífe extrañas creencias, que ellos pensaban que podían hacerles incurrir en el odio y venganza de sus falsos dioses.
Un día uno de los grupos de pastores, que lleva­ban todos los días a sus rebaños a beber a los manantiales de la playa de Chinisay, vio sobre la playa un extraño bulto, que las olas habían arroja­do sobre la arena. Se acercaron y lo levantaron, dándose cuenta entonces de que era una figura de mujer, con un niño arropado entre los brazos, muy semejante a aquellas estatuas a las que los extran­jeros atribuían milagrosos poderes.
La imagen era de madera y los ingenuos guan­ches pensaron si la habrían arrojado al mar porque tendría algún maleficio que ahora podría dañarlos a ellos.
-Alejaos un poco -aconsejó uno ante los temo­res de sus compañeros-; voy a arreglarlo.
Y tomando de la arena un canto muy grande y redondo lo arrojó rudamente sobre la figura, pero al momento dio un gemido doloroso y dejó caer a lo largo del cuerpo su brazo como si estuviera roto. Todos los presentes se sobre-cogieron, pero otro de los pastores quiso dárselas de valiente y, sacando una daga, exclamó:
-Vamos a ver, si reconoce este cuchillo que me dieron los españoles...
Con fuerte risa tomó el arma por la hoja para lanzarla contra la imagen, pero se le escurrió de las manos dejándole una dolorosa herida.
Aterrados todos ante este segundo hecho huyeron, temiendo que la imagen los persiguiera.
Se enteró de lo sucedido el príncipe Mencey y llegó de Guimar, a la cabeza de sus fuertes guerreros, para ver lo que había de cierto en el barullo de hechos que repetían sus vasallos.
Al ver la imagen sintió una dulce sensación de paz, producida por su maravillosa hermosura; tenía el bello rostro luminosos reflejos, que le daban sobrenatural expresión de bondad y miseri­cordia; arrebujaba contra el seno con el brazo dere­cho al precioso niño y llevaba en el otro un báculo, del que pendía un farolillo, semejante a los que los españoles encendían en sus naves para navegar durante las noches. Y era tal su expresión de vida y movimiento que parecía que los pliegues de la túni­ca y manto se movían y que la imagen iba a empe­zar a moverse.
Admiró el príncipe la extraña maravilla; rodeado de sus soldados y de los pastores, que no se atre­vían a acercarse a la escultura. El hombre cuyo brazo se había dislocado se acercó tímidamente, levantó la mano sana y rozó suavemente con sus dedos la túnica de la imagen: al momento sanó el brazo, recobrando su posición normal. Inducido por esta súbita curación se acercó también el que tenía la mano herida y al momento quedó curada de la misma manera milagrosa.
Vencidos ya se humillaron los guanches a los pies de la bella imagen, con muestras de sumisión y respeto. Estaban convencidos de que poseía un misterioso y secreto poder; que se la habían envia­do sus dioses para que iluminase sus oscuras inteli­gencias.
Designó el príncipe la gruta de Atbinico, próxi­ma al lugar, para guardar aquella Virgen, que iba a derramar sobre toda la isla las bendiciones de Dios Todopoderoso. Tenían que darle un nombre para honrarla y perpetuar su recuerdo y como si Ella misma quisiera indicar el que deseaba que le dieran, al quedar instalada en la oscura gruta, encendió la luz de su farolillo y por ello recibió la denomina­ción de Santa Virgen de la Luz.
Pasado un año llegaron a Fuerteventura los hombres de un navío genovés, que había hecho escala en Tenerife, y explicaron a los españoles la existencia de aquella Virgen, que habían visto con sus propios ojos.
Llegó el relato a oídos del dueño de la isla, don Diego de Herrera, que la régía apoyado por el rey y el papa Eugenio IV.
En Fuerteventura sólo había una capilla y en ella una sencilla cruz de madera que el padre Torcaz había llevado de España.
Lleno de curiosidad fue Herrera a oír el relato de los genoveses para saber la verdad que podía haber en él. Después de haberlos escuchado sintió una gran indignación al pensar que una sagrada imagen de la Virgen María se encontrase en poder de unos paganos.
Si lo que le decían era cierto, él tenía la obliga­ción de rescatarla de aquellas manos guanches y llevarla a Fuerteventura, donde dispondría de un altar para colocarla y darle el debido culto como Madre de Dios.
Y fue su hijo Sancho, mozo de veintiséis años, fuerte y valeroso, ambicioso de aventuras que le dieran gloria ante los hombres y ante Dios, quien se ofreció, lleno de entusiasmo, para realizar la em­presa.
Armóse una carabela y, después de bendecirla y celebrar en ella una misa, la ligera embarcación se lanzó a la mar llevando a don Sancho a bordo.
El mismo príncipe Mencey recibió al mancebo y le acompañó a la gruta de Atbinico donde estaba la milagrosa imagen, pero cuando don Sancho mani­festó su pretensión de llevarla consigo, el jefe de los guanches le dio la más rotunda negativa.
La sagrada Virgen había realizado numerosos milagros en la isla; por su divina intervención habían sanado enfermos, desaparecido frecuentes epidemias, desencadenado bienhechores aguaceros, cuando se lo habían rogado. La Virgen de la Luz era el corazón mismo de los guanches y arrancár­sela era dejarles huérfanos de protección y miseri­cordia.
Insistió don Sancho en vano, haciendo las más valiosas ofertas y al fin se retiró fingiendo acatar sumiso sus deseos y renunciar a llevarse la bella imagen.
Y, en efecto, aquella misma tarde se hizo a la mar, pero al caer la noche volvió a la isla y, ayuda­do por sus marineros, robó la milagrosa Virgen y regresó con Ella a Fuerteventura.
En el puerto le esperaba su padre, acompañado de los padres franciscanos y de buena parte de la población. Llevaron solem-nemente la Virgen a la capilla preparada, en procesión de acción de gra­cias, y la colocaron en la hornacina en medio de fervoroso canto.
Pero a la mañana siguiente toda su alegría se cambió en hondo pesar. Cuando se abrieron las puertas de la iglesia los asombrados sacerdotes que se acercaron al altar para celebrar la misa vieron que la imagen se había vuelto de cara a la pared. Pensaron que manos sacrílegas habían osado posarse sobre la santa Virgen y con reverencia la pusieron de frente, mas al día siguiente la hallaron de nuevo con el precioso rostro vuelto hacia la pared, en dirección a Tenerife.
Y así sucedió, día tras día, este hecho milagroso, que fue llenando de pesar y remordimiento el cora­zón y la conciencia de don Sancho. ¿Habría hecho mal en robar la imagen tan venerada de aquellos sencillos guanches? Parecía que la misma Virgen volvía sus tristes ojos hacia Tenerife como si deseara volver con aquellos paganos, quizá para llevarlos dulcemente por el camino de las verdades eternas.
Y, añadido a esto, una terrible epidemia se desencadenó en Fuerteventura; hizo grandes estra­gos en la isla; el temor se adentró en el corazón de los padres franciscanos y aconsejaron a don Diego de Herrera la devolución de la sagrada imagen de la Virgen a Tenerife.
En una clara mañana llegaron a la playa de Chi­nisay unos marineros llevando en su barca un bulto cubierto de ricas telas.
Se acercó Mencey con sus nobles y guerreros para dar la bienvenida a los recién llegados, pero don Sancho se adelantó con humilde reverencia y explicó el motivo de su viaje y la devolución de la imagen robada.
Asombrados le miraron los guanches, sin creer en lo que decía. Imposible era que les hubieran robado la Virgen, pues ni un solo día habían dejado de verla en la gruta.
Confusos y humillados subieron todos a la gruta de Atbinico y encontraron profundo hueco vacío. Colocada la Virgen en su lugar, contemplaba con tierna y dulce sonrisa a los confusos nativos mien­tras una forma luminosa que, sin duda había ocu­pado su lugar durante el tiempo de su ausencia, desaparecía al tiempo que, postrados todos de rodillas, salía en coro de todos los labios una ple­garia que se había encendido ferviente en los cora­zones.

101. anonimo (canarias)

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