En el año de 1463 vivían
en Tenerife los guanches entregados a la superstición. Algunas veces llegaban
hasta sus tranquilas playas marineros de lejanas regiones en busca de la
resina, que llamaban «Sangre del Drago» por ser la de este árbol roja como la
sangre. A cambio de ella recibían los nativos pieles, sebo y baratijas.
Los guanches llamaban a
Tenerife isla del Infierno y a ella iban a veces los españoles de Fuerteventura,
isla que en los días buenos podían ver desde lo alto de sus montes. Aparecían
los españoles en una especie de casas flotantes e intentaban dar a los nativos
de Tenerífe extrañas creencias, que ellos pensaban que podían hacerles incurrir
en el odio y venganza de sus falsos dioses.
Un día uno de los grupos
de pastores, que llevaban todos los días a sus rebaños a beber a los
manantiales de la playa de Chinisay, vio sobre la playa un extraño bulto, que
las olas habían arrojado sobre la arena. Se acercaron y lo levantaron, dándose
cuenta entonces de que era una figura de mujer, con un niño arropado entre los
brazos, muy semejante a aquellas estatuas a las que los extranjeros atribuían
milagrosos poderes.
La imagen era de madera y
los ingenuos guanches pensaron si la habrían arrojado al mar porque tendría
algún maleficio que ahora podría dañarlos a ellos.
-Alejaos un poco
-aconsejó uno ante los temores de sus compañeros-; voy a arreglarlo.
Y tomando de la arena un
canto muy grande y redondo lo arrojó rudamente sobre la figura, pero al momento
dio un gemido doloroso y dejó caer a lo largo del cuerpo su brazo como si
estuviera roto. Todos los presentes se sobre-cogieron, pero otro de los pastores
quiso dárselas de valiente y, sacando una daga, exclamó:
-Vamos a ver, si reconoce
este cuchillo que me dieron los españoles...
Con fuerte risa tomó el
arma por la hoja para lanzarla contra la imagen, pero se le escurrió de las
manos dejándole una dolorosa herida.
Aterrados todos ante este
segundo hecho huyeron, temiendo que la imagen los persiguiera.
Se enteró de lo sucedido
el príncipe Mencey y llegó de Guimar, a la cabeza de sus fuertes guerreros,
para ver lo que había de cierto en el barullo de hechos que repetían sus
vasallos.
Al ver la imagen sintió
una dulce sensación de paz, producida por su maravillosa hermosura; tenía el
bello rostro luminosos reflejos, que le daban sobrenatural expresión de bondad
y misericordia; arrebujaba contra el seno con el brazo derecho al precioso
niño y llevaba en el otro un báculo, del que pendía un farolillo, semejante a
los que los españoles encendían en sus naves para navegar durante las noches. Y
era tal su expresión de vida y movimiento que parecía que los pliegues de la
túnica y manto se movían y que la imagen iba a empezar a moverse.
Admiró el príncipe la
extraña maravilla; rodeado de sus soldados y de los pastores, que no se atrevían
a acercarse a la escultura. El hombre cuyo brazo se había dislocado se acercó
tímidamente, levantó la mano sana y rozó suavemente con sus dedos la túnica de
la imagen: al momento sanó el brazo, recobrando su posición normal. Inducido
por esta súbita curación se acercó también el que tenía la mano herida y al
momento quedó curada de la misma manera milagrosa.
Vencidos ya se humillaron
los guanches a los pies de la bella imagen, con muestras de sumisión y respeto.
Estaban convencidos de que poseía un misterioso y secreto poder; que se la
habían enviado sus dioses para que iluminase sus oscuras inteligencias.
Designó el príncipe la
gruta de Atbinico, próxima al lugar, para guardar aquella Virgen, que iba a
derramar sobre toda la isla las bendiciones de Dios Todopoderoso. Tenían que
darle un nombre para honrarla y perpetuar su recuerdo y como si Ella misma
quisiera indicar el que deseaba que le dieran, al quedar instalada en la oscura
gruta, encendió la luz de su farolillo y por ello recibió la denominación de
Santa Virgen de la Luz.
Pasado un año llegaron a
Fuerteventura los hombres de un navío genovés, que había hecho escala en
Tenerife, y explicaron a los españoles la existencia de aquella Virgen, que
habían visto con sus propios ojos.
Llegó el relato a oídos
del dueño de la isla, don Diego de Herrera, que la régía apoyado por el rey y
el papa Eugenio IV.
En Fuerteventura sólo
había una capilla y en ella una sencilla cruz de madera que el padre Torcaz
había llevado de España.
Lleno de curiosidad fue
Herrera a oír el relato de los genoveses para saber la verdad que podía haber
en él. Después de haberlos escuchado sintió una gran indignación al pensar que
una sagrada imagen de la
Virgen María se encontrase en poder de unos paganos.
Si lo que le decían era
cierto, él tenía la obligación de rescatarla de aquellas manos guanches y
llevarla a Fuerteventura, donde dispondría de un altar para colocarla y darle
el debido culto como Madre de Dios.
Y fue su hijo Sancho,
mozo de veintiséis años, fuerte y valeroso, ambicioso de aventuras que le
dieran gloria ante los hombres y ante Dios, quien se ofreció, lleno de
entusiasmo, para realizar la empresa.
Armóse una carabela y,
después de bendecirla y celebrar en ella una misa, la ligera embarcación se
lanzó a la mar llevando a don Sancho a bordo.
El mismo príncipe Mencey
recibió al mancebo y le acompañó a la gruta de Atbinico donde estaba la
milagrosa imagen, pero cuando don Sancho manifestó su pretensión de llevarla
consigo, el jefe de los guanches le dio la más rotunda negativa.
La sagrada Virgen había
realizado numerosos milagros en la isla; por su divina intervención habían
sanado enfermos, desaparecido frecuentes epidemias, desencadenado bienhechores
aguaceros, cuando se lo habían rogado. La Virgen de la Luz era el corazón mismo de los guanches y
arrancársela era dejarles huérfanos de protección y misericordia.
Insistió don Sancho en
vano, haciendo las más valiosas ofertas y al fin se retiró fingiendo acatar
sumiso sus deseos y renunciar a llevarse la bella imagen.
Y, en efecto, aquella
misma tarde se hizo a la mar, pero al caer la noche volvió a la isla y, ayudado
por sus marineros, robó la milagrosa Virgen y regresó con Ella a Fuerteventura.
En el puerto le esperaba
su padre, acompañado de los padres franciscanos y de buena parte de la
población. Llevaron solem-nemente la
Virgen a la capilla preparada, en procesión de acción de gracias,
y la colocaron en la hornacina en medio de fervoroso canto.
Pero a la mañana
siguiente toda su alegría se cambió en hondo pesar. Cuando se abrieron las
puertas de la iglesia los asombrados sacerdotes que se acercaron al altar para
celebrar la misa vieron que la imagen se había vuelto de cara a la pared. Pensaron
que manos sacrílegas habían osado posarse sobre la santa Virgen y con
reverencia la pusieron de frente, mas al día siguiente la hallaron de nuevo con
el precioso rostro vuelto hacia la pared, en dirección a Tenerife.
Y así sucedió, día tras
día, este hecho milagroso, que fue llenando de pesar y remordimiento el corazón
y la conciencia de don Sancho. ¿Habría hecho mal en robar la imagen tan
venerada de aquellos sencillos guanches? Parecía que la misma Virgen volvía sus
tristes ojos hacia Tenerife como si deseara volver con aquellos paganos, quizá
para llevarlos dulcemente por el camino de las verdades eternas.
Y, añadido a esto, una
terrible epidemia se desencadenó en Fuerteventura; hizo grandes estragos en la
isla; el temor se adentró en el corazón de los padres franciscanos y
aconsejaron a don Diego de Herrera la devolución de la sagrada imagen de la Virgen a Tenerife.
En una clara mañana
llegaron a la playa de Chinisay unos marineros llevando en su barca un bulto
cubierto de ricas telas.
Se acercó Mencey con sus
nobles y guerreros para dar la bienvenida a los recién llegados, pero don
Sancho se adelantó con humilde reverencia y explicó el motivo de su viaje y la
devolución de la imagen robada.
Asombrados le miraron los
guanches, sin creer en lo que decía. Imposible era que les hubieran robado la Virgen , pues ni un solo día
habían dejado de verla en la gruta.
Confusos y humillados
subieron todos a la gruta de Atbinico y encontraron profundo hueco vacío. Colocada
la Virgen en
su lugar, contemplaba con tierna y dulce sonrisa a los confusos nativos mientras
una forma luminosa que, sin duda había ocupado su lugar durante el tiempo de
su ausencia, desaparecía al tiempo que, postrados todos de rodillas, salía en
coro de todos los labios una plegaria que se había encendido ferviente en los
corazones.
101. anonimo (canarias)
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