Hace muchísimo
tiempo, y en una comarca de Ucrania, vivían un anciano con su esposa, que
también contaba muchos años, en una cabaña de modestas proporciones. Las
desgracias que sufrieron los dos viejos les hicieron perder todos los hijos que
habían tenido y solamente les quedaban dos nietos, varón y hembra, que
constituían el único consuelo de sus pobres y trabajadas vidas.
En efecto, los
dos niños eran tan guapos, bondadosos y cariñosos, que sus abuelos se lamentaban
continuamente de no ser capaces de quererlos más aún, porque, en efecto, los
dos niños merecían todo el amor y todo el cariño que se les pudiera tributar.
Cierto día el
anciano decidió salir al campo a dar un paseo con sus dos nietos. De paso quería
observar cómo ándaban las matas de guisantes que había plantado en uno de sus
campos. Al llegar a él, pudo observar que se habían desarrollado
magníficamente, de tal manera, que quizá nunca en su vida hubiera tenido una
cosecha semejante.
EI anciano se
regocijó ante aquel espectáculo tan agradable y, dirigiéndose a sus nietos, les
dijo:
-Estoy seguro,
hijos míos, de que no podríamos encontrar en el mundo entero unos guisantes
comparables a esos. Nos servirán para hacer kisel [1]
y también podremos hacer tortas de guisantes.
Emprendieron el
regreso a su casa, cenaron apaciblemente, se acostaron los niños y, más tarde,
lo hicieron los dos ancianos.
A la mañana
siguiente, el abuelo llamó a su nieto y le dijo:
-Mira, querido
Alexis, vete al campo de los guisantes y procura ahuyentar a los gorriones,
pues ,ya sabes que si no tomáramos esta precaución, devorarían una gran parte
de los guisantes que ya están casi maduros.
Obedeció el
muchacho y, en el acto, emprendió el camino hacia el campo. Al llegar allí tomó
asiento en el suelo, provisto de una rama seca que agitaba sin cesar, de un
lado a otro, para asustar a los gorriones, que, en efecto, parecían dispuestos
a hartarse de guisantes.
Así transcurrió
bastante rato y Alexis estaba muy ocupado y entretenido en vigilar a los
gorriones, cuando, de repente, el niño oyó algo semejante a un trueno lejano,
que se aproximaba, aparen-temente, por el bosque y, cuando menos lo esperaba,
se le apareció Kulauk, enomne, gigantesco. Tenía solamente un ojo, la nariz
ganchuda, el pelo áspero y revuelto, los bigotes larguísimos, porque casi le
llegaban a la cintura, y la cabeza cubierta de verdaderas cerdas. Aquel ser
gigantesco avanzaba saltando sobre una pierna, iba calzado con un zueco enlorme
y se apoyaba en una muleta. Al mismo tiempo rechinaba sus enormes dientes y
sonreía con malévola expresión.
Se dirigió en
línea recta al guapo muchacho que vigilaba los guisantes, se apoderó de él y se
lo llevó debajo del brazo hasta más allá del lago, que se hallaba a varias
verstas de distancia.
Llegó la hora de
comer, pasó con exceso, y el niño no regresaba a su casa. Su abuelo empezó a
alarmarse. Primero aguardó con alguna impaciencia, pero al observar aquella
inexplicable tardanza envió a la niña en busca de su hermano.
Kulauk, que ya
esperaba que sucediese así, habíase puesto al acecho al amparo de los primeros
árboles del bosque, y en cuanto vio llegar a la niña, se dirigió a ella y,
antes de que la pobrecilla se diese cuenta de lo que le sucedía, vióse en poder
del gigante y llevada lejos del campo de su abuelo.
Este último, al
observar la tardanza inexplicable de los dos niños, se dirigió a su esposa,
diciéndole:
-¡Cuánto tardan
los pequeños! Sin duda han empezado a jugar sin darse cuenta de lo avanzado de
la hora o bien, en unión de otros muchachos, estarán dedicados a cazar
estorninos. Y mientras tanto, los gorriones deben estar devorando nuestros
guisantes.
-Probablemente
tienes razón -le dijo su esposa.
-Lo mejor será
-replicó él- que vayas a dar un vistazo y si los encuentras ríñelos un poco,
porque no me gusta que distraídos por el juego se olviden de todo.
La anciana se
puso en pie, tomó el bastón en que solía apoyarse para andar, dio una vuelta a
los pasteles que se cocían en el horno, salió, pero ya no volvió. En efecto, en
cuanto Kulauk la vio al lado del campo de los guisantes, exclamó en tono
irónico :
-;Qué andas
buscando por aquí, bruja? ¿Acaso has venido a desgranar los guisantes? Si es
así, voy a condenarte a permanecer siempre más en el lugar en que te
encuentras.
Y, dicho esto,
se acercó a ella y empezó a golpearla tan cruelmente con su muleta, que la
pobre mujer se quedó tendida en el suelo, al lado del campo, más muerta que
viva.
El abuelo esperó
en vano el regreso de sus nietos y de su anciana esposa. Estaba irritado y no
alarmado, de modo que aun cuando ellos no podían oírlo, empezó a reconvenirlos.
-¿Adónde habrán
ido? -exclamaba-. Sin duda, ya no se acuerdan de que me he quedado, en casa,
lleno de ansiedad y de inquietud. Y ellos deben estar jugueteando por ahí y mi
mujer, olvidando sus muchos años, se divertirá como una loca, en compañía de
sus nietos.
Esperó una hora
más y, al fin, se decidió. No tenía más remedio que ir, a su vez, al campo,
para ver qué había sido de los suyos.
Se dirigió,
pues, allá y apenas hubo llegado, descubrió a la pobre anciana tendida en el
suelo y en tan mal estado, que la desdichada apenas le reconoció. En cuanto a
los dos niños, ni siquiera había rastros de ellos.
Aquel
espectáculo y la ausencia de sus adorados nietos llenaron de desesperación al
pobre anciano, que se echó a llorar. Luego, en cuanto se hubo calmado un tanto
su dolor, recogió a la anciana, y haciendo extra-ordinarios esfuerzos, porque ya
no tenía el vigor de su juventud, la llevó a su casa y la tendió en la cama.
Entonces le dio a beber algunos sorbos de agua fría, le humedeció las sienes,
le frotó las manos y, en una palabra, le dio todos los cuidados que estaban a
su alcance y que quizá pudiesen tener alguna eficacia. Por último, la pobre
anciana abrió los ojos y dio cuenta a su marido de la aventura de que fue
victima. No había ya ninguna duda de que el mismo Kulauk arrebató a los dos
niños.
Así lo
comprendió el anciano y la idea lo llenó de cólera. Olvidando que Kulauk era
mucho más poderoso que él, exclamó:
-Juro por Dios
que este bandido lo va a pagar caro. Y por más gigante que sea, mi astucia
suplirá a la fuerza que me falta. Te aseguro, Kulauk, que voy a darte un
disgusto serio. Lo que has hecho con tus manos, lo vas a pagar con tu cabeza.
Y como quiera
que la anciana no pensó si quiera en contener a su marido, el buen viejo empuñó
su cayado de hierro y salió de la cabaña, muy decidido a ir en busca de Kulauk.
Echó a andar y
siguió andando hasta llegar a un pequeño estanque. En él nadaba un pato joven,
que meneaba alegremente la cola de plumas. Vio al abuelo y exclamó :
-Así vivas cien
años, abuelo. Hace ya mucho tiempo que te espero.
-Hola, patito
-contestó el anciano-. ¿Y por qué me esperabas?
-Pues, verás.
Estoy enterado de que andas en busca de tus nietos y de que te dispones a ir al
encuentro de Kulauk para pasar cuentas con él.
-¿Y cómo se
explica que tú conozcas a ese monstruo?
-¡Oh, tengo
buenos motivos para conocerlo! Ya que me dejó casi sin plumas en la cola.
Fíjate de que modo están recortadas.
-Supongo que, a
causa de eso, estarás disgustado con él y que no tendrás inconveniente en
indicarme dónde está su casa.
-Desde luego.
Puedes contar conmigo -replicó el pato-. Soy un ave muy pequeña y sin fuerzas,
pero deseo vengarme del que me cortó la cola.
-¿Querrás echar
a andar y yo te seguiré? -preguntó el anciano-. Veo que eres muy animoso a
pesar de que ese bandido te haya recortado las plumas de la cola.
El pato inclinó
la cabeza, salió del agua, se dirigió a la orilla del estanque y echó a andar
con el paso característico de los de su raza, es decir, inclinando el cuerpo a
uno y otro lado.
Lo siguió el
anciano y los dos anduvieron largo rato. De pronto y en medio del camino
encontraron un pedazo de cuerda. Y ésta, al ver llegar al pato y al hombre, se
dirigió al último, exclamando:
-¡Hola, abuelo!
-Hola cuerda
-exclamó el interpelado.
-¿Adónde vas?
-le preguntó la cuerda-. ¿Cuál es el motivo de tu viaje? ¿Dónde vives?
-Vivo en una
cabaña situada a dos horas, de camino, hacia el sur. Ahora me dirijo al encuentro
de Kulauk, porque tengo necesidad y deseo de pasar cuentas con él. Figúrate que
el muy criminal ha dado una tremenda paliza a mi pobre mujer y, adernás, ha
raptado a mis dos espléndidos nietos.
-¡Caramba!
-exclamó la cuerda-. Sí que es malo. Pues, mira, llévame contigo, porque, con
toda seguridad, podré ayudarte. Quizá por mi medio conseguirás ahorcarle.
-Bueno,
acompáñanos -dijo el anciano-. Supongo que conocerás el camino.
La cuerda, al
oír estas palabras, irguió su parte anterior y empezó a deslizarse por el
suelo, como si fuese una serpiente.
Continuaron
andando los tres y al cabo de un buen rato vieron en el suelo un largo y nudoso
garrote. Este, al notar su aproximación, se dirigió al abuelo, exclamando:
-Hola, abuelo.
-Hola, garrote.
-¿Dónde vives y
adónde vas? -preguntó el garrote.
-Vivo en una
cabaña situada al sur de este lugar y ahora voy a ajustar cuentas con Kulauk.
Figúrate que dio una paliza a mi pobre vieja y además ha raptado a mis adorados
nietos. ¿Qué te parece?
-Pues mira,
llévame contigo, porque probablemente, podré ayudarte.
-Es posible
-pensó el abuelo-, que este garrote sea muy útil. Le daré, pues, el permiso que
me pide.
Entonces el
garrote se levantó y empezó a avanzar por el suelo, dando saltos sobre uno de
sus extremos.
Siguieron
andando los cuatro y un rato después vieron en el camino una bellota. Con voz
cascada, al notar la aproximación de los viajeros, aquélla, exclamó:
-Hola, abuelo.
-Hola, bellota
-contestó el anciano.
-¿Quién eres y
adónde vas?
-Soy un pobre
viejo y vivo hacia el sur de este lugar. Ahora voy en busca de Kulauk, para
pasar cuentas con él. ¿Lo conoces?
-Creo que sí
-contestó la bellota- y, si quieres, llévame contigo, porque, con toda
seguridad, podré ayudarte.
-¿Cómo es
posible? -se preguntó el abuelo, al fijarse en las reducidas dimensiones de la
bellota-. Sin embargo -añadió para sí- no pierdo nada permitiéndoselo. ¡Quién
sabe si podrá ayudarme! Y, dirigiéndose a la bellota, exclamó: -Bueno, echa a
rodar, si quieres, para seguirnos.
La bellota
empezó a rodar, pero lo hizo precediendo a todos los demás.
Avanzaban
rápidamente y de este modo llegaron a un espeso bosque, obscuro y espantoso. En
él reinaba un silencio amenazador, de modo que los viajeros se quedaron un
momento indecisos acerca de si deberían o no, aventurarse por allí. Pero el
anciano, al notarlo, se apresuró a dirigir algunas palabras de ánimo a sus
compañeros, diciéndoles:
-¡Ea! Fuera
miedo. Entre todos venceremos fácilmente a ese gigante criminal.
Se recobraron
todos de su momentánea indecisión y continuaron avanzando hasta encontrar, por
fin, una cabaña situada entre los árboles y en lo más profundo del bosque. La
vivienda estaba muy solitaria, no había fuego en el hogar y sólo vieron
preparadas una cazuela de gachas, en cantidad suficiente para dar de comer a
seis personas.
La bellota, que
sabía muy bien lo que hacía se apresuró a saltar hacia la cazuela de gachas y
se ocultó entre ellas; la cuerda se extendió en el umbral de la puerta y el
abuelo dejó el garrote sobre el banco. En cuanto al pato, fue a sentarse al
lado del hogar y el anciano se quedó en pie, en un rincón de la estancia.
Al cabo de poco
rato oyeron algunos crujidos en las ramas de los árboles y el ruido de la
hojarasca al ser pisada. Aquellos ruidos crecieron en intensidad, a medida que
se aproximaba a la cabaña y casi inmediatamente apareció Kulauk, apoyándose en
una pierna cuyo pie calzaba un zueco y sosteniéndose también con su muleta.
Sonreía cruelmente, de modo que la boca casi le llegaba de una a otra oreja
dejando al descubierto sus dientes enormes y de color amarillento.
El gigante
penetró en la cabaña, arrojó al suelo un haz de leña que llevaba cargado a la
espalda y se dispuso a encender el fuego del hogar.
En aquel momento
la bellota, que se había metido en las gachas, empezó a cantar:
¡Aquí estamos
todos
para matar al
gigante!
Aquella vocecita
cascada enfureció extraordinariamente a Kulauk. Quiso coger la cazuela para
examinar lo que había en ella, pero se le rompió en las manos, se derramaron
las gachas y la bellota, de un solo salto, fué a dar en el único ojo de Kulauk
vaciándoselo y dejándolo ciego.
Kulauk cayó al
suelo, dando un grito de dolor y de rabia, y empezó a agitar los brazos,
frenético y furioso. Se puso luego en pie, deseoso de dirigirse a la puerta,
pero ¿dónde estaba? Ya no podía verla. Y así continuó braceando de un lado a
otro, y quiso su mala suerte que no diera con la salida. En aquel momento la
cuerda se enredó con su pierna y el gigante se cayó. Entonces el garrote saltó
del banco donde se hallaba y empezó a pegarle con la mayor crueldad. El abuelo
creyó llegado el momento y, a su vez, dió una paliza al gigante con su báculo
de hierro. Y el pato, que se habla situado sobre un armario que había en un
extremo de la estancia, gritaba para animar a todos:
-¡Dadle duro! Es
preciso no tener ninguna compasión de él.
Los enemigos del
gigante seguían pegándole con todas sus fuerzas, de modo que; al fin, el
monstruo exhaló el último suspiro.
-Bien, ya hemos
terminado nuestra obra -dijo el abuelo saliendo de la cabaña en compañía de
todos sus ayudantes-. Ahora vamos a destruir esa vivienda maldita.
Poco le costó
conseguirlo. Y en cuanto hubieron arrasado la cabaña, pudieron descubrir debajo
de ella un sótano, en donde estaban encerrados los dos nietos del anciano.
Allí estaban
también las riquezas acumuladas por Kulauk y así todos regresaron muy
contentos, llevándose aquellos tesoros, gracias a los cuales la familia vivió
en adelante al abrigo de toda necesidad.
Los auxiliares
del anciano fueron también a vivir en su casa y excusado es decir, que en ella
gozaron de toda clase de consideraciones. Y el pato alcanzó la suprema ilusión
de su vida: la que le creciesen las plumas de la cola y parecerse en absoluto a
todos sus congéneres.
116. Ucrania
[1] Unas
gachas agrias.
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