Pues señor; en un país muy
lejos... se hallaba una buena mujer encerrada en profunda y obscura cueva. Dios
la concedió un hijo despabilado y listo, que, en cuanto nació, preguntó á su
madre:
-¿Qué hacemos
aquí?
-iAy! Me encuentro encantada por un
oso que mató á tu padre, sin poder salir ni ver el sol.
-¿Á qué hora viene?
-Á las doce de la noche. Pero es (añadió
la pobre mujer al oído del recién nacido) el mismísimo demonio.
El niño halló en la cueva una tranca
muy grande, y se escondió detrás de la puerta; al llegar el oso dando resoplidos,
abierta la boca y enseñando sus formidables dientes, de un trancazo le hizo
polvo. El muchacho arrojó los restos de la fiera á un río, y llevó á su madre á
lbdes, pueblo miserable de Aragón.
Los chicos del lugar, como aún no
le había salido el pelo, le pusieron por mote ó apodo El Pelao. Éste era
mal estudiante, reñidor; se cansó de vida tan pacífica, y armado de la tranca con
que mató al oso, salió de lbdes á buscar fortuna. Su pobre madre no consiguió
detenerle, y se quedó llorando.
Pues señor; el Pelao, anda que
te anda, días y días, camino adelante, encontró á un hombre descomunal que
arrancaba pinos á tirón. Se llamaba Arrancapinos.
-¿Qué eres? -le preguntó.
-Leñador.
-¿Cuánto te dan por cada pino?
-Dos cuartos.
-Poco es; ¿quieres venir á ver
mundo?
-Si.
Y los dos, tan amigos como si se
hubieran conocido toda la vida, echaron á andar.
Á las cien leguas de marcha los
envolvió una gran nube de polvo que obscurecía el sol. La causa era que otro gigante
á puñetazos tiraba las más altas montañas.
-¿Se trabaja? -le dijeron.
-¡Quiá! (contestó Batemontes.) Estoy
abriendo un camino real.
-¿Cuánto jornal ganas?
-Un sueldo (ocho cuartos).
-¡Mira qué cosa! Vente con nosotros
á correr aventuras.
Pues señor; ya eran tres; dos
gigantes y el Pelao, que valía por cuatro. Llegaron á la orilla de un
río, tan ancho, que ni con catalejo se divisaba la otra, y preguntaron por una
barca á un gigante que, echado, miraba de alto abajo á los otros que estaban de
pie; era tonto; pescaba con caña.
Barbancha, -así se llamaba el pescador,
-colocó la suya de modo qué subieran en ella los tres compañeros, y en dos zancadas
los desembarcó en la margen opuesta. Lo mismo hacia con carros, coches y
galeras. Á tan grande animal lo convencieron que dejase el oficio y se fuese
con ellos. Aceptó. Caminaban á pasos de gigante, y un día que amenazaba furiosa
tempestad, se metieron en un palacio deshabitado, cuya despensa se hallaba bien
provista.
-Oíd (dijo el Pelao): Arrancapinos
hará la comida, mientras nosotros registramos el palacio,
El gigante llenó un caldero con los
manjares más exquisitos, encendió leña, se sentó en el hogar, hervía á
borbotones el caldo, echó un cigarro, levantó la cabeza al lanzar una bocanada
de humo, y vió en la chimenea, entre el hollín, á un viejo que lo miraba con ojos
que parecían ascuas. Arranca pinos salió escapado, no supo disimular el miedo, que
es en lo que consiste el valor, y dijo al Pelao:
-¡Hace un humo en esa cocina! Manda
á otro en mi lugar.
-Vaya Batemontes, -añadió el
chiquillo de la cuadrilla, á quien los gigantes obedecían sin murmurar, porque la
inteligencia siempre acaba por dominar la fuerza bruta,
Batemontes arregló la lumbre, cogió
una brasa, y al encender un cigarro observó que el viejo, desde el cañón de la
chimenea, le clavaba los ojos con resplandor infernal. Echó á correr, y rogó que,
para no cegar del humo, lo reemplazara Barbancha. Á éste le sucedió pintiparado
lo mismo que á sus compañeros.
El Pelao se encargó de cocinar,
encendió también su cigarro, reparó en el viejo que despedía fuego por los ojos,
y de un trancazo lo hizo añicos. Como la libertad y la educación consisten en no
hacer ni decir nada que mortifique á los demás, el Pelao no habló á los
gigantes del humo de la cocina, y trató de distraerlos mientras en ella comían,
asegurándoles que la escena que se representaba, capaz de asustar á una estatua
de piedra, nada tenia de particular. Por arte de encantamiento, gran recurso
para explicar lo imposible, la sangre, los huesos y la carne del viejo, en
pedacitos, uno tras otro, marchaban poco á poco, atravesaban la cocina, subían
á la ventana, se arrojaban al corral y se metían en un pozo sin agua.
-En cuanto comamos (dijo el Pelao),
lo reconoceremos.
Los gigantes se miraron con
espanto. Atado á una cuerda, bajaron á Arrancapinos al pozo diez mil varas;
tocó la campana que llevaba para avisar si encontraba algo, lo subieron, y les juró,
tiritando de miedo, que no se podía resistir el frío. Batemontes bajó veinte mil
varas, y Barbancha cuarenta mil; y los muy bestias no supieron inventar nada, y
repitieron que el frío era irresistible. Para mentir se necesita algo de
talento, mucha memoria y poca vergüenza.
Pues señor; el Pelao, sonriéndose
de la pavura de sus compañeros, se ató, le dieron cuerda, llegó al fondo del pozo,
encontró una galería tapizada con telas bordadas de seda, las araña serán de
cristal de roca, los muebles de marfil y la alfombra de plumas de cisne. Llamó
á una puerta de bronce, le preguntaron qué deseaba, contestó que abriesen y lo
sabrían; apareció una señora muy guapa encantada por un león que, al presentarse
rugiendo, el Pelao, con la tranca, al primer golpe lo aplastó. Ató á la señora
á la cuerda, tocó la campana, los gigantes la subieron, y continuó su
excursión.
Llamó á otra puerta de plata, salió
una señora joven y bonita, encantada por una serpiente de siete cabezas, y, sin
arredrarle los silbidos del monstruo, lo mató. Mandó á la segunda dama para
arriba. Volvió á llamar á una puerta de oro, y otra hermosa señora le manifestó
llorando que se hallaba encantada por el diablo en figura de horrible viejo, el
cual, al recibir el trancazo que le tiró el Pelao, se ladeó, y sólo perdió una
oreja que éste se metió en el bolsillo. Los gigantes subieron la última dama, y
cuando tuvieron una para cada uno, se escaparon con ellas, y se portaron peor que
enanos cochinos, dejando en el pozo al valeroso Pelao.
-Mira (le dijo el diablo), si me
das mi oreja, porque sin ella no puedo presentarme en el infierno, te haré muy
rico, y te daré por mujer á una infanta hermosísima; las señoras que has visto
en el pozo no sirven para descalzarla. Agárrate á la oreja que me queda, y te convencerás.
El Pelao lo verificó, y el diablo
cumplió su promesa. En volandas lo llevó á un magnifico palacio; el Rey lo casó
con su hija, que era preciosa; le dió el mando de las tropas del reino, y fué
siempre feliz. Todo porque libró á su pobre madre, y ni al diablo tuvo miedo.
Cuentito contao, por la ventanica se
fué al tejao.
001 Un soldado viejo de borja
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